miércoles, 4 de enero de 2017

LADO B - SURCO SEIS


SURCO SEIS   


Creo haber dicho que todos los niños crecen. Y yo no iba a ser la excepción. Mejor dicho, yo no quería ser la excepción. Yo decidí crecer el día que, una vez más, el mundo no llegó a su fin.
Crecí en el mismo momento que tomé la decisión. Fue en el mes de julio, un domingo, dos días después que el huracán Veruzka hiciera estragos en la ciudad  y yo fuese promovido al cuarto grado con veinte puntos.
Decidí crecer porque ya no tenía sentido ser niño. Dos acontecimientos me motivaron a tomar la determinación: el primero fue la muerte de Tío Abue, y el segundo había ocurrido ese sábado, y siempre que lo recuerdo la tristeza que sentí revive.
Había estado en la acera, frente a mi casa, lloroso, tomado de la mano de mi prima, viendo el dibujo de un chino de piel magenta y labios violeta alzar el vuelo, atascarse en los cables eléctricos y luego soltarse y perderse entre las nubes, como siempre me había imaginado que le sucedería a mi madrina Trina Payares cuando esta abría los brazos en mitad de la calle.
Cuando regresé a la casa, ya sabía lo que haría, así que fui directo a la cocina, me serví un vaso de agua para aplacar la sed que me producía la contención del llanto, después tomé un cuchillo y partí un trozo de la torta debudeque que mi abuela había puesto a reposar sobre la mesa.  Al lado de la torta yo creí ver un cartel que decía CÓMEME, así que no sentí culpa por no pedir permiso. Un solo trozo no fue suficiente, ni dos, fue al comerme el tercer trozo cuando empecé a asentirme grande. El tamaño de mi panza me lo confirmó.

*
Me habría gustado estar en Stadium 45 el día que el huracán Veruzka arrasó con el local. Siempre me perdía los mejores momentos de la ciudad por ser un niño. Por culpa de mi edad estaba destinado a ser un personaje secundario y no un personaje protagónico, por eso desde hacía un tiempo estaba con la idea de crecer, pero no me decidía.
De haber estado ese viernes en la discoteca de Gelindo y Juancito, al menos habría evitado que los long play se desplazaran por el aire como platillos voladores en una ciudad del futuro, destrozaran las bolas de espejo y se estrellaran contra la frente de más de uno, incluyendo a mi primo, porque mi primo también estaba en Stadium 45 esa noche, y gracias al huracán Veruzka mis tíos se enteraron y lo castigaron no dejándolo ir, semanas más tarde, a su fiesta de graduación de bachiller.
Me habría encantado estar en Stadium 45 para participar de las tertulias que sobre el acontecimiento se formaban en el café Paraíso, la entrada del cine Rex y la plaza Falcón. En casa nos enteramos muy temprano de los sucesos; no por boca de mi primo: por él nos enteramos de los detalles cuando salió del hospital con la cabeza vendada como una momia. Nos enteramos por boca de mi papá, quien había ido muy temprano a comprar El Matutino en la plaza Falcón y se encontró con los mejores comentaristas vecinales de la ciudad, gente que iba todas las mañanas, muy temprano, al lugar a llevar las buenas y malas nuevas. Más las malas que las buenas.
Los primeros cuentos que llegaron a mi casa sobre el huracán Veruzka, llevados por mi papá, tenían notables diferencias con los que más tarde llevó Isbelia Navarrete y con los que al mediodía escuchamos  de boca de mi primo, entre quejidos de dolor.
―Todo sucedió porque la hermana de la Pelizanahoria se tomó ella sola una botella de cocuy y enloqueció. Se encaramó desnuda en una bola cubierta con espejitos, que colgaba del techo de la discoteca, y comenzó a balancearse, haciendo los mismos sonidos que hace Chita, la mona de Tarzán.
Esa fue parte de la primera versión que escuchamos. Luego Isbelia Navarrete, quien extrañamente no estaba en la discoteca, llegó contando:
―Dicen que todo comenzó cuando la que llaman Veruzka, una perdida que llegó de Caracas, una que, dice ella, es artista, entró a la discoteca montada desnuda sobre un caballo blanco, creyéndose Bianca Jagger, y el caballo se puso a corcovear y destrozó todo, las butacas, las botellas, las copas los discos, y las bolas de espejo.
Al mediodía, cuando mi primo salió del hospital y fue a mi casa, huyendo de los regaños de mis tíos, escuchamos su versión, la versión de un testigo presencial. A esa hora ya se había corrido la noticia de que Stadium 45 había sido allanada y clausurada para siempre por órdenes del gobernador Valverde, atendiendo a una solicitud  de la Asociación de Damas Protectoras de la Santa Moral, cuya presidenta, doña Justiniana de Andara, alegaba que aquel lugar infestado de pecadores representaba un peligro para los jóvenes de familias honorables y de moral inmaculada. Prueba de ello era que su hijo, un joven de proceder ejemplar, presentaba serias lesiones, pues había sido empujado desde una gran altura  por la licenciosa Veruzka cuando este quiso detener la conducta libertina de “la susodicha”. Así bautizaron las Damas Protectoras de la Santa Moral a Veruzka, “la susodicha”, por temor a pronunciar su nombre.

*
Desde hacía días los medios venían anunciando una posible catástrofe mucho, mucho, más grande que la causada por el huracán Veruzka. Sería una catástrofe que acabaría con la vida en la tierra o en gran parte de ella, decían los más pesimistas. La causaría una estación espacial descompuesta que caería inevitablemente sobre la tierra.
Aquellas noticias me tenían muy perturbado. Por varios días me negué a salir de la casa por temor a que la nave chatarra, que pesaba todas las toneladas inimaginables, cayera sobre mí. Sabía que si la nave iba a caer sobre nuestra ciudad caería de todas maneras, así yo me negara a verla,  pero yo no quería presenciar ese momento en que la estación espacial fuese un punto visible, luego una imagen difusa y finalmente un armatoste de hierro a pocos metros, centímetros, milímetros… sobre nosotros.
Cuando mi curiosidad decidió pelearse con mi temor, comencé a ir de vez en cuando al patio a recorrer el cielo con la mirada, esperando ver aquel punto que me indicaría la proximidad de la catástrofe. Y veía un punto, pero  siempre resultaba ser un pájaro o un avión o una mancha en mis lentes.
El domingo en la mañana, la gente se había olvidado un poco del huracán Veruzka. Sus conversaciones estaban centradas más en el Skylab, la estación espacial que caería y acabaría con el mundo.
―Tranquilízate. Desde que el mundo es mundo siempre ha salido alguien anunciando  su fin y nunca pasa nada.
Eso me lo había dicho mi abuela varias veces esa semana y me lo repitió el domingo en la mañana cuando me vio temeroso buscando, por las ranuras de una ventana, un punto en el cielo.
A media mañana llegó a mi casa mi prima, agitada y a punto de llorar.
―Primito, tienes que ver lo que está sucediendo allá afuera ―consiguió decir.
Me puse lívido. Lo que tanto había temido seguro estaba sucediendo.  Ya el Skylab estaría a pocos metros de nosotros.
Comencé a gimotear y a correr de un lugar a  otro exclamando:
―¡El Skylab!, ¡el Skylab!
Mi prima extrañada me dijo, tomándome de una mano:
―¡Qué Skylab! Vamos.
Y me condujo afuera. Yo había permanecido con los ojos cerrados y apretados,  para no ver el fin del mundo, hasta que mi prima me dijo en tono de reproche:
―¡Abre los ojos!
Yo abrí los ojos mirando hacia el cielo.
―¿Y el Skylab? ―le pregunté confundido.
―Olvídate del fulano Skylab. Mira hacia allá ―y me señaló el Camaro de Gelindo estacionado frente a la casa de mi madrina.
El techo del Camaro estaba atestado de maletas y cajas atadas con cuerdas.
―El Loco Lindo se va de la ciudad ―me dijo mi prima con la voz fracturada.
Yo contuve el llanto. El llanto suelto, digo, porque las lágrimas no las pude contener. Mi prima se colocó detrás de mí y posó sus manos sobre mis hombros justo cuando Gelindo salía de la casa con Trina, Epifanio, Juancito Trucupey, Luz Cecilia y el huracán Veruzka, quien a esas alturas era solo una tormenta tropical en la memoria frágil de la ciudad.
Luz Cecilia y la tormenta tropical Veruzka acompañarían a Gelindo en el viaje hasta Caracas, así que abordaron el Camaro. Gelindo fue el último en abordar. Antes le dio un abrazo y un beso a Juancito Trucupey, a Epifanio y a Trina. Gelindo nos miró y se dirigió hacia nosotros. Le dio también un abrazo y un beso a mi prima y a mí me dijo, pasándome la mano por la cabeza como lo había hecho otras veces:
―Adiós, Chamín. Si vas a dibujar este momento, prométeme que no me dibujarás triste.
 Sonreí, por no dejar, e hice con la cabeza un gesto afirmando que aceptaba la promesa. Pude cumplir mi palabra porque siempre me negué a dibujar aquel momento, de haberlo dibujado no habría podido mentir. Como los días subsiguientes, cuando dibujaba, me veía tentado a recrear la despedida de Gelindo, entonces decidí no dibujar nunca más.
―Adiós, Loco Lindo ―dije con voz apagada, viéndolo desviar su mirada azul cayo Sal, afligida, de mis diez años.
Gelindo se despidió, con movimientos de mano, de los vecinos que habían salido de sus casas a presenciar  su marcha, abordó el Camaro y aceleró. Al cruzar la esquina, del techo del vehículo se desprendió un portaplanos cilíndrico, y al este caer sobre el pavimento salió expelido de su interior el dibujo de un chino de piel cian y labios magenta. Yo corrí para recoger el dibujo, pero inmediatamente una ráfaga de viento, tal vez secuelas de la tormenta tropical Veruzkca, lo elevó hasta los cables eléctricos y luego lo llevó al encuentro con el Skaylab.
Cuando retorné al frente de nuestra puerta, dirigí la mirada hacia Trina y Epifanio, a quienes por vez primera veía abrazarse y besarse en público. Luego ellos entraron a su casa y cerraron el portón, igual que el resto de los vecinos.
Como dije, ya no tenía sentido para mí ser niño. Sin Tío Abue y sin Gelindo, la niñez que me restaba sería muy aburrida. Por eso me había comido toda la torta debudeque. Si el mundo se iba a acabar ese domingo, al menos quería disfrutar mis últimas horas sabiendo qué se sentía siendo grande.
Cayó la tarde. Cayó la noche. Lo que nunca cayó fue el Skylab. Es decir, sí cayó, pero no en nuestra ciudad. Cayó muy lejos, en Australia. De eso nos enteramos el miércoles, en la tarde, cuando escuchábamos la radio y Epifanio dio la noticia. La voz de Epifanio, había sonado muy triste durante todo el programa. Nos suponíamos la causa y lo comprobamos cuando anunció la canción seleccionada para despedir el programa del día, el cual se había prolongado por la inasistencia de Pablito Barragán. 
―Un viajero pasó por esta ciudad, muy fugazmente, pero nos pareció que estuvo entre nosotros una eternidad. Una noche, sentado en nuestro patio, el viajero sacó, de una carátula desgastada, un long play y lo hizo sonar en el tocadiscos. Ya conocíamos la canción, pero esa noche ella cobró para nosotros una gran significación.
En el momento que sonaba la melodía observé a mi mamá. Ella pespunteaba algún vestido y se bamboleaba siguiendo el ritmo de la canción. Mi abuela, desmenuzando hojas secas de albahaca, también se bamboleaba e interpretaba la canción con bocaquiusa. Las vi a ambas tan entretenidas en sus labores que entendí el porqué no se habían dado cuenta de que yo ya no era un niño, de que desde el día anterior yo había crecido. Creo que nadie se dio cuenta por mucho tiempo. Las vi tan entretenidas que no me atreví a importunarlas comentándoles que aquella palabra que tanto se repetía en la canción era la misma que le había escuchado al fantasma, príncipe de los bisures.
*
Al finalizar la melodía, Epifanio se despidió prometiendo volver el día siguiente, y mi mamá se dirigió hacia el aparato transistor para cambiar de dial, pero, antes de llegar a su destino, tanto ella como nosotros fuimos sorprendidos por un estruendo que agitó los enseres de la cocina. Mi abuela pensó que se trataba de un terremoto y cargándome se resguardó conmigo, a toda prisa, bajo la mesa. Mi mamá lanzó un grito y corrió hasta el centro del patio. Nos calmamos cuando nos dimos cuenta de que el sonido provenía del aparato transistor, del cual también surgió la voz que, seguidamente, gritó:
―¡VIVA EL ROCK AND ROOOOOLL!

Una vez que sus cuerdas vocales se repusieron del grito, el locutor, que ocupaba en La Mensajera el otrora horario de Gelindo, se identificó: Ronny Ramón Ruiz. Y seguidamente dijo el nombre de la agrupación musical que sonaba y el título de la canción: AC/DC. Highway to Hell. No pude escuchar más lo que decía el tal Ronny porque mi mamá, muy molesta, cambió de dial. Lo que sí escuché fue la perorata de Juancito Trucupey en su programa de Ondas del Mar después que sonaron dos canciones seguidas de la Fania:
―La música es algo sublime, un regalo de Dios. Eso debería entenderlo alguien que anda por ahí, transmitiendo en su programa música con mensajes diabólicos. ¡Uy! Sí, dicen que si esos discos se giran al revés pueden oírse alabanzas al maléfico. Pero no se preocupen, nosotros aquí tenemos esta canción para ahuyentar el mal… ―y  el operador hizo que se escuchara la voz de Raphy Leavitt:
“Allá muy alto en el cielo,/ se oye un sollozo de amor,/ lágrimas caen tras el velo,/ mientras se eleva oración./ El Buen Pastor./ Padre mío, tus hijos te han olvidado./ Padre mío, cómo se burlan de tus mandatos,/ ni con mi muerte pude enseñarles la que es tu ley…”




―Espero que haya quedado claro que aquí al único diablo que queremos  es al diablo de la salsa, Oscar D’León ―remató Juancito al finalizar la melodía.

*
Cuando finalizaron las vacaciones, fuimos todos a despedir a mi primo a la terminal de autobuses. Había sido seleccionado para cursar estudios de Psicología en la Universidad Central. Fue una despedida muy emotiva. Todos estábamos muy tristes, excepto él. Él siempre había querido irse a Caracas y soñaba con ese momento de la despedida.
Al siguiente año, mi prima se graduó de maestra y se fue a trabajar al interior del estado. La veía muy poco, porque, además, mi papá, tras renunciar a su empleo de telegrafista, había conseguido trabajo en una compañía petrolera en Maracaibo y nos habíamos mudado a esa ciudad él, mi mamá y yo. Me reencontré con mi prima, tal vez, unas tres veces durante el primer año. Recuerdo que cada vez que me veía me decía: “¡Primito, tú sí estás grande!”. Al fin alguien se daba cuenta, aunque tardíamente, de que yo había crecido.
En Maracaibo vivíamos en una casita pintada con todos los colores del mundo, y yo me sentía muy contento, pero no tanto como cuando regresábamos cada mes a casa de mi abuela de visita. Ahí, una o dos veces cada año, coincidía con mis dos primos y recordábamos a Gelindo, a Juancito Trucupey, a la Pelo Lindo, a la Pelizanahoria, a Veruzka… y los buenos tiempos del programa Disco y juventud. Nos reíamos mucho recordando las anécdotas y nos preguntábamos qué habría sido de la vida del Loco Lindo. Mi primo siempre tenía una respuesta. Decía, por ejemplo, que el Loco Lindo tenía un programa en una emisora de radio en Pampatar o que tenía una tienda de discos en el Centro Comercial Chacaíto, en Caracas.
Luego de la muerte de mi abuela pasó mucho tiempo antes de que yo coincidiera nuevamente con mis primos. Nos reencontramos cuando yo, al graduarme de bachiller, me empeñé en irme a Caracas a estudiar periodismo, como lo  había augurado Tío Abue. Me fui a Caracas, pudiendo estudiar en Maracaibo, porque quería estar en la ciudad a donde se habían ido casi todos mis ídolos de la infancia. Tal vez me había cansado muy rápido de ser adulto y pensé que podía revivir la felicidad de mi niñez reencontrándome con ellos.  Pero por más que pregunté por Gelindo, Evelín, la Pelizanahoria y Veruzka, nunca nadie me dio una pista real sobre su paradero.
Con mis primos sí me reencontré. En mi primer día en Caracas nos reunimos en un café. Ella se había mudado a Caracas hacía varios años y trabajaba en las oficinas del Ministerio de Educación. Él ya era psicólogo. No fueron tan espléndidos conmigo como en otros tiempos. Y cuando sonriendo les pregunté si recordaban la vez cuando el Loco Lindo recorrió la ciudad en un camión lanzando mangos, mi primo con cara de fastidio me contrarió:
―No eran mangos. Eran naranjas.
―No. Eran mangos, eso fue en un mes de cosecha de mangos, no de naranjas.
Luego, la conversación se tornó muy incómoda, pues mi primo contradecía todo lo que yo comentaba sobre el Loco Lindo; y mi prima contradecía a mi primo, pero con una versión de los acontecimientos muy distinta a la mía.  
―Trina Payares no era tu madrina. Trina Payares era atea. ¿Cómo iba a ser tu madrina de bautismo? ―me espetó mi primo cuando en un momento de la conversación nombré a mi madrina.
Mi prima me miró y asintió. Luego, en otro momento de la conversación mi primo con tono irritado me contradijo:
―¿De dónde sacaste que esa discoteca era de Gelindo Petit? Esa discoteca era de un hijo de don Pepe López. Y no se llamaba Stadium 45. Se llamaba 45 RPM Discotheque.
―No. Te equivocas ―le dije con firmeza―. Esos recuerdos están nítidos en mi mente.
―Eras muy pequeño en ese tiempo. Cuando yo me vine a estudiar en la universidad tú ni siquiera habías terminado la primaria. Eras tan pequeño que hasta te cargué en la terminal de autobuses porque te caíste al enredarte con las trenzas de tus zapatos.
―Quien me cargó fue mi papá. No me caí. Me cargó porque los zapatos me apretaban. Yo ya estaba muy grande para usar aquellos zapatos tan pequeños. Me quedaban como la zapatilla de cristal a las hermanastras de la cenicienta.
            ―¡Ja, ja, ja! Tú siempre inventaste mucho. Yo pienso que…
Sabía lo que diría, por eso no lo dejé finalizar. Tomé mi libro de Peter Pan, que había colocado sobre la mesa y, despidiéndome secamente de ambos, me marché.
Durante los cinco años que siguieron, nos veíamos muy poco, y cuando lo hacíamos nos saludábamos, preguntábamos por los familiares y nos despedíamos raudamente con la excusa de estar complicados con múltiples ocupaciones. Desde luego, los complicados serían ellos, porque yo llevaba una vida relajada que consistía en ir a clases, estudiar, leer literatura e ir al cine, especialmente a la Cinemateca Nacional, donde muchas veces recordé a Gelindo al ver películas como Historias de la radio, Días de radio y Buenos días, Vietnam. Ah, por supuesto, también iba a las discotecas, pero ya en ellas el espíritu disco se había  desvanecido.
            El día de mi graduación me sorprendió ver a mis primos a la salida del Aula Magna. Nos abrazamos y luego nos fuimos a almorzar en compañía de mis padres. Cuando comíamos yo recordé la vez que Gelindo me preguntó en su programa qué quería ser cuando fuese grande y yo le respondí que Tío Abue pensaba que yo sería periodista porque preguntaba mucho. Mis primos se miraron entre sí, extrañados. Yo lo noté, pero no quise indagar el porqué.
Cuando nos despedíamos le pregunté a mi prima si aún conservaba el disco de Gloria Gaynor que había ganado muchos años atrás en el programa del Loco Lindo.
―Creo que estás confundido. Ese disco, que no sé en cuál de mis mudanzas desapareció, no lo gané en ningún programa. Lo compré en la discotienda La Favorita. Es más, ese muchacho, Gelindo, que yo recuerde, no tuvo ningún programa de radio. Él estuvo en la ciudad solo unos días, durante unas vacaciones.
Yo quedé helado con aquellas palabras de mi prima. Darme cuenta de que la memoria es tan frágil me aterró. Hacía unos años reíamos recordando las anécdotas divertidas de Gelindo. Hacía unos años decíamos que esta ciudad no fue nunca más la misma desde que Gelindo se había marchado con su música disco a otra parte.  Ahora mis primos no compartían mis recuerdos. Yo mantenía intacta mi memoria. Guardaba con celo cada vivencia, cada detalle, cada aroma y color de mi niñez. Pero ellos no. Ellos habían decidido olvidar.
―Yo creo que has construido tus recuerdos con las historias que te leía Tío Abue, todos los libros que has leído, las películas que has visto, lo que has deseado, lo que has imaginado... ―me dijo mi primo antes de darme un abrazo de despedida.
Yo me indigné por el comentario. Pero luego de reflexionar creí en las palabras de mi primo. Creí por muchos años. Muchos. Hasta que hace unos días cambié de opinión y comencé a pensar que mis recuerdos no son falsos, que fueron mis primos los que vaciaron su memoria. Este cambio de opinión sucedió en mí caminando por el bulevar, luego de haber visto en el cine la película El gran pez y escuchar, coincidencialmente, tras de mí una voz familiar que  cantaba: When I was younger, so much younger than today,/ (I never needed)/ I never needed/ anybody’s help in any way (now)./ But now these days are gone, I’m not so self/ assured (and now I find)./ Now I find, I’ve changed my mind, I’ve opened up the/ doors.// Help me if you can, I’m feeling down/ And I do appreciate you being round./ Help me get my feet back on the ground./ Won’t you, please, please help me?




Era una canción de los Beatles. Aquella que Epifanio había anunciado, al final de su programa, para homenajear a su amigo Gelindo, varios días después de que este se despidiera. Era la canción que repetía las palabras que le escuché pronunciar al fantasma, príncipe de los bisures: “¡Help me! ¡Help me!”. Me quedé atónito por lo que el recuerdo ahora me revelaba.
Cuando volteé ya nadie cantaba. Busqué rápidamente con la mirada algún indicio del cantante, pero no vi a nadie a quien pudiera relacionar con aquella voz. No creí que el anciano en traje de cuadros, ni el ejecutivo de mediana edad, ni el hombre de overol entonaran aquella canción. Mucho menos pudo haber sido el indigente que caminaba sin levantar la mirada de sus zapatos gastados.

Sí. La voz que entonaba la canción me parecía conocida, pero hasta este momento no logro ubicarla en mi memoria. Por momentos, se me parece a la voz de Gelindo, pero luego se me parece a la voz de Epifanio y hasta a la voz del mismísimo fantasma, príncipe de los bisures. 

Jardín de Reni, 11 de noviembre de 2014 


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FUENTES DE IMÁGENES



martes, 27 de diciembre de 2016

LADO B - SURCO CINCO


SURCO CINCO


“¡No disparen, que soy McKenzie!”, escuché a un periodista decir en la televisión una noche, luego de que la fanfarria inquietante del noticiero se aplacara, y la voz atronadora que  repetía insistentemente ¡EXTRA, EXTRA, EXTRA!, se apagara.
 ―Con esas palabras salió al encuentro de una comisión policial el empresario Peter McKenzie, secuestrado desde hacía tres años… ―continuó el presentador de noticias.
Frente al televisor estábamos todos. Ya habían transcurrido seis meses desde la muerte de Tío Abue, y por esos días mi abuela había decidido que ya se podía encender el televisor. Estábamos esperando que comenzara la telenovela. Yo les estaba contando sobre el baile que ensayábamos en la escuela para presentarlo en el acto de fin de curso que ya estaba cerca.
―¡Sssssshhhhh! ―escuchamos a mi papá solicitar silencio.
―En el día de hoy una comisión policial dio con el paradero del empresario norteamericano Peter McKenzie, secuestrado desde hacía tres años en nuestro país ―dijo el narrador de noticias con esa voz que los de su oficio tienen reservada para los acontecimientos extraordinarios―. El rescate ocurrió fortuitamente cuando los funcionarios policiales andaban tras la pista de una banda de criminales dedicada al abigeato…
Todos en casa quedaron atónitos, e hicieron breves comentarios para dejar por sentada su sorpresa. Yo quise saber qué era “abigeato”, pero mi papá volvió a ordenar:
―¡Sssssshhhhh!
Entonces entendí que aquella noticia era realmente importante y estaqué mi mirada en el televisor, justo cuando aparecía en pantalla un Jeep del que bajaron unos policías, los cuales ayudaron luego a bajar a un hombre que…
―¡Por Dios! ―exclamó mi abuela cuando yo lancé aquel grito con toda mi fuerza y me aferré a ella, apretando mis ojos lleno de pavor―. ¿Qué tienes? ―me preguntaron todos alarmados.
―El fantasma, príncipe de los bisures ―dije lloriqueando.
―¡¿Otra vez con eso?! ―me preguntó mi mamá con tono de reproche.
―¿Dónde está? ―me preguntó mi abuela, dándome a entender que ella sí me creía.
―En el televisor, abuela ―le respondí.
―¿En la pantalla? ―quiso saber mi papá.
―Sí.
―No es un fantasma, es McKenzie.
Yo fui abriendo el ojo derecho lentamente para mirar la pantalla  del televisor y comprobar que no estaba alucinando. Y en efecto así era. En la pantalla, la cámara  seguía a un hombre de piel transparente, muy alto y de pelo tan rubio que casi era blanco.
―¿Viste? Ese es McKenzie, el secuestrado que rescataron hoy.
Abrí el otro ojo y miré con estupefacción el parecido de aquel hombre con el fantasma, príncipe de los bisures.
―Pensé que era el fantasma, príncipe de los bisures ―les comenté apenado―. Se parecen mucho. Voy a buscar mis cuadernos donde lo dibujé para que ustedes lo vean.
Corrí a buscar los cuadernos de dibujo, los de la etiqueta blanca de líneas rojas con la inscripción “Fantasma, príncipe de los bisures”. Los busqué afanosamente en la caja donde los guardaba, pero no aparecieron.
Cuando regresé al corredor donde estaba el televisor, ya la telenovela había comenzado y nadie volvió a hablar en casa, por esa noche, de McKenzie, excepto mi abuela, quien muy quedito me hizo algunas preguntas sobre el fantasma antes de que yo me quedara profundamente dormido en su regazo.
Al día siguiente, no hubo rincón de la ciudad donde aquel nombre no estuviese presente. Inclusive, en mi salón de clases nadie quiso quedarse atrás. Todos querían contar al mismo tiempo su versión de lo ocurrido y la maestra tenía que golpear con una regla su escritorio a cada rato porque nosotros hablábamos tanto que no la dejábamos escuchar lo que sus colegas le contaban sobre McKenzie.
―McKenzie es igualito al fantasma, príncipe de los bisures ―les comenté a mis amigos en cuanto llegué a la escuela.
―¿Y no será que el fantasma se está haciendo pasar por McKenzie? ―elucubró Palencia.
―¿Tú crees? ―le pregunté no muy convencido de su hipótesis.
*
En el recreo yo inventé un juego que llamé “no disparen, que soy McKenzie”. Así expliqué a mis compañeros las reglas del juego:
―Comienzo yo. Cuando nombre a alguien, este tiene que decir: “¡no disparen que soy McKenzie!”; si no lo dice, todos le lanzaremos bolas de papel. Luego, él pronunciará el nombre de otro compañero y haremos lo mismo. Gana quien jamás deje de decir la frase mágica “¡no disparen que soy McKenzie!”.
Por varios días, nuestros recreos fueron más divertidos de lo habitual. Pero así como poco a poco fue  dejándose de hablar de McKenzie, nosotros también fuimos dejando en el olvido nuestro juego.

*
“Evelín, llegó Gelindo, lánzame tu pelo lindo”. Yo compuse aquella cantinela, parodiando la frase que pronunciaba el príncipe de Rapunzel. Lo hice luego de escuchar, echado como un gato cerca del pedal de la máquina de coser de mi mamá, la historia que Isbelia Navarrete contaba sin pausa mientras mi mamá le tomaba las medidas para un nuevo vestido.
En poco tiempo la cantinela estuvo en boca de todos en la ciudad. Nada más hice llevarla a la escuela, se diseminó como piojos. En el café Paraíso, en la entrada del cine Rex y en la plaza Falcón, no faltó por esos días alguien que entre risas canturreara: “Evelín, llegó Gelindo, lánzame tu Pelo Lindo”.
Y los niñitos que iban o venían del catecismo, en lugar de entonar los cánticos a la Virgen, como era la costumbre, iban, con sus voces blancas, coreando la cancioncita de la Pelo Lindo.
El tema de la Pelo Lindo terminó de opacar el del rescate de McKenzie, ahora “el cuento de los Lindos”, como dieron en llamar esa historia, era lo que se comentaba en todo hogar y en toda reunión sin importar que esta fuese de las damas salesianas o del Club de Leones.
Un momento muy emotivo de esta historia fue cuando en su programa, Juancito le dedicó a Gelindo esta canción de la Dimensión Latina:
“Le fui a dar una serenata a mi adorada,/ le canté lo más lindo de mi repertorio,/ me porté como un verdadero Juan Tenorio,/ y para qué si no estaba allí mi amada.// Me dijeron que cuando ausente me encontraba/ sufría mucho porque mis cartas no llegaban,/ fue su padre que al oponerse a nuestro idilio/ no le entregó ni una sola de mis cartas,/ y ella creyó que era yo quien la engañaba…”.


Ay, cuánto lloró Gelindo al escuchar esa canción, según contaban los que lo acompañaban en el estudio y fueron testigos del hecho desde el momento en que el operador, que nunca había dejado de monitorear el programa de Trucupey, le avisó que este le acababa de dedicar una canción. Gelindo le pidió al operador que le diera volumen a la melodía y ya antes de la segunda estrofa sus mejillas parecían el Delta Amacuro.
Cuando la canción “Mi adorada” llegó a su fin, el operador dejó sonar la canción que Gelindo le había solicitado para responderle a Trucupey como en los tiempos de la guerra de los acetatos. Fue así como, desde aquel momento y por muchos días, los niñitos que iban para el catecismo o venían de él, tuvieron una nueva canción, y de Gloria Gaynor, para animar su marcha: “At first, I was afraid,/ I was petrified./ I kept thinking/ I could never live without you by my side./ But then I spent so many nights/ Just thinking how you did me wrong./ And I grew strong./ I learned how to get along…” Y luego: “I will survive./ I will survive./ Yeah, yeah”.


            ―Yo no sabía hasta ahora que quería tanto a Evelín. Pensaba que estaba con ella por la compañía, porque a ambos nos gusta la música disco, porque nos llevábamos la corriente el uno al otro y nos necesitábamos como cómplices de nuestra inmadurez ―decían que le comentó esa noche a quienes acudieron a El Cuarto del Loco para consolarlo. Otros aseguraban que aquellas palabras se las dijo fue a Trina y a Epifanio, de quienes se había alejado luego del incidente de la crónica sobre su viaje a la sierra, y a quienes buscó una noche para contarles su tristeza.
También decían que Trina y Epifanio, animados por los tragos, y envueltos por la sensualidad de los boleros de Toña La Negra, lo abrazaron, lo cubrieron de mimos y lo condujeron a su cama. Él se quedó quieto, muy quieto, mientras la noche se desplazaba como serpiente por toda su piel.

*
“Evelín, llegó Gelindo, lánzame tu pelo lindo”. No me cabía dudas de que aquellas habían sido las palabras exactas que Gelindo le dijo a Evelín la misma noche que Gastón Leyba lo encontró saliendo del cuarto de la muchacha por el balcón.
Gastón Leyba, un próspero constructor de la ciudad y padre de la Pelo Lindo, había sido un entusiasta colaborador del gobierno regional del maestro Teodosio Petit, si es que se puede llamar colaborador a alguien que recibe onerosas sumas de dinero por sus servicios. La relación política y laboral había acercado mucho al maestro Teodosio y al viejo Gastón, por lo que el gobernador y su familia siempre recibieron en casa de los Leyba los mejores agasajos. El viejo Gastón y su esposa, la señora Maigualida, estuvieron siempre contentos con el noviazgo de su hija Evelín y  Gelindo. El número de veces que le repitieron al muchacho: “Estás en tu casa”, ya  él no podía cuantificarlo.
Pero luego de las elecciones y de la partida del maestro Teodosio, Gelindo fue dejando de caerle en gracia al viejo Gastón. Si bien antes el hombre celebraba las ocurrencias del muchacho, ahora las cuestionaba y las llamaba sandeces. Si bien antes reía con estrépito por las opiniones irreverentes del joven sobre cualquier tema, ahora, al  escucharlas, arrugaba el entrecejo y movía con su índice regordete el hielo de su whisky; lo hacía  con una prisa desquiciada, y luego, de un solo trago, vaciaba el  contenido del vaso. 
Ante el giro de la historia, Gelindo sabía que una bomba estaba por estallar. Y no se equivocó. Una noche llegó a casa de los Leyba en busca de Evelín y encontró al gobernador Valverde Sierra con su familia ocupando en el comedor de la casa los puestos que antes habían ocupado los esposos Petit Torres y sus hijos.
Gelindo entró  al comedor justo cuando el viejo Gastón celebraba con grandes carcajadas algún chiste malo del gobernador.  Al darse cuenta de la presencia del muchacho, el hombre cortó su carcajada en seco y arrugó el entrecejo.
No hubo para el recién llegado una invitación a sentarse, como en otros tiempos, sino una respuesta fugaz y casi inaudible para su saludo  afable. Ni hubo una presentación del “novio de Evelincita” a los comensales, como sucedía tiempo atrás. Hubo, sí, movimientos incómodos de los esposos Leyba en sus sillas rococós.
―Evelín está en su cuarto. Espérala en la sala ―le pidió a Gelindo la señora Maigualida.
En otro tiempo le habría dicho: “Evelín está en su cuarto, sube. Estás en tu casa”.
Esa noche, Gelindo confirmó que ya no era bienvenido en aquel hogar. Él pensaba que el viejo Gastón no se atrevería a decírselo directamente porque su astucia le indicaba que no era prudente, pues al cabo de cinco años las cosas tal vez pudieran cambiar. Sin embargo, consideró  que lo mejor era, a partir de ese momento, al buscar a Evelín, esperarla en el carro para no tener que ver caras malhumoradas, y compartir con ella en El Cuarto del Loco o en cualquier otro sitio. Y en último caso, visitarla en su dormitorio entrando a él por el balcón. A Gelindo le pareció interesante esta última opción, le pareció hasta romántica, muy Romeo, muy Julieta y muy Rapunzel. Pero no desechó las otras opciones, así que a veces las empleaba todas. Dejaba el carro en una de las calles cercanas, saltaba la cerca lateral y entraba al cuarto de Evelín por el balcón; estaba un largo rato con ella, luego bajaba, saltaba la cerca y la esperaba en el carro para llevarla a la heladería El Sol, a El Cuarto del Loco o a la discoteca Stadium 45.
Esa misma rutina quiso hacerla la noche que el viejo Gastón vio el inconfundible Camaro rojo estacionado en una calle adyacente a la avenida La Heroína, donde quedaba su casa. Algo supuso el viejo, así que aceleró la marcha. Si bien nunca le había prohibido a Gelindo la entrada a su casa, esperaba que el muchacho hubiese entendido que su presencia resultaba incómoda.
―Claro que lo ha entendido ―pensó el viejo Gastón―, por algo deja el carro retirado de la casa. El desgraciado debe de estar metido en el cuarto de Evelincita.
Y así lo comprobó cuando llegó a su casa y vio a Gelindo descender por un árbol lindante con el balcón. Eso decían, que descendió por el árbol, pero yo estaba convencido de que lo había hecho por el cabello trenzado de la Pelo Lindo. Y esto lo digo porque yo no recuerdo haber visto nunca en los jardines de aquella casa un árbol cuyas ramas se desparramaran cerca del balcón de la habitación de la Pelo Lindo.
―¿Con esto es que nos retribuyes, Gelindo Petit, la confianza que te brindamos en esta casa? ¿Entrando como un ladrón?
―¿Qué le puedo decir, Gastón? ¿Cómo voy a explicar lo que usted está viendo? No le puedo decir que no es lo que usted está pensando, porque sí es lo que usted está pensando.
―Te vas inmediatamente de esta casa.
―¿Vio que hasta le he facilitado las cosas? Al fin me pidió lo que no se atrevía a pedirme.
―Tú no eres más que un pobre loquito. Un malandro bien vestido. Un delincuente pervertido que ha traído a esta ciudad, que era tan tranquila, todas sus mañas. No sacaste nada de tu padre, un hombre intachable.
―Claro que sí, Gastón. De mi padre heredé la lealtad.
Gelindo le dio la espalda al viejo Gastón y se dirigió  hacia la puerta de la cerca, que el dueño de casa había dejado abierta.  
―Tanto que yo me burlo de las telenovelas ―pensó Gelindo cuando ponía en marcha su Camaro― y ahora yo soy el protagonista de mi propio melodrama. Tendré que comprarme una bata de seda, como las que usa el galán Raúl Amundaray en las telenovelas, porque todo galán de telenovelas que se precie usa bata de seda y chaqueta cruzada. Ah, y bebe brandy.
Y tuvo toda razón Gelindo. Aquel era solo el primer capítulo de una telenovela de las 8:00 pm. Al día siguiente, Evelín lo llamó para decirle que se iba a Caracas, que no quería enfrentarse con su papá, que además estaba aburrida ya en esta ciudad, que quería participar en el Miss Venezuela, que la habían llamado para hacer la cuña del cigarrillo Sandy… y tiqui, tiqui, tiqui, tiqui, tiqui…
Mientras la Pelo Lindo hablaba, Gelindo Petit reflexionaba: “Los latinos estamos destinados al melodrama. Más que destinados, condenados. Condenados perpetuamente a vaciarnos las venas, a morir después de cada ruptura amorosa, y renacer al finalizar una noche de ron y de boleros. Para eso inventamos el bolero, para renacer; eso sí, sin culpas y sin temor a volvernos a enamorar, mucho menos a ser cursis una y otra vez, la cursilería nos ha convertido en aves fénix. Por mucho que reneguemos de la cursilería siempre terminaremos necesitados de ella, poseídos por ella. El que más reniega es el más cursi. Ahora me lo puedo explicar con mi filosofía de a real y medio.

Seguidamente el Loco Lindo se fue a vivir su despecho, a disfrutar su despecho. Y cómo lo disfrutó. Se embriagó, lloró y escuchó un bolero tras otro durante días, hasta que conoció a Luz Cecilia Carnevalli, una hermosa muchacha de pelo naranja natural, rizado, largo y abundante que llegó a dar clases de lenguaje en la universidad y se hospedó en casa de Trina, pues su madre había sido profesora de mi madrina en la Universidad Central y ambas se guardaban mucho afecto.
Luz Cecilia fue otro suceso en la ciudad. Cuando se desplazaba por las calles y avenidas en su bicicleta, y con su morral en la espalda, la gente no podía dejar de verla, sin disimular su curiosidad, y seguirla con la mirada hasta que se hacía un punto cítrico en la distancia.
Vestía siempre bluyines desleídos y franelas blancas percudidas; y calzaba zapatos Converse algo... mugrosos. Pero solo las muchachas envidiosas se daban cuanta de estos detalles, porque la belleza de Luz Cecilia era tal que su vestimenta pasaba inadvertida.  
Dibujando a la Pelizanahoria, así bautizaron en la ciudad a Luz Cecilia, gasté mi lápiz de color naranja; es que aquella muchacha tenía más pelo que Gelindo, Evelín Leyba y The Jackson 5 juntos. En aquellos dibujos también gasté mi lápiz de color marrón, pero este lo gasté pintándole las pecas a la Pelizanahoria. Qué cantidad de pecas tenía. Tantas, tantas, que su piel parecía el negativo de una  foto del cielo estrellado.
Según contaban, el día que Gelindo conoció a la Pelizanahoria, en casa de mi madrina, se mantuvo callado escuchando embobado las palabras de la  muchacha. Dicen que la inteligencia de ella lo dejó sin habla, pero yo estoy seguro de que Gelindo no hablaba porque trataba de contarle las pecas. Es más, yo estoy convencido de que eso fue lo que lo volvió más loco. “La Pelizanahoria tiene más loquito al Loco Lindo.”, decía la gente. Al escuchar aquella oración por primera vez, yo recordé lo que siempre me decía mi  abuela cuando se iba la luz y salíamos al patio: “No cuentes las estrellas, que el que cuenta las estrellas se vuelve loco”. Entonces pensé: cómo no se iba a  volver más loco Gelindo, contando tantas pecas.
Mientras más pecas contaba Gelindo, más rápido rodaba hacia el fondo de su memoria el recuerdo de Evelín Leyba. A los dos días de haberse conocido, Gelindo y la Pelizanahoria fueron vistos recorriendo las calles de la ciudad, conversando, riéndose y mirándose como tontos, como todos los enamorados. Ella iba en su bicicleta y él iba despacito en su Camaro rojo. Con el paso de los días, como a ella no le gustaba bailar, él desistió de invitarla a Stadium 45, y comenzó a invitarla a tomar vino y a ir a la laguna San Isidro para pedir deseos ante el paso de estrellas fugaces. En verdad, estaba enamorado el Gelindo para haber hecho lo que antes consideraba cursilería. Bueno, realmente no había sido el amor, sino el desamor lo que lo había hecho cambiar de parecer y actitud. En otro tiempo, cuando andaba con Evelín Leyba, lo habían escuchado decir: “¡Bah!, qué cursilería ir a ver estrellas fugaces para pedir deseos. Para mirar estrellas me voy al Hollywood Walk of Fame. Yo soy kitsch, no cursi. Parece lo mismo, pero no lo es, así haya quien diga lo contrario. Para mí lo kitsch es lo tangible, lo cursi lo intangible. Lo cursi pudiera ser pasión, pero lo kitsch es la materialización de la pasión. Kitsch es Lila Morillo; cursi, lo que dice de ella mi amigo Juancito Trucupey”. Ahora no opinaba igual. Ahora su visión había cambiado: “Sí, soy kitsch, pero antes soy cursi porque no puede existir pasión materializada si antes esta no se ha invocado con palabras, sentimientos y deseos. Sin lo cursi no podría existir lo kitsch.

Ahora Gelindo estaba encantado subiendo con la Pelizanahoria a la laguna San Isidro a mirar las constelaciones, no tanto las del cielo como lo hacían todos los que iban al lugar, a decir verdad, sino las de la piel de aquella muchacha; y a disfrutar, desde la distancia, de las luces de la ciudad, en especial de las que emitía la mujer palmera enraizada, cual guarda, en lo alto de la fachada de Stadium 45.  

*
En la única ocasión que Luz Cecilia, la Pelizanahoria, fue a la discoteca de Gelindo y Juancito Trucupey, fue el día de su clausura. Claro, ni ella ni el mismo Gelindo sabían que esa sería la primera y la última vez que Bad Girls, de Donna Summers sonaría en aquel recinto.
La Pelizanahoria había accedido a ir a Stadium 45 por petición de su hermana Veruzka, una pintora muy bella y desmelenada que residía en Barcelona, España, y quien estaba de visita en nuestra ciudad. Veruzka era la antítesis de la Pelizanahoria. Vestía a la moda, cada media hora se retocaba el carmín de los labios, hablaba con un permanente tono sensual y decía palabras obscenas sin ningún pudor. Era una chica mala. Decía ella.
Al poco rato de estar en Stadium 45, ya conocía a todos los muchachos, los que andaban solos y los que andaban con sus novias, las cuales se mostraban recelosas de aquella extraña que al bailar maullaba como una gata, se retorcía como una serpiente y batía la melena como una leona con peluca.
Los chicos estaban enloquecidos con aquella mujer. Todos querían invitarla a bailar, se apresuraban a encenderle el cigarrillo y a obsequiarla con un Curazao Blue.
A eso de las  dos de la madrugada, la Pelizanahoria, apenada, quiso convencer a su hermana de que se marcharan porque ya era muy tarde, pero ella se  negó, pues justo en ese instante se escucharon los primeros acordes de Bad Girls, de Donna Summer, una canción que ella adoraba:
“Toot toot, hey, beep beep.// Bad girls/ talking about the sad girls/ sad girls/ talking about the bad girls, yeah”.  


Veruzka no lo pensó dos veces antes de montarse  en la barra a bailar aquella canción. Al poco tiempo todos imitaban sus pasos de baile. Como los zapatos de tacón alto la exponían al peligro se los quitó y los lanzó al aire. Alguien saltó y los atrapó. Segundos después todos los zapatos de los  presentes subieron al techo y se precipitaron sobre aquella masa agitada y sudorosa. Como la chaquetica de lentejuelas le impedía mover los brazos, Veruzka se despojó de ella y también la lanzó al aire. La prenda quedó atascada en una de las bolas de espejo donde en breves instantes quedarían atascadas también las blusas y camisas  de algunos de los presentes.
En la pista ya no quedaba nadie.  Todos se habían congregado frente a la barra y allí gritaban, aplaudían e imitaban los movimientos de  Veruzka, quien ya compartía el tope de la barra con un gran número de chicos y chicas. Con el cutis más rojo que nunca, por la vergüenza, la Pelizanahoria se había retirado a una esquina. Gelindo la acompañaba, fascinado con el acontecimiento.
―A esta ciudad le estaba haciendo falta un momento como este. Mira como todos se divierten, escúchalos gritar… Cuando yo vivía en Nueva York…
Gelindo atrajo hacia su cuerpo a Luz Cecilia al  tiempo que iniciaba su anécdota, la cual debió ser muy divertida, pero la muchacha nunca lo supo, pues estaba atenta a lo que acontecía en la barra. Quiso prestarle atención a Gelindo por un momento, así que lo miró a los labios, pero solo unos segundos, , pues su instinto le avisó que lo temido por ella estaba muy cerca, solo que no calculó qué tanto. Cuando volteó hacia la barra ya era muy tarde. Veruzka bailaba eróticamente ante un muchacho que llamaban Alfredo Croes mientras lo despojaba de su corbata, de su chaqueta, de su camisa. Luego hizo lo mismo con un tal Ramón Tellería, pero con este llegó un poco más lejos: le desabotonó el pantalón y le bajó la cremallera. Después le tocó el turno a los morochos Faneite y a Chente Weffer, quienes quedaron en ropa interior, así como Lucas Lilo, el cual se negó a despojarse de sus calzoncillos con un estampado de piel de leopardo, que provocaron la burla de los espectadores. Y ya comenzaba a organizarse una fila de hombres frente a Veruzka cuando uno de ellos quiso tocarla en sus partes nobles. Ella empujó al desdichado desde lo alto de la barra y este cayó aparatosamente sobre el piso.
Juancito Trucupey, quien veía junto a los bartender los acontecimientos, dentro del semicírculo que formaba la barra, presintió que se aproximaba una catástrofe. Por eso, llevándose por delante a todo  aquel que se interpusiera en su camino, corrió como un toro hacia la cabina del disc jockey para detener la música y encender todas las luces, pero cuando llegó al lugar ya iban de un lado a otro, por el aire de Stadium 45, discos, botellas, vasos, trozos de hielo, zapatos, butacas y… ¡ufff!, cualquier cosa que pudiera volar.
Luz Cecilia intentaba llegar hasta la barra donde su hermana luchaba por zafarse de una turba de hombres enfebrecidos, pero la multitud formaba un muro infranqueable. Gelindo intervino. Tomó a Veruzka por un brazo y, con la rapidez de un mago, la introdujo por una de las portezuelas ubicadas en la parte inferior de la estantería de la barra. Tras la portezuela había un corto túnel, el cual conducía hasta los pies de una escalera de emergencia que desembocaba en El Cuarto del Loco.
Cuando al fin Juancito Trucupey  encendió todas las luces, ya Veruzka descansaba sobre una silla Barcelona naranja.
―Sólo hacía una performance. ¿Por qué a la gente le cuesta tanto entender mi propuesta artística? ―susurró Veruzka, no con su voz sensual de hacía un rato, sino con voz aniñada.
―¡Eres la única meretriz virgen sobre la faz de la tierra! ―le reprochó Luz Cecilia
―¿Cómo? ―le preguntó Gelindo a su novia, asombrado por el comentario.
―Lo que escuchas. Veruzka, la doña, la devoradora de hombres de Caurimare, es virgen.

*

En su historia, esta ciudad ha sido visitada por dos huracanes. Al  primer huracán, llegado a estas tierras en 1681, nadie le puso un nombre propio; al segundo, todos lo llamaron “el huracán Veruzka”.

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