miércoles, 16 de noviembre de 2016

LADO A - SURCO CINCO

SURCO CINCO

Me gustaba cuando destapaba mi cajita de zapatos agujereada y veía en su interior cientos de colores moverse nerviosamente, mezclándose sin volverse nunca un tono homogéneo. Me gustaba ver los azules y verdes despedir repentinamente destellos amarillos, naranjas y púrpuras.
Yo solía recorrer el solar de mi casa levantando las pequeñas piedras y hurgando en los escasos yerbajos, cazando colores y metiéndolos dentro de mi cajita de zapatos agujereada con la punta de un compás para que los prisioneros pudieran respirar. Yo tenía las manos ágiles, y pocas veces los colores, al perseguirlos, se me lograban escapar. Cuando lo hacían era porque conseguían, en la tierra o en algún muro de la casa, algún intersticio tan pequeño que mi mano no podía penetrar.
Eso fue lo que sucedió aquella tarde cuando, luego de hacer las tareas escolares, me fui al solar y vi aquella extraordinaria iridiscencia desplazarse con sus patas cortas de un lado a otro. Aquella iridiscencia era ágil, muy ágil, más ágil que mis manos, tanto que en dos ocasiones se me escabulló segundos antes de atenazarla por la cola, sutilmente, con mis dedos índice y pulgar.
Me gustaba el nombre que le dábamos a aquellos colores que llenaban de fosforescencia nuestro solar: bisures. Aquellos bisures tenían forma de lagartija y sus colores eran los mismos de los ojos de Gelindo Petit. Esa comparación se me ocurrió la tarde a la que me refiero, al salir de cacería y ver un ejemplar tan grande que era del tamaño de mi pequeño pie. Y su piel era la más iridiscente que vería en mi vida.
Era un bisure que debía provenir de otro mundo, porque del mundo de nuestro solar no era. Yo conocía los bisures de nuestros dominios, eran hermosos, sí, pero no como este. Y digo que conocía bien nuestros bisures  porque yo siempre los recolectaba en mi cajita de zapatos agujereada, los observaba durante horas y los recreaba en mis cuadernos de dibujo, remedando con mis lápices de color su policromía. Luego los soltaba.
Cuando lo quise atrapar, aquel bisure se hizo un meteorito. Así que yo también tuve que hacerme un meteorito. Fue así como pude perseguirlo por los bordes del solar hasta que él encontró una hendija por donde se introdujo para alcanzar la calle. Rápidamente arrimé al muro de adobes, que cercaba la parte de nuestro solar lindante con la calle, un viejo taburete que estaba por allí, subí a este y me lancé hacia el borde superior de la barda. Con esfuerzo logré asirme de unas tejas para  alcanzar la cima, ya en ella salté hasta la acera. Caí de rodillas. Al levantarme y sacudirme la tierra que cubría mis raspaduras, recorrí con la mirada, presurosamente, el lugar para ubicar el bisure. Este ya había cruzado la calle y en ese momento buscaba ansiosamente un intersticio en el muro que separaba de la calle una parte del solar de la casa de mi madrina. Corrí hacia allá, porque me dio la impresión de que el bisure me estaba invitando a conocer un lugar maravilloso. Eso siempre sucedía en los cuentos y en las películas cuando un niño perseguía un animal.
*
Al parecer el lugar maravilloso, al que me invitaba el bisure, estaba en casa de mi madrina. Suponer esto me hizo cruzar la calle a toda prisa, pero al llegar al otro lado el bisure ya se había introducido por una hendija al solar de Trina Payares. Rápidamente estudié el muro y noté en él unas grietas de las que me podía sostener, no sin dificultad, para escalarlo. Eso hice. Para alcanzar el suelo del otro lado fue más fácil, aunque un poco doloroso, pues bajé por las ramas espinosas de un árbol que parecía estar sosteniendo el muro.  
No vi el bisure por ninguna parte. Este se había escapado, lo que me hizo pensar que si había hecho esto era porque, lógicamente, huía de mí, y si huía de mí, entonces, no era cierto que me estuviese invitando a lugar maravilloso alguno. Tal vez eso solo lo hacían los conejos.
En el momento en que decidí regresar a mi casa, vi el bisure salir de detrás de unas tejas apiladas. Sonreí y fui tras él a los corredores del traspatio de la casa, al que ya nadie iba y la soledad estaba convirtiendo en escombros.
La casa de mi madrina era muy grande, había abarcado una manzana completa en los buenos tiempos de la familia, pero fue derrumbándose a medida que la fortuna de los Payares fue disminuyendo y las muertes en la familia se fueron sucediendo.
El primero en morir fue el padre, Evaristo Payares, quien hizo una gran fortuna comercializando víveres y pieles de cabra con los pueblos de la sierra. Luego murió Alcides, el hermano menor, quien había decidido presentarse al servicio militar en un mal año, y cayó en combate en un alzamiento militar, conocido como El Porteñazo, contra el gobierno de esa época. Por mucho tiempo se dijo que el soldado que aparecía exánime en  los brazos de un sacerdote, en una foto que le dio la vuelta al mundo, era Alcides, pero doña Mélida, la madre, siempre lo negó; decía que aunque aquel soldado de la foto, cuyo rostro, a decir verdad, casi no se distinguía, y Alcides tenían cierto parecido, ella estaba convencida de que no era él. Cuando le preguntaban por qué estaba tan segura, decía que aquel soldado de la foto, en su agonía, confundía los brazos del cura con los de su madre. Luego explicaba que al momento de morir la gente quiere estar en los brazos de quien le dio la vida, como en la infancia. Ninguna madre olvida la forma en que sus hijos se han aferrado a ellas buscando protección, y esa forma en que el hombre herido  se aferraba a los brazos del cura no era la misma con la que Alcides, cuando era niño, se aferraba a ella para que lo cargara.
Un año más tarde de la tragedia de Alcides, murió doña Mélida. La encontraron, una mañana, aferrada a su camándula de cuentas desgastadas, sentada en su cama, con la mirada fija en la llama del velón que iluminaba la foto de Alcides vestido con su uniforme de soldado.
*
Al fondo del corredor del traspatio, a donde había acudido siguiendo el bisure, divisé una puerta abierta a punto de desplomarse, y en el umbral vi el reptil iridiscente, seguramente, aguardando por mí. El animal traspasó el umbral y yo me apresuré a hacer lo mismo. La habitación a la que accedí era la primera de una hilera de cinco o seis que se comunicaban entre sí. Decidí cruzar aquellos espacios, guiado por el bisure. Cada vez que recorría una de las amplias habitaciones y estaba ante la puerta de la siguiente, me preguntaba si del otro lado estaría el mundo maravilloso al que, creía, me estaba guiando el animal. Pero la decepción llegaba pronto, en aquellos espacios solo había polvo, excrementos de murciélagos y más bisures, algunos mimetizados con los hermosos dibujos de los mosaicos del piso.
Al entrar en la última habitación y verla tan asolada como las otras, tuve la sospecha de que aquel reptil no me llevaría a lugar fantástico alguno, y que nunca estuvo guiándome a ninguna parte, simplemente había sido casualidad que se cruzara en mi camino. Entonces pensé que tal vez no era tan iridiscente como creía, ni tan ágil, ni tan grande. ¿Grande? Lo verdaderamente grande quizás era, como solía decir mi mamá, mi imaginación. Tanto que posiblemente aquel reptil ni siquiera existía, como tampoco debía existir aquella puertecita, de menos de un metro de altura que visualicé al fondo, en el costado izquierdo, semioculta por una alacena desvencijada desde donde me miraban fijamente unos ojitos resguardados en el espacio libre entre la madera y el piso.
O, probablemente, sí existía tal puertecita. Dios. Claro, aquella puertecita sí existía, esa era la entrada al mundo maravilloso, en todo mundo maravilloso hay una puertecita. Pero era mejor no emocionarme tanto porque tal vez aquella era solo la entrada del cuarto del loco. Sí, lo más factible era que hubiese descubierto el cuarto del loco. En la ciudad siempre se había dicho que en todas aquellas casas coloniales de familias ricas, como lo fue la familia de mi madrina en un tiempo, tenían un cuarto oculto destinado al loco. Quizás en el cuarto del loco era dónde estaba el lugar maravilloso.
 Cuando me acerqué a la puertecita, los ojitos desaparecieron. Quise saber a dónde se habían ido, quise saber si detrás de aquella puertecita estaba el mundo que esperaba, por lo que con mucho esfuerzo moví la alacena hasta dejar completamente al descubierto la pequeña puerta, la cual estaba asegurada con una tranca.
Presuroso quité la tranca y abrí la puerta. Accedí con los ojos muy abiertos para no dejar fuera de mis recuerdos ningún detalle del lugar.
Adentro un ojo de buey, en lo alto de una pared, arrojaba con violencia su chorro de luminiscencia. Seguí con la mirada el chorro de luz desde su nacimiento hasta su desembocadura, donde percibí un volumen que se movía y emitía leves quejidos. Retrocedí. Y Retrocedí más cuando el volumen fue creciendo y tomando forma. Primero emergió de la luz una cabeza con un rostro muy blanco y un cabello largo, liso y de un amarillo más incandescente que la luz. Luego pude distinguir un torso desnudo, casi transparente, sin extremidades. Quise gritar, pero por un rato el grito estuvo girando en mi garganta negándose a salir. Cuando lo hizo y quise acallarlo se negó a obedecerme, por lo que estuvo sonando hasta que quedé sin aire y mi cuerpo se desplomó sobre la luz, la cual se fue apagando en el mismo momento que la figura del ser transparente  que había surgido de ella se iba desvaneciendo. Tendido en el piso pude escuchar una voz, la del fantasma o la del bisure, no sé, que decía algo en inglés. Sí, en inglés.  
*
Desperté en las piernas de mi mamá cuando me llevaba al hospital en el Volkswagen Brasilia de Epifanio Colina. Manejaba mi madrina Trina Payares y nos  acompañaban mi abuela y mi prima, ambas habían dejado a un lado la antipatía que sentían por Trina Payares en aquel momento de angustia.
Cuando abrí los ojos, mi mamá sonrió y les comunicó a las otras:
―Ya reaccionó.
Entonces todas, menos Trina Payares, dijeron:
―Gracias a Dios.
―¿Y el fantasma? ―pregunté.
―¿Cuál fantasma? ―me contestó mi prima.
―El fantasma que estaba en el cuarto del loco.
Mi madrina rio por mi respuesta, pero luego me reprochó:
―Nos has dado un gran susto. Y para tu información en mi familia nunca ha habido locos…
―Nuuunca. Sí, es verdad ―la interrumpió mi abuela con un tonito irónico.
Mi madrina se hizo la desentendida y continuó:
―En mi familia nunca ha habido locos, por lo tanto en nuestra casa no hay un cuarto del loco. Te encontré desmayado en el lugar donde mi papá almacenaba el maíz y las legumbres. Tal vez las palomas que se refugian en ese sitio te asustaron.
―Si el niño dice que vio un fantasma, yo le creo ―la atajó mi abuela.
―Ay, mamá, tú sabes muy bien que él tiene mucha imaginación ―salió mi mamá en defensa de mi madrina.
Yo, para calmar la tensión, comencé a quejarme de unos dolores que no sentía.
―Debió golpearse muy duro cuando saltó el muro. Tiene raspaduras en las rodillas y en los brazos ―expresó mi abuela, preocupada. Luego continuó, dirigiéndose a mí: ―Tranquilo, mi amor, que ahora te vamos a comprar muchos cuadernos bonitos para que dibujes lo que quieras.
 ―Voy a dibujar al fantasma, príncipe de los bisures, que vi en el cuarto del loco.
Todos rieron y mi madrina risueña me preguntó:
―¿Y cómo era ese fantasma, príncipe de los bisures, que viste? ¿Lo recuerdas bien?
―Recuerdo que era muy blanco, con el cabello largo, parecía un príncipe, pero un príncipe pobre. Su rostro lo recuerdo más o menos.
―Si no recuerdas su rostro, invéntale uno. Sí, invéntale uno, pero, por favor, que no se parezca al Loco Lindo ―me dijo mi madrina, risueña, señalando una fotografía Polaroid que descansaba en el tablero del carro y que, sin atreverse a levantar el vuelo, era movida de vez en cuando por la brisa. Yo alcé un poco la cabeza y pude observar detalladamente la instantánea, en ella aparecía mi madrina junto a su esposo Epifanio, Juancito Trucupey y Gelindo Petit. 
¿Gelindo Petiiiiit? Mi mamá como que tenía razón, yo imaginaba mucho. Seguro aquel fantasma también lo imaginé, como imaginaba ahora una fotografía de Trina Payares y Gelindo Petit juntos y revueltos, y para colmo con Juancito Trucupey. Si hubiese estado Gelindo con Epifanio, no habría dudado de que era una foto verdadera, pero Gelindo con esos otros dos no, no, no. “Como que en verdad fue duro el golpe que me di al lanzarme del muro.  Me está haciendo imaginar más de la cuenta”, pensé. “Si mi madrina se entera de que la he imaginado en una foto con Gelindo, no me regala nunca más un cuaderno de dibujo”. 
*
Estuve dos días sin asistir a la escuela. Mi mamá consideraba que era mejor que me repusiera completamente de los golpes y raspaduras antes de volver a mis clases. Ella temía que me diera un vahído y, lo que era peor, que volviera a imaginar fantasmas. Durante esos días no hice más que dibujar. Dibujé al fantasma, príncipe de los bisures, tantas veces que mis manos se agarrotaron. Lo dibujé con el rostro del hombre que aparece en el envase de la avena Quaker, pero no tan rozagante, porque mi fantasma seguro no tomaba avena, pues estaba muy flaquito.
El día que al fin me dejaron ir a la escuela, todos mis compañeros al verme me rodearon. Sabían que a mí me gustaba mucho ir a clases y solo faltaba cuando estaba enfermo, como la vez que tuve sarampión, por lo que suponían que mi ausencia debió ser por algo extraordinario. Así lo comprobaron al escuchar mi relato.
Les hablé del reptil iridiscente que había visto, el más grande del mundo, y Veroes preguntó:
―¿No sería un dinosaurio?
―¿Cómo va a ser un dinosaurio? ―le respondió Dirinot―. Los dinosaurios se extinguieron. Yo creo que pudo haber sido un dragón. ¿Lo viste echar fuego por la boca?
―No me acuerdo, de lo que sí me acuerdo es del fantasma que vi en casa de mi madrina.
―¿Un fantasma? ¿Y cómo era el fantasma? ―interrogó Palencia.
―Blaaaaanco y con el pelo largo y amarillito ―le respondí―. Pero yo creo que lo imaginé, mi mamá dice que yo soy muy imaginativo y a veces me creo lo que imagino.
―¿Y si de verdad existe ese fantasma? ―volvió a preguntar Palencia. Luego propuso: ―Deberías volver y comprobarlo.   
―No puedo volver, ya le di un susto a mi mamá, a mi abuela, a mi madrina y a mi prima, porque cuando vi el fantasma me desmayé, si les doy otro susto me van a castigar.
Noté a todos un poco desconcertados con mi respuesta por lo que, para animarlos, les prometí regresar cualquier día al traspatio de la casa de mi madrina en busca del fantasma, príncipe de los bisures, que habitaba en el cuarto del loco
En los días siguientes intenté en un par de oportunidades llegarme hasta el confín de la casa de los Payares, pero cada vez que pretendía saltar el muro me encontraba con mi madrina quien, sentada en el poyo de una de las enormes ventanas, donde solía leer sus gruesos libros, me pedía con voz amorosa que no volviese a saltar la cerca porque podía golpearme nuevamente. Así que no hubo un tercer intento. No lo hubo por esos días.
*
Lo que sí hubo por esos días fue un revuelo en la ciudad, pues el maestro Teodosio, por recomendación de su tren ejecutivo, había ordenado desmontar una escultura ubicada en la redoma que unía las avenidas El Indio y Las Arenas. Aquella obra había sido colocada en el sitio a comienzos de la democracia. Todos la llamaban Las tres nubes. Consistía en tres platillos ovoides de poca profundidad, suspendidos, a distintas alturas, por tubos delgados. El primer platillo, de abajo hacia arriba, era amarillo y el más grande; el segundo era naranja y de menor tamaño, y el último, era el más pequeño y estaba pintado de rojo.  
Nadie sabía con exactitud quien era el autor de la obra, unos decían que era de un escultor norteamericano, otros decían que aquella estructura no era más que  los restos de una fuente de agua que había funcionado en los años sesenta y que había sido clausurada porque los fuertes vientos de la ciudad dispersaban el agua mojando a los transeúntes. De ahí, decían algunos, se derivaba su nombre Las tres nubes, pues su agua caía como lluvia sobre esa parte de la ciudad.
Esa mañana, cuando leyeron el artículo, publicado tanto en El Matutino como en El Pasquín, donde Trina Payares expresaba su queja por la destrucción de la escultura, muchos se lamentaron, pero nadie hizo el menor intento por detener el trabajo de los obreros, los cuales iban y venían con herramientas con las que desmontaban los platos para subirlos luego a un camión. 
Cuando embarcaban el último plato, el amarillo, Gelindo pasó frente al lugar y se orilló para presenciar mejor el momento.
―¿Qué destino les esperará a Las tres nubes? ¿Han escuchado algo? ―le preguntó Gelindo a un obrero.
―Dicen que se las llevan para un museo de Caracas ―le respondió el hombre.
Tanto los obreros como los transeúntes que reconocieron a Gelindo sonrieron porque tenían fresco el recuerdo del día cuando el muchacho se despojó de su calzado con la intención de introducirse en las tibias aguas de la más baja de las nubes.
Había preguntado a su acompañante, la Pelo Lindo, sobre aquellas bandejas tan grandes y coloridas. Ella le había comentado lo que decía todo el mundo, que las llamaban Las tres nubes y las habían colocado ahí a comienzos de la democracia, que habían sido una fuente, pero que ahora contenían agua solo en tiempos de lluvia, y que eran el abrevadero de los pájaros de los paisajes circundantes.
Gelindo le dio varias vueltas a la redoma observando la estructura de bandejas ovoides. Luego orilló su recién adquirido Camaro, se despojó de sus zapatos y caminó por el asfalto encendido hasta la fuente, su intención era mojar sus pies en ella, pero al llegar se dio cuenta de que la bandeja inferior, ubicada a la altura de su cintura, estaba seca, entonces trepó hasta la segunda bandeja, y al verla también seca decidió trepar hasta la última bandeja, no lo hizo con la intención de mojarse en ella, porque ya sabía que ninguna de las bandejas contenía agua, sino para llevar a cabo una idea que se le había ocurrido al sentir la fuerte brisa: enarbolar en lo más alto del asta central su propia bandera, la multicolor camisa Fiorucci que cubría su torso.
Cuando descendió, la Pelo Lindo lo esperaba riendo. También lo esperaba un policía dándose golpecitos en la palma de la mano con la porra.
―Cédula de identidad, ciudadano, y documentación del vehículo ―le pidió el oficial de estatura diminuta y poco peso, con voz engolada y actitud histriónica.
―Disculpe, señor policía, en este momento no cargo mis documentos.
―Mal, muy mal… Acaba de cometer usted varios delitos. ¿Sabía eso?
―No lo sabía. ¿Cuáles delitos?
―Alteración del orden público, entre otros…. Como mínimo le sale la aplicación de la Ley sobre Vagos y Maleantes. Tiene que acompañarme a la comandancia.
La Pelo Lindo, al escuchar esta orden del policía, batió su brillante melena de un lado a otro y trató de intervenir en favor de Gelindo:
―Disculpe, sargento…
―Sargento no. Cabo. Cabo Matute.
Gelindo al escuchar el apellido del policía no pudo seguir conteniendo la risa, que desde hacía rato pugnaba por liberarse, así que dejó escapar un largo ¡jaaaaaaaaaaaaaa! que la brisa se encargó de lanzar una, dos, tres cuadras hacia el oeste. Aquella risa enfureció al agente del orden, quien de inmediato lo amenazó:
―¡¿Usted me ve cara de payaso, ciudadano?! ¡Usted se está burlando de la autoridad. Mínimo le salen setenta y dos horas de arresto!
La Pelo Lindo, conciliadora, reanudó su intervención:
―Discúlpelo, cabo Matute. Usted por lo visto no sabe quién es él.
―¿Y quién se supone que es el caballerito? ―le increpó el policía con tono irónico.
Gelindo conteniendo la risa, le respondió.
―Yo soy un cantante muy famoso, cabo Matute. Vine a la ciudad invitado por esta señorita. ¿Sí sabe quién es ella? Ella es Evelín Leyba, la que hacía la cuña del champú. La de: “Hola, Pelo Lindo…”
El policía escrutó a Evelín con la mirada y pareció emocionarse, luego tras una leve tos le expresó:
―Disculpe, señorita Pelo Lindo, pero la ley es la ley, ni que este caballero fuera el hijo del gobernador dejaría de cumplir con mi deber. Usted se puede ir, señorita, pero el cantante queda arrestado.
Gelindo le dio las llaves del Camaro a Evelín y le pidió que fuese a avisarle del inconveniente a doña Céfora.
―No, ciudadano ―lo atajó el cabo Matute―, el carro también queda retenido por falta de documentación.
―¿Usted nos escoltará en la patrulla hasta la comisaría? ―le preguntó Gelindo.
―Negativo, ciudadano, yo voy con ustedes en el vehículo, yo ando a pie porque no tenemos patrullas disponibles.
Gelindo no pudo disimular la risa y nuevamente su “¡jaaaaaaaaa!” recorrió una, dos, tres cuadras hacia el oeste, pero esta vez también hacia el este. El cabo Matute levantó una ceja y se volvió a dar golpecitos con la porra, esta vez más fuertes, en la palma de la mano.
―Perdone, cabo Matute. Vamos a la comisaría. Haremos lo que usted diga.
Los tres abordaron el Camaro. Evelín se sentó en el asiento trasero, Gelindo en el del piloto y el cabo Matute, más que sentarse, se arrellanó  en el asiento del copiloto, lo hizo como si abordara el carro de su mejor amigo. Abrió las piernas, sacó el brazo por la ventanilla y comenzó a silbar la canción que salía en aquel momento del reproductor de casetes.
*
―Solo a ti se te ocurre, Matute, arrestar al hijo del maestro Teodosio Petit. ¿Tú quieres irte para el aeropuerto a vigilar burros? ―le reprochó el comisario jefe al policía una hora más tarde.
―No lo arresté, jefe, lo invité a la comisaría para aconsejarlo.
―¿Y quién te dijo, Matute, que tú eres cura para andar dando consejos?
*
Aquel fue el acontecimiento más comentado durante un mes, aproximadamente, en el café Paraíso, en la plaza Falcón y en la entrada del cine Rex. Sucedió a eso de las cuatro de la tarde, al día siguiente de la segunda llegada de Gelindo a la ciudad, el mismo día que el gerente de la agencia Libia, le entregó las llaves de su Camaro rojo.
Gelindo llegó a la ciudad sin que nadie lo esperara. Solo habían transcurrido unos quince días desde su partida, por eso todos en su casa se impresionaron cuando lo vieron bajarse del taxi, el cual entró a los jardines de La Huerta tocando insistentemente la corneta, a petición de él. Cuando doña Céfora, Olguita y la servidumbre salieron alarmadas, ya Gelindo se había bajado del taxi y parado frente a la casa, con tres grandes maletas descansando a sus pies, sonriendo mientras se atusaba su melena afro.
Doña Céfora y Olguita, asombradas y risueñas, fueron hasta él  y lo besaron tanto que Gelindo tuvo que zafárseles y correr hacia la casa por temor a ser devorado por su madre y su hermana.
Uno de los hombres que trabajaba en la casa se ofreció a cargar las maletas, pero una de ellas estaba tan pesada que resbaló de la mano del obrero y rodó por los escalones de la entrada. Cuando la maleta se detuvo se abrió y saltaron de ella decenas de elepés y pequeños discos de 45 rpm. Los que veían la escena quedaron fascinados con las imágenes que ilustraban las carátulas regadas por el jardín, había muchos colores en ellas, fuentes tipográficas luminosas, personajes y paisajes fantásticos. Era aquella la maleta de un mago.
El obrero que cargaba las maletas se apresuró a recoger los discos y otro obrero corrió a alcanzar un tubo de cartón que rodaba, por el sendero enladrillado, hacia la calle. La tapa del cilindro se soltó y del interior se escapó un lienzo, el cual fue lanzado por la brisa contra la cerca, y ahí estuvo sostenido por el viento durante unos segundos, los suficientes para que todos pudieran ver la imagen de un hombre de ojos rasgados y labios pintarrajeados de carmín.
―Lindo, todos estamos contentos por tenerte aquí nuevamente- le dijo el maestro Teodosio esa noche cuando llegó a casa―, pero no voy a hacer una fiesta como le hicieron al hijo pródigo, porque eres capaz de querer irte mañana. Ojalá esta vez permanezcas con nosotros un poco más de tiempo.
―No, maestro Teodosio…
A Gelindo le hacía gracia llamar a su padre así: maestro Teodosio. Especialmente cuando este lo regañaba, pues sabía que con ello lo molestaba.
―No me digas que te vas mañana ―lo interrumpió el papá.
―Pero déjame hablar, maestro Teodosio. Me vine, no sé por cuánto tiempo.
―Pero si vas a estar aquí, tienes que ir pensando qué vas a hacer con tu vida, ya has perdido casi tres años en los Estados Unidos ―le reprochó el padre.
―Yo no he perdido ese tiempo, maestro Teodosio. He vivido y vivir no es perder tiempo. No sé hasta cuándo estaré aquí. Yo me vine porque me gustaron las historias de esta ciudad, me gustó como me trató la gente; y porque quiero ser locutor y tener un programa de música disco en la radio. Iré a Caracas a presentar la prueba para obtener el certificado de locución. Solo te pido algo muy sencillo, necesito un carro, no voy a andar con Tinche Jordán todo el día, como señorita de colegio de monjas, en tu carro que más bien parece el carro de un mafioso de la cosa nostra.
―Respeeeta, Lindo. Respeeeta ―le pidió el maestro Teodosio sonriendo―. Te puedo dar un “volvagito” ―agregó, refiriéndose a un Volkswagen escarabajo.
―No. Yo quiero un Camaro. Yo soy un hijito de papá, no el cobrador de una casa comercial.

Y al día siguiente, el único Camaro rojo que había en la Agencia Automotriz Libia comenzó a recorrer las calles de la ciudad con la melena de la Pelo Lindo ―quien había volado a la ciudad en cuanto se enteró de que Gelindo había vuelto― flotando en su interior y moviéndose, por la acción del viento, al ritmo de canciones como esta: “Night fever, night fever./ We know how to do it./ Gimme that night fever, night fever/. We know how to show it”.  



_________________________________
FUENTES DE IMÁGENES

5 comentarios:

  1. Excelente José. ¿Quién no ha perseguido bisures atraído por sus colores? Vivencial. Muy buen capítulo.

    ResponderEliminar
  2. "He vivido, y vivir no es perder tiempo" Qué maravilla, José. Un abrazo!

    ResponderEliminar
  3. Hermosoooooooo. Quede intrigada con el fantasma, principe de los bisures

    ResponderEliminar