jueves, 3 de noviembre de 2016

LADO A - SURCO TRES

SURCO TRES


Yo estaba hechizado por la imagen y el genio de mi madrina Trina Payares, creo haberlo referido ya. Ese hechizo debió comenzar el día que vi una fotografía suya en un portarretratos colocado sobre un aguamanil que ya no cumplía su función original. Era una fotografía en blanco y negro, mate y un poco arrugada. En ella, delante de una espesa vegetación, estaba mi madrina vestida de soldado y portando un arma larga que se notaba muy pesada.
Debía tener unos tres años de edad cuando vi aquella foto por primera vez. Quizás aquel retrato siempre había estado ahí, pero fue a esa edad cuando pude percibir su presencia y sucumbir a la seducción de la imagen que mostraba. Sucedió como con esas personas de las cuales, después de muchos años de amistad, descubres que estás enamorado. Entonces reparas, por ejemplo, en que se les hacen unos hoyitos en las mejillas cuando se sonríen. Y así vas descubriendo muchas cosas que siempre estuvieron ahí y las veías, pero no las percibías realmente.
Con los años fui conociendo personajes que iba relacionando con mi madrina. En un tiempo Trina Payares fue para mí Barbarella, una heroína intergaláctica; en otro tiempo fue la heroína de Puerto Arturo de la novela de Salgari; también fue la princesa Leia, de La guerra de las galaxias e incluso fue una heroína regional llamada Josefita Camejo.
A los tres años solo me sentía encantado por la imagen de Trina Payares, pero a los cinco años comencé a sentir curiosidad por aquella mujer. Así que un día le pregunté a mi mamá por qué mi madrina estaba vestida de militar en aquella foto, y qué lugar era ese tan lleno de árboles, porque a simple vista se notaba que no era nuestra ciudad, la cual era tan árida que tenían que pintar las piedras de verde para simular vegetación.
―¡Ssssshhhhhhh! ―fue la única respuesta de mi madre.
También me respondió “sssshhhh” cuando le pregunté qué significaba la palabra “guerrillera”, que había escuchado a mi abuela pronunciar al referirse a mi madrina.
A los seis años, al juntar todos los “sssshhhhs” emitidos por mi madre, llegué a la conclusión de que aquella imagen del portarretratos tenía mucha relación con la palabra “guerrillera”.
“¡Sssshhhhh!”, me siguió respondiendo por mucho tiempo mi madre cada vez que le hacía alguna pregunta sobre Trina Payares.
Pero a los ocho años, cuando volví a escuchar la palabra “guerrillera”, el día que Trina Payares publicó la edición extraordinaria de su periodiquito El Pasquín, no fue necesario preguntarle nada a mi madre, pues de tanto juntar “ssshhhhs” ya sabía que mi madrina, cuando estaba más joven, había dejado por un tiempo sus estudios de sociología y había vivido en las montañas, como la diosa indígena María Lionza. Ahí había cruzado ríos caudalosos con un fusil al hombro y comido culebras. ¿Por qué había hecho todo eso? Porque los presidentes de la época le caían muy mal. O porque estos no se bañaban. O no se lavaban las manos. O se las lavaban mucho. Algo así era lo que yo entendía de lo que escuché decir varias veces a mi madrina.
―¿Otra vez la guerrillera de Trina Payares? ―preguntó mi prima cuando mi tío llegó a su casa y le entregó el ejemplar de El Pasquín que le había comprado a la propia Trina Payares―.¿Esa mujer no se cansa?
 ―Los chicos plásticos ―leyó mi prima en voz alta el título del reportaje principal del periódico.
Mis tíos, mi primo y yo rodeamos a mi prima y al instante ella entendió que deseábamos escucharla leer el reportaje completo.
“El día de ayer ―leyó mi prima―, un reducido grupo de estudiantes del liceo Cecilio Alcocer, manipulados por un locutor esnobista, marcharon hasta la sede de la gobernación del estado exigiendo la reposición de un programa que exalta lo foráneo y omite nuestra música y nuestras valiosas costumbres y tradiciones. Atrás quedaron los tiempos en que nuestros gloriosos estudiantes luchaban por causas nobles y justas, y eran capaces de entregar su vida por la libertad. A jóvenes como estos, cuya frivolidad los llevó, incluso, a pintarrajear con vacuas consignas los policromos murales constructivistas del gran artista Domingo Miranda, las únicas revoluciones que les interesan son las de los discos de 45 RPM del grupo ABBA que el locutor de marras les prodiga como recompensa por sus acciones vandálicas…”
―Y bla, bla, bla ―dijo mi prima para dar a entender que para ella el resto del artículo era tan intrascendente como lo que acababa de leer. Pero yo quería seguir escuchando porque me parecía que mi madrina inventaba muchas palabras bonitas.
A mi madrina, hasta sus propios amigos le criticaban mucho las palabras que utilizaba en sus escritos. Decían que ella no escribía para la clase obrera, y ella replicaba que la clase obrera también tenía derecho de cultivarse y ampliar su vocabulario. Eso le escuché decir varias veces. Con el tiempo supe que esas palabras no las inventaba mi madrina sino que las habían inventado hacía muchísimo tiempo; y que aparecían en el diccionario.
 Entonces inventé un juego que consistía en buscar en aquel libro las palabras más extrañas que Trina Payares escribía en El Pasquín. Ganaba el que lo hiciera en el menor tiempo. Yo nunca gané en aquel juego inventado por mí; y no me importaba, porque Gelindo me había enseñado que los perdedores se divierten más.
*
Por mi primo sabíamos la otra versión de la historia. Mi primo había formado parte de ese “reducido grupo de estudiantes” ―como decía Trina Payares, pero que en realidad había sido un grupo nutrido―, que decidió, tras una arenga de Wicho, el mejor bailarín de disco music del liceo,  salir a las calles a exigir sus derechos, “porque ―así dijo Wicho Graterol― estamos en un país libre y no dejaremos que nadie nos arrebate la libertad de escuchar la música que nos dé la real gana”.
Desde aquel entonces yo he tenido claro que cada persona tiene una manera distinta de entender la libertad. Trina Payares se sentía libre escuchando música latinoamericana; Wicho Graterol, bailando disco music; y yo, dibujando a Trina Payares como Barbarella, al gobernador,  el maestro Teodosio Petit, como el maléfico Dr. Duran Duran, pero vestido con guayabera, y a Wicho Graterol como el superhéroe nacional Martín Valiente, el ahijado de la muerte.
Mi primo nos contó también que cuando llegaron al liceo, la mañana del día anterior, Wicho le había puesto un candado a la puerta y había colgado en la cerca unos letreros de cartulina donde, con letras multicolores (policromas, habría dicho mi madrina), había escrito consignas contra Trina Payares, Juancito Trucupey y el gobernador Teodosio Petit. A este último lo acusaban los manifestantes de ser el  artífice de la salida del aire de Disco y juventud. Al parecer, el maestro Teodosio temía que su partido perdiera votos en las elecciones de diciembre, después de que mi madrina acusara a Gelindo Petit, su hijo, de transculturizador.
Ah, vale acotar que de tanto escuchar la palabra “transculturizador” yo creé un trabalenguas que mis compañeros de salón comenzaron a repetir, luego lo comenzó a repetir toda nuestra escuela, después las otras escuelas, hasta que todos los niños del país andábamos con el sonsonete: “Los jóvenes están transculturizados, ¿quién los transculturizaría?, y el que los destransculturizare, buen destransculturizador sería”.
El trabalenguas se me ocurrió cuando mi primo contaba los detalles de la huelga organizada por Wicho Graterol, justo en el momento en que narraba el enfrentamiento de este con un seguidor de Trina Payares, Amábiles, quien junto con su grupo le gritaba a Wicho y sus acompañantes: “¡Trans-cul-tu-ri-za-dos!, ¡trans-cul-tu-ri-za-dos!”.
Contaba mi primo ―y así lo leí también, transcurridos algunos años, en una crónica del doctor Marcos Jacobo―, que luego de la disputa, que no pasó de empujones y camisas rotas, los manifestantes se dirigieron a la gobernación del estado  donde, después de gritar consignas, le lanzaron una lluvia de piedras al LTD Landau del maestro Teodosio, destruyendo todos sus vidrios. Tinche Jordán, el chofer del maestro Teodosio, que solía estar todo el día arrellanado en el asiento de cuero del LTD, cortándose las uñas o leyendo el periódico El Matutino, se salvó de recibir una pedrada porque, cuando vio a los huelguistas acercarse, salió corriendo y se refugió en la Catedral.
Luego de esa acción, a una señal de Wicho, los huelguistas procedieron a escribir en las paredes del edificio pintas como: “Que vuelva el Loco Lindo”. “Abajo Trina Payares y Juancito Trucupey”. “Que viva el disco music”. Algunos se inspiraron tanto al ver aquellas inmensas paredes blancas que cuando se les agotó el espacio recurrieron a los dos murales del pintor Domingo Miranda que formaban parte de la fachada del palacio gubernamental.
El maestro Teodosio no quiso sacar la policía a la calle a controlar a los manifestantes como en otras ocasiones.
―Yo tengo muchos problemas que resolver para estar pendiente de asuntos intrascendentes y muchachadas ―comentaban que le dijo el maestro Teodosio al secretario general de gobierno cuando este le preguntó si enviaban la policía a controlar “al tirapiedras de Wicho”.
A la edad de ocho años también aprendí que lo que para algunos es intrascendente, para otros es sustancia vital. Y viceversa.
Durante dos o tres horas estuvieron los huelguistas frente al palacio de gobierno gritando consignas. Contaban que el maestro Teodosio ya atormentado por los gritos tuvo que llamar a Gelindo para que se acercara a la gobernación a calmar a los manifestantes.
Cuando el locutor llegó al lugar, lo recibieron con aplausos, vivas y la consigna: “¡Lo, Lo, Loco Lindo, Lo, Lo, Loco Lindo!”.
Gelindo se abrió paso entre los sublevados, y trepó un muro desde donde, haciendo uso de un megáfono, se dirigió a ellos:
            ―Compañeros, he venido a pedirles calma y cordura. Ya he conversado esta mañana con las personas de poder que no creían conveniente que nuestro programa siguiera al aire luego de la arremetida de nuestros contrarios. Ya el inconveniente ha sido subsanado y a partir de esta tarde Disco y juventud estará nuevamente con ustedes.
Este anuncio fue celebrado con gritos: ¡Viva el Loco Lindo! ¡Abajo Trina Payares! ¡Abajo Juancito Trucupey, y que se vaya con su música a otra parte!
El maestro Teodosio presenció, por entre las persianas de su oficina, la escena e intentó reprimir la risa, pero al final no le quedó más que lanzar una sonora carcajada. Poco a poco los manifestantes se fueron dispersando, unos se dirigieron a la plaza Alameda a comerse unos helados, de esos llamados raspados o cepillados, y otros se fueron a comprar cigarrillos por unidad.
Entre estos últimos estaba mi primo quien, remedando a Jonh Travolta en Grease, o Vaselina como la titularon aquí, solía andar con un cigarrillo en la boca, el cual apretaba fuertemente con los labios mientras hablaba, cuando pasaba el peine por su cabello engominado o cuando le daba forma al tirabuzón que caía sobre su frente.
Aún recuerdo cuando mi tío descubrió a mi primo fumando en las escaleras del cine Rex y lo llevó colgado por una oreja desde aquel lugar hasta la puerta de su casa. Todos creímos que mi primo dejaría el vicio, pero sus ganas de parecerse a Dany Suko, el de la película de John Travolta, pudieron más que todas las reprimendas de mi tío.
Yo acostumbraba a dibujar a mi primo así, con el cigarrillo en el lado derecho de sus labios. Lo dibujaba con su chaquetica de cuero negro, que desafiaba nuestro clima, y su tirabuzón que la brisa movía como una veleta, a pesar de la espesa gomina con la que mi primo lo embalsamaba.
Ese día de la huelga le dibujé a mi primo, además, una piedra en cada mano, y en una burbuja colocada sobre su cabeza escribí: Dany Suko versus Juancito Trucupey.
*
Al día siguiente de la contienda musical, Juancito, queriendo retomarla, comenzó su programa con La chica plástica, pero ya Gelindo se había fastidiado del asunto. Le había parecido divertido, cómo no, pero “lo divertido debe durar poco ―solía decir―. Si algo te divierte no lo repitas; y si lo repites, reinvéntalo, pero nunca lo intentes hacer igual porque terminarás aborreciéndolo y su recuerdo ya no será grato. Y hay que procurar tener recuerdos gratos, porque los recuerdos son lo único que nadie nos puede arrebatar, podemos perderlos, desde luego, pero no porque alguien nos los hurte. Lo único que vale la pena repetir en la vida son los pasos de baile de disco music”.
Más de una vez escuché a Gelindo decir esto en su programa, por eso el día que Juancito insistía en lanzarle indirectas, todos sabíamos que él no reaccionaría, que ni siquiera permitiría que alguien le refiriera los comentarios de Trucupey.
Muchos radioescuchas deseaban que la “batalla de los acetatos”, como la bautizó Epifanio Colina, continuara y así tener algo gracioso que comentar al día siguiente en el liceo, en la plaza Falcón, en el café Paraíso, en la entrada del cine Rex o en el autocine Vientos del Río.  
―Que hablen de las telenovelas, que a estas alturas ya Mayra Alejandra, Lupita Ferrer o Chelo Rodríguez, deben haber quedado ciegas y preñadas de un extraterrestre, o deben haber descubierto que son hijas de Rómulo Betancourt con una gitana a quien Trujillo hizo desaparecer ―le comentó Gelindo a quienes lo acompañaban en la cabina, y todos celebraron con una carcajada su ocurrencia.
Juancito se cansó pronto de provocar a Gelindo, y continuó su programa complaciendo peticiones de melodías de Héctor Lavoe, de Rubén Blades o Willie Colón.
Por su parte Gelindo, en su programa, rifó diversos discos de 45 revoluciones. Mi prima se ganó uno de Gloria Gaynor por responder la pregunta: ¿Cuál es el verdadero apellido de Gloria Gaynor? Mi primo fue el primero en llamar al programa, pero se equivocó, dijo que era Forbes. Luego llamó mi prima y dio la respuesta correcta: “Fowles”, dijo. “Fowles”, repitió. “YES!, YES!, YES!”, gritó Gelindo en su cabina.
Yo me alegré mucho por la suerte de mi prima, y me alegré más cuando ella me pidió que la acompañara al día siguiente a La Mensajera, al programa Disco y juventud, a buscar su premio. Emocionado por la invitación, corrí a hacer un retrato de Gelindo para llevárselo de obsequio. Hice muchos dibujos, pero decidí llevarle uno en el que él aparecía vestido como John Travolta en Fiebre de sábado por la noche, como lo había dibujado muchas veces, pero esta vez llevaba en la mano un sable de luz verde en alto, como un personaje de La guerra de las galaxias, y tripulaba un long play gigante, en el que huía de la estrella de la muerte, la cual dibujé tras él, en el lado derecho de la hoja. En el lado izquierdo dibujé ―pequeñito, porque estaba muy lejano― el planeta de espejos, el mismo que yo a veces habitaba convertido en principito y que en esta oportunidad era el destino del jedi Gelindo Petit.
*
Llegué a La Mensajera, la tarde del día siguiente, tomado de la mano de mi prima, con la emoción intacta y mi dibujo del jedi Gelindo Petit enrolladito como un diploma.
Subimos por unas estrechas escaleras hasta el primer piso, donde una recepcionista respondió cortésmente nuestras buenas tardes sentada ante un escritorio gris cuya parte superior estaba cubierta por un fieltro verde, sobre el cual descansaban cientos de fotografías protegidas por un cristal.
―¿Vienen para el programa de Lindo Petit? ―nos preguntó.
―Sí, yo gané un premio en el programa de ayer ―le respondió mi prima con una gran sonrisa.
―Esperen un momento, por favor ―nos pidió la recepcionista mientras se disponía a atender una llamada telefónica.
Mientras la recepcionista hablaba con alguien del otro lado de la línea, yo me dediqué a observar las fotografías expuestas en el escritorio. Pude reconocer en ellas a actrices y actores de telenovelas y a cantantes muy populares en aquella y en otras épocas. Recuerdo particularmente la foto de una niña con un cuatro en la mano: “Para La Mensajera con cariño. Raquelita Castaños”, tenía escrito esa fotografía. Tengo en mi memoria también otra fotografía, de una mulata muy hermosa, con unas pestañas que más bien parecían palmeras de una playa cubana. La dedicatoria decía: “Besito pa ti, besito pa mí, besito de coco, canela y anís”. La firma estaba desleída. Supuse que sobre ella había caído una gota de sudor. 
Yo recité aquellas dedicatorias deletreando las palabras, pero orgulloso de mis avances lectores, deseando el reconocimiento de quienes me escuchaban… y lo logré. La recepcionista, sin soltar la bocina del teléfono, se sonrió y dijo mirándome:
―Qué bonito. Ya sabe leer ―y yo para ratificarlo tomé el ejemplar del periódico El Matutino que estaba sobre el escritorio y leí:
―PI-ÑE-RÚ-A GA-NA-R-Á LAS E-LEC-CIO-NES.
Iba a seguir con mis demostraciones, pero me contuve porque la recepcionista colgó la bocina y le preguntó el nombre a mi prima.
―Pueden pasar al estudio −nos autorizó la señorita, luego de revisar una lista―, pero no hagan ruido, porque están en el aire.
EN EL AIRE. Así también decía un letrero rojo colocado sobre el marco de la puerta que de inmediato traspasamos. Me encantaba esa frase: EN EL AIRE. Cuando Gelindo la decía en su programa me gustaba imaginar que, literalmente, él volaba en su cabina, como Willy Wonka y Charlie Bucket, sobre nuestra ciudad o sobre los médanos que la bordean.
En esos escasos segundos que transcurrieron desde que devolví el periódico a su lugar y di unos ocho pasos hasta la puerta del estudio, imaginé nuevamente a Gelindo sobrevolando la ciudad, y me alegré porque ahora nosotros lo acompañaríamos y junto a él veríamos desde las alturas mi escuela, a mi abuela tendiendo la ropa en el solar de nuestra casa, y a mi madrina colgando en su patio papeles entintados.
Cuando entramos a la cabina, Gelindo caminaba de un lado a otro con el micrófono, igualito a él, en la mano. A diferencia de esos locutores que permanecen sentados mientras se dirigen a su audiencia, él se desplazaba por la pequeña cabina, de pronto saltaba, gritaba o lanzaba su risa monosilábica de vocal prolongada: “¡Jaaaaaa!”, unas veces atusándose su melena afro y otras ejecutando un paso de baile. Gelindo parecía un animador de televisión, tenía el carisma de Renny Ottolina, un animador muy querido que había muerto por esos días en un accidente de aviación; y la gracia de Amador Bendayán, el animador de un programa maratónico que transmitían en un canal de televisión todos los sábados. Aunque claro, en la estatura Gelindo no se parecía a Amador, porque este era diminuto y Gelindo era altísimo, así como Henry Stephen, aquel que cantaba una extraña canción donde contaba que le gustaba comerse los limones enteros. Y hasta  la mata de limón entera, decía que le gustaba comerse. Por Dios. Hay que estar loco para comerse una mata de limón.
Gelindo  se dirigió amablemente a nosotros, cuando comenzó  a sonar la canción de Dionne Worwick que había anunciado, para darnos la bienvenida y las gracias por ser oyentes de su programa. Yo aproveché de entregarle el dibujo que había hecho y él al verlo lanzó su carcajada monosilábica.
―Mira, me dibujó igualito ―le comentó a la muchacha que lo acompañaba en el estudio. Esta esbozó una sonrisa fingida y continuó haciendo bombitas de chicle y enrollando un mechón de su cabello negrísimo, liso y sedoso en uno de sus dedos. Aquella muchacha me parecía conocida. Eso le referí a mi prima cuando salimos de la emisora y caminábamos por la avenida Manaure.
―Pero claro que la conoces. Esa es la antipática de la Pelo Lindo. Anda de novia de Lindo Petit.
La Pelo Lindo era una muchacha muy bonita, había sido la reina de la cultura en las fiestas de celebración de los 450 años de la ciudad. También había sido reina del Colegio María Santísima y reina de los “Carnavales del Caribe 76”, como llamaban las fiestas carnestolendas de nuestra ciudad. La gente decía que a la Pelo Lindo solo le faltaba ser “la reina de las cruces”, en alusión a una canción interpretada por un cantante colombiano de apellido Petro. “Por la reina de las cruces/ casi que me tiro al salto/ pero ella ya no merece/ que yo me tire tan alto”, decía la canción.



La Pelo Lindo también había concursado en un certamen llamado Miss Princesita, pero no quedó ni en el cuadro de finalistas, a pesar de ser una de las más bonitas, debido a que cuando le preguntaron cuál era su mayor sueño, respondió que el de las seis de la mañana. Su nombre era Evelín Leyba, pero le decían la Pelo Lindo porque unos años atrás había realizado para la televisión el comercial de un champú, cuyo jingle decía: “Ho-la, pe-lo lin-doooo”. Recuerdo que mientras se escuchaba esa frase en el comercial la Pelo Lindo batía, en cámara lenta, su melena negrísima, lisa y sedosa, y miraba sobre el hombro, fijamente, a la cámara. Había quienes decían, carcomidos por la envidia, que la pelo lindo del comercial no era Evelín Leyba sino otra modelo que se le parecía.
Mi prima también me contó que la gente andaba haciendo muchos chistes porque les parecía graciosa la coincidencia de que el Loco Lindo se enamorara de la Pelo Lindo.  Los llamaban los Lindos, y los muchachos del liceo Cecilio Alcocer se preguntaban entre sí, muertos de risa: “¿Cómo se van a llamar los hijos del Loco Lindo y la Pelo Lindo?... Los Pelos Locos”.
*
―Panita, tú eres un artista ―me dijo Gelindo contemplando el dibujo―. ¿Y qué quieres ser cuando seas grande? ¿Pintor?
―No sé. Será telegrafista como mi papá y como Tío Abue. O periodista. Tío Abue dice que debo estudiar periodismo porque yo pregunto mucho ―le respondí. Y luego rematé: ―Mi abuela dice que los pintores son locos, borrachos y pobres.
―¡Jaaaaa! ―otra carcajada monosilábica fue su reacción ante mi respuesta.
―Yo tengo un amigo pintor que no es ni borracho ni pobre. Loco sí. Imagínate que se hizo millonario dibujando latas de sopa. Aunque no sé quién es más loco si él o quien le compra los dibujos de las latas. Él quedaría fascinado con tu dibujo. Ya desearía él dibujar como tú.
―Vamos al aire ―advirtió el operador, interrumpiendo a Gelindo, al tiempo que movía algunos de los cientos de botoncitos de la consola de sonido. Inmediatamente Gelindo se puso en guardia, tomó su micrófono y a una señal del operador exclamó:
―Estamos de vuelta a bordo de la nave Tantive IV, ¡jaaaaaa! Nos acompañan en el estudio los ganadores de los concursos de ayer. Ellos son…  ―y fue extendiéndole el micrófono a cada uno de los ganadores.
Los otros premiados eran: Vidal Primera, estudiante del 4to año “C” del liceo Cecilio Alcocer; Anita López Marcial, quien estudiaba en el mismo colegio donde estudiaba mi prima, también para ser maestra; y Orazio, un amigo de mis primos, quien cuando terminó el programa nos invitó a su casa para que escucháramos el disco de una cantante llamada Amanda Lear, que había traído de Italia.
Luego de que los recompensados se presentaron, Gelindo me acercó el micrófono, pero antes dijo:
―También nos acompaña en el estudio mi amigo Andy. Él es pintor y me trajo un extraordinario dibujo.
―Yo no soy Andy. Mi nombre es… ―y sin dejarme pronunciar mi nombre, Gelindo me preguntó: ―¿Y por qué te cortaron el cabello coco pelón? –refiriéndose a mi cabello cortado al rape.
Como era la primera vez que hablaba en la radio me puse muy nervioso. No sabía si aclarar primero cuál era mi nombre o responder la interrogante de Gelindo. Además, me daba mucha vergüenza decir las causas de mi corte de cabello. Quise meditar un momento,  pero me sentí presionado ante el micrófono que me apuntaba y ante la mirada expectante de todos, por lo que no me quedó otra opción que dar una rápida y sincera respuesta:
―Porque tenía piojos.
Las carcajadas retumbaron en cada uno de los hogares donde a esa hora sintonizaban La Mensajera.
―¿Y quién no ha tenido piojos, panita? El que nunca tuvo piojos tampoco tuvo infancia ―fue la sabia acotación de Gelindo.
Luego de las presentaciones, Gelindo extrajo de una caja cuatro discos de Gloria Gaynor de 45 RPM para los ganadores, y para mí un long play con la banda sonora de La guerra de las galaxias.
―Saliste ganando, coco pelón ―me dijo, a lo que yo repliqué:
―Pero yo no quiero ser ganador, yo quiero ser un perdedor porque los perdedores se divierten más.

―¡Jaaaaa! No tomes en serio todo lo que yo digo. ¿No sabes que a mí me llaman el Loco Lindo? ¿Cómo le vas a hacer caso a un loco? ―y todos en el estudio rieron, rieron, rieron.

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