miércoles, 26 de octubre de 2016

LADO A - SURCO DOS



SURCO DOS


Juancito Trucupey no se llamaba Juancito Trucupey. Se llamaba Juan Garcés Matías, pero lo llamaban como el personaje de la canción del compositor Luis Kalaff porque esa era su melodía favorita.
Juancito no se perdía ninguna fiesta a la que lo invitaban y, como el de la canción, no desperdiciaba ocasión para formar sus propias rumbas, en las que solo sonaban ritmos tropicales: guarachas, porros, merengues, sones; sobre todo las canciones de La Dimensión Latina, orquesta por la que Juancito deliraba, al punto que uno de sus grandes deseos era tener unos bigotes torrenciales como los del excantante de ese conjunto, Oscar D’León, y no aquel mostachito insignificante que más bien parecía una fila de hormiguitas. Habría querido Juancito Trucupey tener el pelo africano e hirsuto de aquel cantante, pero la naturaleza lo dotó de un cabello lacio que la brisa despeinaba con facilidad y él se empeñaba en retener tras sus desproporcionadas orejas.  
Quiso el destino que Juancito fuese hijo de la maestra Josefa, la cual era de apellido Matías, por lo que la gente bromeaba diciendo que la casa de Juancito parecía un disco de La Dimensión Latina, porque todos tenían el nombre de una canción de esa orquesta. Aquel comentario por supuesto que llenaba de orgullo al locutor.   

*
El día que Disco y juventud no salió al aire, el programa Juancito y su combo, de Juan Garcés, mejor conocido como Juancito Trucupey, comenzó con la canción que él decía reservar para ocasiones especiales. Sin embargo, esa canción sonaba todos los días al iniciarse su programa:
“Juancito Trucupey me dijo/ que tiene una fiesta formá/ pa tocá con su tambora/ allá por la madrugá./ Juancito Trucupey, (muchacho),/ es un hombre popular, (a veces)./ Ay, Juancito Trucupey, (compadre),/ es un hombre popular…”.


Todos sabíamos que Juancito a cualquier día le daba el calificativo de especial solo para tener la excusa para formar la rumba.
Cuando terminó la canción, Juancito, eufórico, saludó a la audiencia gritando como siempre:
―¡Chévere, chévere, chévere cambuuuur! ―para luego agregar más calmado: ―Así me siento yo y así quiero que se sientan ustedes: chévere cambur pintón. Y hoy más que nunca, porque se ha hecho justicia y se le ha quitado a la música foránea que alienaba a nuestra juventud el espacio que no le correspondía. Me refiero a ese programa, que no voy a mencionar, el cual solo transmitía música guachi-guachi, que nada tiene que ver con nuestras raíces. ¡Por eso estamos de fiesta! Y para que siga la rumba y complacer a Marlene, en la calle Libertad, aquí les dejo a Larry Harlow con El paso de Encarnación.
Mientras veía el disco girar al tiempo que el estudio era invadido por la clave del son, Juancito sostuvo una de esas sonrisas que lo caracterizaban, muy parecida a la de Pepe Cortisona, el personaje del comic Condorito: “La trigueña Encarnación/ cuando se pone a bailar/ no hace más que tararear/ lo que el conjunto interpreta…”. Seguro que media ciudad estaría tamborileando sobre una mesa, moviéndose rítmicamente en el asiento de un transporte colectivo o llevando la clave con las paletas de mover el dulce de leche




Pero la celebración de Juancito, en esta oportunidad, sería breve porque al día siguiente, minutos antes de iniciar su programa, al monitorear la programación de La Mensajera, escuchó aquella voz con acento caraqueño, que tanto lo había perturbado durante los últimos meses, exclamar:
            −¡Jelóuuuu, bíurifol pípol del desiertooo!  ¡En el aire Disco y juventud!

*
            Esa tarde el programa Juancito y su combo comenzó con la canción Llorarás, hecho que fue interpretado por los oyentes como una respuesta y un anuncio de venganza dirigidos a Disco y juventud por la canción con la que este programa se había iniciado.
            Los radioescuchas de Gelindo no podían salir de su asombro al escuchar nuevamente la voz de su locutor consentido, se había dicho que su programa no saldría al aire nunca más, pero la estupefacción no era solo por ese hecho sino porque la voz de Gelindo tenía de fondo el intro de la canción Josefa Matía. La gente se preguntaba: ¿Se volvió loco el Loco? ¿Por qué un programa de disco music transmite Josefa Matía? Seguro se equivocó el operador, se dijeron algunos. No, seguro Lindo Petit quiere tener un acto de nobleza con Juancito Trucupey y de esa manera demostrarle que no le guarda rencor por sus comentarios del día anterior, aseguraron otros. Nada de eso, lo más probable es que Trina Payares y Juancito hayan triunfado y ya no transmitirán en la radio local canciones en inglés; si al Loco Lindo le han permitido salir al aire nuevamente será para presentar las canciones de la Fania All Star, de la Dimensión Latina o de la Billo’s Caracas Boys, aseguraron los más arriesgados antes que estallara la voz de Oscar D’León:
            “De los pájaros del monte,/ Josefa Matía,/ yo quisiera ser canario,/ Josefa Matía,/ para guarachar contigo,/ Josefa Matía…”.


            Al poco tiempo, casi todos los radioescuchas canturreaban el estribillo de la canción: “lelolei lelolaila”, “lelolei lelolaila”, incluso mis primos, quienes pensaron: “Si al Loco Lindo ahora le gusta La Dimensión Latina, a nosotros también nos tendrá que gustar”.  
            El único que no canturreaba era Juancito Trucupey, quien enfurecido se mordía el bigote y juraba venganza. Quienes acompañaban a Juancito esa tarde en el estudio estallaron en carcajadas por la ocurrencia de Gelindo, cada uno tenía una interpretación del hecho, pero ninguna coincidía con la de Juancito.
            ―¿Pero es que no se dan cuenta de que el seretón de Lindo Petit me está mentando la madre?
            Todos rieron aún más. Rieron por la ocurrencia de Gelindo, por la furia de Juancito y por esa forma tan regional que tenía este de insultar a quien le caía mal, llamándolo seretón, nombre de un ser del imaginario sobrenatural de la ciudad que, según decían, se hacía invisible o se transformaba en animal para poseer a las jóvenes de las cuales se enamoraba.
            De las tres personas que lo acompañaban: Juvenal Primera, el productor; Hermes Atienza, el musicalizador; y Osiris Chirino, el operador, dos le dieron la razón, solo para verlo más enfurecido; y uno, seguro fue Osiris, trató de convencerlo de que estaba malinterpretando a Gelindo “porque el Loco Lindo no es hombre de andar con esas vainas. Él, dentro de su locura, es un hombre serio”.
            Juancito Trucupey decía que no y que no, que ese Loco Lindo se las iba a pagar, que lo iba hacer llorar como una niña y le pidió a Osiris que tuviera listo el long play de La Dimensión Latina donde estaba Llorarás, porque salían al aire con esa canción, pero solo con el estribillo. Y así fue:  
            “Llorarás, llorarás, llorarás, (llorarás)./ Como lo sufrí yo, (llorarás)./ Oye, tú llorarás, (llorarás)./ Nadie te comprenderá, (lloraras),/ todo lo malo que hiciste, (llorarás)./ Oye, mira, lo pagarás, (llorarás)./ Llorarás, llorarás, (llorarás)./ Llorarás, llorarás, (llorarás)./ Tú me hiciste sufrir, (llorarás),/ ahora el que ríe soy yo, (llorarás). Que no, que no, que sí, que sí, (llorarás)…”


            La ciudad estaba en vilo, los que no escuchaban la radio a esa hora fueron avisados por los que habían sido testigos del inicio de la batalla entre Gelindo y Juancito Trucupey y en poco tiempo la ciudad disfrutaba de aquella original y festiva contienda. Cuando culminó Llorarás, Juancito le ordenó al aperador que hiciera sonar cualquier melodía porque seguro la gente iba a cambiar de dial para escuchar la respuesta de Gelindo.
            ―Escuchemos con qué nos sale el Loco Lindo. Anda buscando La chica plástica de Rubén Blades. Ponla a partir de donde dice: “Él era un muchacho plástico” −y diciendo esto comenzó a escuchar Disco y juventud, justo en el momento en que Gelindo explicaba el origen de la canción que escucharía su audiencia.
            ―Un grupo de jóvenes negros, en cierta oportunidad, quisieron entrar al templo de la cultura pop de New York, Studio 54, pero fueron rechazados en la puerta, así que decepcionados se dirigieron a su casa a componer la siguiente canción… ¡BIÚRIFOL PÍPOL DEL DESIERTOOO, PARA TODOS LOS QUE SE HAN SENTIDO RECHAZADOS O ALGUIEN HA QUERIDO SACAR DE ALGÚN LUGAR, AQUÍ LES DEJO “LE FREAK”, DEL GRUPO CHIC! ―exclamó Gelindo con más fuerza que nunca y, seguidamente, por todos los rincones de la ciudad se escuchó:
            “Aaaaah. Freak out!/ Le Freak, C'est Chic/ Freak out!/ Aaaaah. Freak out!/ Le Freak, C'est Chic/ Freak out!”.
            Qué alegría sintieron mis primos al escuchar aquella canción, estaban eufóricos y, por supuesto, yo me contagié. Los tres bailamos con mucha energía y gritamos, hasta la afonía, el estribillo:
            “Aaaaah. Freak out!/ Le Freak, C'est Chic/ Freak out!/ Aaaaah. Freak out!/ Le Freak, C'est Chic/ Freak out!”.




            Yo no sabía qué era lo que decía la canción, pero gritaba lo que creía escuchar: “¡fritao!”. Mi prima se rio mucho y me enseñó la pronunciación correcta, también me tradujo al español el estribillo:
            ―Es algo así como: fuera los bichos raros o fuera los monstruos.
            “Es algo así como”, esa era la frase favorita de mi prima cuando traducía algo, siempre me dejaba con la duda. Mi prima sabía un poco de inglés porque estudiaba con las monjas para ser maestra, y las monjas, se decía, enseñaban mucho. Yo siempre le pedía a mi prima que me copiara las canciones para tratar de aprendérmelas, cosa que me costaba bastante porque si leía el español con dificultad, imposible imaginarse cómo leía el inglés. Ella me copiaba las canciones en un cuadernito que yo tenía especialmente para eso, me las copiaba pero según la fonética para que se me hiciera más fácil.
            ―Ahora me copias la canción del grupo Chic ―le pedí exhausto cuando terminó Le Freak y Gelindo anunció la canción YMCA de Village People que, claramente, era el paréntesis para que cambiáramos de dial y escucháramos la reacción de Juancito, el cual debía estar como los toros de las comiquitas, lanzando humo por la nariz y por los oídos, no porque estuviera fumando sino por la ira que estaría sintiendo.
            La respuesta de Juancito fue contundente y genial. Es que Juancito era genial, aunque mis primos y yo no lo reconociéramos en aquel entonces y lo tildáramos de ordinario y bruto. Juancito en una demostración de amplio conocimiento de la música que transmitía le pidió presuroso a Osiris:
            ―Búscate el disco de Roberto Roena y su Apollo Sound y pon a sonar el surco uno del lado A.
            Osiris sonrió porque sabía que aquella era la canción más acertada para responderle a Gelindo, y Juancito, que había estado nervioso y circunspecto durante el desarrollo de la contienda, volvió a esbozar su acostumbrada sonrisa de personaje de comic.
            ―Mis queridos radioescuchas, la salsa llegó para quedarse, la salsa es vida y filosofía, la salsa tiene una respuesta para todas tus inquietudes, no te vuelvas loco, loco, quédate como yo, tranquilo.
            Y al terminar Juancito de decir esto, la voz de Roberto Roena hizo explosión:
 “Y tú loco, loco, pero yo tranquilo./ Y tú loco, loco, pero yo tranquilo// Viendo un zapatero ñoco/ siempre se le enreda el hilo,/ el tipo se vuelve loco,/ tú loco loco, yo tranquilo.// Dicen que estás como coco/ como navaja e dos filos,/ el oro te volvió loco/ tú loco, loco, yo tranquilo”.


La ciudad entera, entonces, se convirtió en una carcajada de más de tres sílabas. Gelindo, que siempre mantenía el buen humor, también celebró la ocurrencia de su rival, lo hizo con su original risa de una sola sílaba y vocal prolongada: “¡Jaaaaaa!”. Nunca he escuchado una risa igual a aquella de Gelindo. Sonaba como si se le quedara atascada en la garganta, ansiosa por salir, pero imposibilitada de hacerlo. Sin embargo, se escuchaba tan sincera y tan divertida que, como todo lo que hacía Gelindo, muchos terminaron imitándola.
Esa tarde, cada vez que Juancito hacía un comentario o anunciaba una canción, Gelindo lanzaba su “¡jaaaaaa!”. Lo hacía también cuando a él le tocaba salir al aire, lo que exasperaba a Juancito sobremanera, porque Juancito no se daba cuenta de que Gelindo con su risa monosilábica no estaba burlándose de él sino celebrándolo, reconociendo su talento, su pasión y su gracia.
Todos esperamos expectantes la respuesta de Gelindo a la canción Tú, loco loco. Pensamos que la tenía difícil, que arriaría las banderas, pero exhalamos aliviados cuando lo escuchamos decir:
―Biúrifol pípol del desierto, tal vez estemos adoloridos del golpe que nos asestaron hace dos días, y que nos dejó fuera del aire. Un golpe que nos dejó locos, locos, ¡jaaaaaa!, pero ¡SOBREVIVIENDOOOOO! Como lo cantan los Bee Gees en Staying Alive ―en realidad no dijo Staying Alive así, sino: “Estiyiiiin alaiiiiiv”.
¡Por todos los cielos!, el grito de mi prima se escuchó hasta en las Antillas Neerlandesas y estuvo serpenteando por las calles de la ciudad hasta que lo aplacaron las voces que salían de muchas casas, voces que imitaban pésimamente el tono agudo de los Bee Gees e intentaban con tururús y tararás seguir la letra de la canción:
“Well, you can tell by the way I use my walk,/ I’m a woman’s man: no time to talk./ Music loud and women warm,/  I’ve been kicked around/ since I was born”.


Yo también cantaba a plena voz Staying Alive, pero, desde luego, como casi todos los que escuchábamos en aquel momento la canción, solo imitaba la fonética y lo que salía de mi boca no tenía nada que ver con lo que interpretaban los Bee Gees. Lo que sí pronunciaba bien era el estribillo:
“Ah, ha, ha, ha, stayin’ alive, stayin’ alive./ Ah, ha, ha, ha, stayin’ alive”.
Y no era necesario que impostara la voz porque mi voz era tan aguda como la de Robin, Maurice y Barry Gibb.
“Ah, ha, ha, ha, stayin’ alive, stayin’ alive./ Ah, ha, ha, ha, stayin’ alive”. Seguía cantando yo mientras giraba como John Travolta e imaginaba que era el principito de un pequeño planeta, cubierto de espejos, que flotaba sobre la pista de una discoteca, donde cientos de personas coreaban también: “Ah, ha, ha, ha, stayin’ alive, stayin’ alive./ Ah, ha, ha, ha, stayin’ alive”.

*
Entre salsa y disco music transcurrió pronto la hora que duraban los programas de Gelindo y Juancito Trucupey. Gelindo quiso terminar su programa del día con una salsa, cerrando así el círculo que había iniciado. La gente que escuchaba no dudó esta vez de la intención del locutor en la escogencia de la canción. Guantanamera era esa canción. Por supuesto que no había dudas en los escuchas. Por supuesto que no había ingenuidad en Gelindo. Por supuesto que todos sabían a quién iba dirigida aquella canción que muchos acompañaron con las palmas:
 “Guantanamera, guajira guantanamera,/ guantanamera, guajira guantanamera.// Yo soy un hombre sincero/ de donde crece la palma,/ yo soy un hombre sincero/ de donde crece la palma/ y antes de morirme quiero/ cantar mis versos del alma”.


Mientras sonaba la canción, el nombre de Trina Payares se convirtió en un mantra pronunciado cada vez que Celia Cruz modulaba la palabra “guajira”, al punto de que lo que se escuchaba era: Trina Payares, guajira Trina Payares, Trina Payares, guajira Trina Payares.
No hubo quien no celebrara la ocurrencia de Gelindo. Excepto Juancito Trucupey y Trina Payares, claro está.
Hasta Epifanio, contaban, quien escuchaba la guerra musical tomándose un café guayoyo tras otro en el Café Paraíso, se retorcía de la risa. Trina Payares, por el contrario, temblaba de indignación al tiempo que destapaba su máquina de escribir Remington, bien aceitada, para redactar una edición especial de El Pasquín.
Por su lado, Juancito Trucupey, cuando se acercaba el final de la canción Guantanamera, le pidió presuroso a Osiris que buscase la canción El Nazareno, cantada por Ismael Rivera, para invocar con ella a El Altísimo y dejar bien claro que en  aquel mano a mano él era Florentino, no el diablo, en alusión a una vieja leyenda que contaba el enfrentamiento de un coplero con Satanás.
Juancito deseó que cuando Gelindo escuchase la canción de El Nazareno se esfumara como lo hizo el diablo de la leyenda al oír a Florentino pronunciar las advocaciones de la Virgen; pero Gelindo, que no simpatizaba con expresiones tan costumbristas, y solo creía en la leyenda de Tony Manero, estaba feliz en su cabina, celebrando con su risa monosilábica, en compañía de su gente, el regreso al aire de Disco y juventud; atendiendo él mismo las decenas de llamadas de apoyo, seleccionando la discografía del programa del día siguiente, porque estaba seguro de que continuaría sobreviviendo, y nosotros sus incondicionales idólatras continuaríamos repitiendo el mantra “staying alive, staying alive…” por siempre… Bueno, hasta que Gloria Gaynor nos enseñara, unos meses más tarde, otro mantra que decía: “I will survive”.
Se contaba que, esa noche, Juancito había recorrido todos los bares de la ciudad presumiendo de haber obtenido la victoria, pero siempre había alguien que para verlo enfurecido le decía:
―Juancito, el Loco Lindo te dejó en la lona.
Y él respondía, perdiendo por un momento su sonrisa:
―¡Tenés vista! ―que era su manera de decirle a ese alguien que estaba equivocado.
Cuando Gelindo se enteró de los comentarios de Juancito, no le dio a estos la mínima importancia porque él se consideraba un perdedor.
―Los perdedores nos divertimos más. Yo no nací para ganar, yo nací para divertirme.
Y a lo largo de sus 19 años de edad lo había dejado muy evidenciado. En el club infantil de béisbol al que perteneció, por insistencia del papá, siempre fue el peor jugador; en el equipo de futbolito de la escuela le temían porque cada vez que le daba una patada al balón rompía un vidrio de la oficina del director. Por otra parte, su promedio de notas en la primaria y el bachillerato nunca superó los doce puntos. Cuando se graduó de bachiller se fue, con una beca que llamaban Gran Mariscal de Ayacucho, a estudiar a los Estados Unidos. Allá cursó dos o tres carreras, pero no logró culminar ninguna. Regresó al país dos años más tarde sin ningún título, pero sí con un cargamento de discos y el cuadro de un chino de piel naranja y labios azules que le regaló un pintor pop amigo suyo.

*
Al contrario de lo que pensaba Juancito, yo estaba convencido de que él era el diablo. El diablo de la salsa.  El diablo malo de la salsa, quiero decir, porque Oscar D’León era el diablo bueno de la salsa. El diablo bueno y llorón. No como Juancito quien, para mí, era tan malo que no me lo imaginaba llorando. Yo creía que Juancito no había llorado nunca, ni cuando era chiquito. Meses más tarde me enteré de que en una ocasión, según, estuvo a punto  de hacerlo.
Aquella noche, de tanto que dibujé, llené varias veces mi cajita de lata, de esas donde venían las galletas de soda, con la viruta de mis lápices de color. Dibujé a Juancito muchas veces, lo dibujé como un diablo, tocando timbales, con su colita y sus cachos de chivo, con sus ojos de fuego y su tridente. También lo dibujé junto a mi madrina Trina Payares. Ella como una bruja y él como lo que era, el diablo malo de la salsa.
A Gelindo lo dibujé, nuevamente, como John Travolta en Fiebre de sábado por la noche, yo no había visto la película, pero me la sabía de memoria por los comentarios de mis primos y por las fotografías que aparecían en las revistas. Debo aclarar que el traje blanco con el que dibujé a Gelindo no era un esmoquin sino una túnica como la del ángel de la portada de un catecismo. La pose sí era la de Travolta: mano derecha alzada, con el dedo índice extendido emanando una luz incandescente, y la otra mano apuñada a la altura de su cadera ligeramente levantada hacia la izquierda. Donde gasté más lápices de color fue en el piso. Mucho rojo y mucho amarillo y mucho azul. Y mucho plateado también, no en el piso sino en la bola de espejos que dibujé detrás de Gelindo y sobre la cual me dibujé yo, de pie con una bufanda larguísima; a mi lado, una flor con la cara de Juancito Trucupey y una serpiente, con la cara de mi madrina Trina Payares.    

jueves, 20 de octubre de 2016

LADO A - SURCO UNO


−Me pregunto si las futuras generaciones sabrán quiénes éramos.
−Me parece que no.
−Con el paso del tiempo todo se olvida.

Woody Allen, Días de radio


¡Alirón!, ¡alirón!, ¡pon pon!

                                                 José Luis Sáenz Heredia, Historias de la radio


LADO A

SURCO UNO


Gelindo tenía la voz grave, musical y dulce; grave y musical como el sonido del viento de nuestra ciudad, y dulce como el ají, aunque, como lo escribiera un cronista de Indias de nombre Miro Popic, el dulzor del ají es una de nuestras más deliciosas mentiras, no como la dulzura de Gelindo, que sí era real, tanto como él. Sí, Gelindo era tan real que, como sucede con lo verdaderamente real, se convirtió en la leyenda más relatada por todos y, con el tiempo, como sucede con toda leyenda, no hubo quien no dudara de que hubiese existido. Hasta yo, que lo conocí tanto. 
Gelindo olía a yerbabuena, eso decían; sin embargo, lo recuerdo más oliendo a cilantro. Tal vez no era a ninguno de los dos olores sino a uno de esos perfumes de moda para la época, conocidos aquí solo a través de las revistas, perfume que él posiblemente había traído del Norte.
Yo vi a Gelindo por primera vez un mediodía, el más luminoso de todos los que he vivido, cuando ambos caminábamos por la avenida Manaure. Yo venía de mi escuela, me había desviado de mi ruta habitual para complacer a mis compañeros, y él caminaba en dirección contraria a la mía con su rostro abrillantado por el sol al reflejarse en las diminutas gotas de sudor que nacían de sus poros. Supe que era Gelindo desde que lo vi a distancia, era tal cual me lo había imaginado con la ayuda de los cuentos y  comentarios de mi primo y mi prima, ambos adolescentes. Cuando pasó a mi lado sentí el olor a cilantro y no pude contener un saludo: “¡Hola, Loco Lindo!”, le dije casi gritando. Él bajó su mirada hasta mis ocho años y pude ver en ella todos los tonos de azul y verde de mis lápices de color. “¡Qué hubo, chamín!”, me respondió, entonces yo lancé una carcajada porque nunca nadie me había dicho “chamín” y la palabra me resultaba graciosa, además estaba contento porque Lindo Petit me había saludado.
Seguí a Gelindo con la mirada mientras caminábamos, lo vi atusarse su cabello frondoso, que me recordaba a ratos el follaje de un árbol y a ratos esas esponjas redondas que cubren los micrófonos; lo vi saludar, al tiempo que jugueteaba con las llaves de su Camaro rojo, lo recuerdo claramente, al doctor Marcos Jacobo, escritor de crónicas y mi pediatra, quien tenía su consultorio cerca. También lo vi saludar a otros transeúntes.
            Al tropezar con un poste desvié por unos segundos la mirada y cuando quise visualizar nuevamente a Gelindo este había desaparecido, justo frente a la puerta de La Mensajera.  
*
Esa tarde no pude ir a casa de mis primos como era mi costumbre. La maestra me había asignado muchas tareas: caligrafías, sumas y restas, las cuales terminé de realizar muy tarde; sin embargo, cuando lo hice, todavía estaba a tiempo de escuchar, como era habitual, el capítulo de la novela que mi tío abuelo me leía puntualmente cada tarde, cuando llegaba de su trabajo como telegrafista.
Tío Abue, como me gustaba llamarlo, estaba jubilado desde hacía un par de años, pero se negaba a dejar de asistir a las oficinas telegráficas, así que sus compañeros, como lo apreciaban mucho, le permitían enviar o traducir del Morse unos dos mensajes diarios, y eso lo mantenía medianamente conforme. Tío Abue  era hermano de mi abuela materna y, debido a que él nunca se casó ni tuvo hijos, siempre vivió con ella y la ayudó en la culminación de la crianza de mi mamá y de mis dos tíos desde que mi abuelo salió al exilio en los tiempos de la dictadura militar de Marcos Pérez Jiménez.
Mi abuelo no regresó al país al ser derrocado el dictador, como sí lo hicieron sus compañeros. Mi abuela, quien ya hacía tiempo no recibía las cartas de Filotea Ramones ―pseudónimo  usado por mi abuelo para burlar la persecución del gobierno―, hizo maletas y se fue a buscarlo a Curazao, luego a Aruba y, finalmente, a Bonaire, donde lo consiguió sentado sobre una vértebra de ballena, frente a una cabaña donde, como un perro guardián, esperaba que la preciosa antillana, gigantesca y negra como el café cerrero, que habitaba en ella, correspondiera a su amor, cosa que tal vez nunca ocurrió; un amor que lo mantenía delirando, ajeno al mundo, con la mirada fija en la puerta de la choza o en las redondeces de la mujer cuando esta salía de su humilde hogar.
Al volver, sola, mi abuela contó, abatida por la tristeza, lo sucedido, y  a partir de entonces en casa se evitaba hablar de Filotea Ramones, o de… qué sé yo como se llamaría mi abuelo materno. Yo escuché su historia quizás una sola vez. Mi mamá y mis tíos siempre decían que ellos tenían un solo padre y era Tío Abue. Claro, Tío Abue era el nombre que yo le daba. Ellos le decían por su nombre de pila.
*
Tío Abue llegaba a casa todas las tardes a las seis. A esa hora  yo, que ya había realizado mis tareas y acababa de regresar de visitar a mis primos, lo esperaba asomado en el postigo de la ventana, subido en el poyo de la misma. Nada más hacía entrar a la casa, Tío Abue dejaba el sombrero y el saco en el perchero y buscaba el libro que me estuviera leyendo, luego se arrellanaba en su mecedora de madera de cardón, y yo me sentaba a escucharlo y a balancearme en una mecedora más pequeña  ubicada frente a él.
La proximidad del final de una novela me generaba mucha ansiedad. Siempre era así. Quería saber pronto el desenlace de la historia, pero Tío Abue parecía disfrutar cuando cerraba el libro y me veía angustiado suplicándole que continuara leyendo. Entonces me pedía:
―Ten calma. ¿No sabes que lo bueno se hace esperar? ―Y luego agregaba, como si fuese Scherezade: ―Si tienes calma verás que nada es comparable con lo que te leeré mañana.
Yo creo que Tío Abue pensaba que si finalizaba una historia o dejaba de leer se moriría, por eso siempre que se acercaba a la última página de un libro ya tenía a mano un título nuevo. Era fascinante cómo luego del final de un libro y antes del comienzo del otro, Tío Abue inventaba un episodio que uniera las dos historias. Él quería hacerme creer que aquel episodio estaba en la primera página del libro que iniciaba, y simulaba leer, pero yo sabía que estaba inventando todo porque su tono de voz era diferente. Yo no le decía nada no se fuera a disgustar y me dejara con las ganas de escuchar sobre aquel mundo mágico que estaba por comenzar.  
Recuerdo que ese día, cuando Tío Abue se sentó en su mecedora y yo en la mía, mi mamá nos extendió el habitual vaso de Toddy ―mi bebida achocolatada favorita―, espeso, como tanto me gustaba. Al contemplar el contenido del vaso transparente que sudaba por el frío, recordé el color de la piel de Lindo Petit, o de Gelindo, su nombre de pila, como preferí llamarlo desde aquel momento solo para llevarle la contraria a quienes lo llamaban con el apodo de Loco Lindo.
*
Al día siguiente, mientras la maestra corregía nuestros dictados, dibujé a Gelindo. Lo hice larguirucho, como era él, con su afro tupido de líneas curvas trazadas con mi lápiz de color marrón; eran líneas que remedaban la letra “e” minúscula del método Palmer, tal cual había visto hacerla a mi prima, que estudiaba con las monjas. Líneas sobre líneas, “es” sobre “es”, habían ido convirtiendo el afro de Gelindo en una selva castaña. Lo vestí como Jhon Travolta, porque así estaba en mi imaginación, y le dibujé unos zapatos, de esos que llamaban “machotes”, los cuales me quedaron como unos hipopótamos, igualitos a los que él usaba el día anterior. Del lado izquierdo de Gelindo dibujé su Camaro rojo.
Les mostré el dibujo a todos mis compañeros y les conté que un día antes había visto a Gelindo en la calle. Todos me hicieron preguntas. Hasta la maestra me hizo preguntas, y mientras las hacía le brillaban los ojos. Yo creo que ella también estaba enamorada de Gelindo, como mi prima. Esta vez la maestra no me castigó por estar dibujando en el salón en lugar de estar haciendo la copia de un texto que nos había asignado. Más bien me dijo: “Qué bonito te quedó ese dibujo. Lindo Petit quedó idéntico”. Y se rio.
Mis compañeros, para no quedarse atrás, comenzaron a contar historias de Gelindo. Que si Lindo Petit esto, que si el Loco Lindo lo otro. Algunas historias eran muy graciosas, otras contenían tantas exageraciones que no dejaban ninguna duda de que provenían de la imaginación. Yo no sé qué mentiroso inventó que los niños siempre dicen la verdad. A no ser que para los niños lo único verdadero es lo que surge de su imaginación.
Alguien dijo, por ejemplo, que había visto a Gelindo manejando su Camaro, cosa habitual, pero que al carro le habían salido unas alas en las puertas y se había elevado propulsado por columnas de fuego. Otro dijo que había visto a Gelindo guardar un disco de la banda musical Los Terrícolas en la espesura de su afro. Yo supe que eso era mentira porque cualquiera, menos ese tonto, sabía que a Gelindo no le gustaban Los Terrícolas. Por algo era el Loco Lindo. Si se hubiese guardado un disco en su afro habría sido uno de los Bee Gees.
Al salir de clases, todo el salón se encaminó hacia la avenida Manaure para pasar frente a La Mensajera, esperando ver a Gelindo por los alrededores, pero había sido una casualidad que el día anterior estuviese por ahí a esa hora, seguramente había ido a alguna reunión con su director, don Pepe López, quien solía realizar las reuniones de trabajo, según contaban, a pleno mediodía.
A quien vimos entrar a La Mensajera fue a Epifanio Colina, vestido con su traje safari de siempre, y llevando su cabello lisito y abundante peinado, como de costumbre, impecablemente de medio lado. Aquel cabello de Epifanio era negrísimo como la montura de pasta de los anteojos que usaba, los cuales tenían cristales tan gruesos como fondos de botellas, igualitos a los míos. Me imagino que cuando él estaba en la escuela también le decían cuatro ojos. Epifanio caminaba apuradito como huyendo de alguien. Siempre caminaba así. Lo sabía porque Epifanio era mi vecino, vivía frente a mi casa con su esposa, Trina Payares, mi madrina, mujer hermosa cuya imagen  despertaba en mí una inconmensurable fascinación: rasgos indígenas, cabello largo, enmarañado, teñido de rojo, y cuerpo delgado envuelto en vaporosas mantas guajiras, algunas de ellas confeccionadas por mi mamá. Cuando, en plena calle, Trina Payares abría los brazos para recibir a alguna persona de sus afectos, todos pensábamos que se elevaría como un papagayo, pero mi madrina era muy fuerte, a pesar de que no lo parecía, y los ventarrones al pasar solo mecían su vestimenta y su cabello, no su cuerpo delgado que parecía tener raíces aferradas al pavimento.
De niño, era la imagen de Trina Payares el motivo de mi fascinación, pero en la medida que fui creciendo y fui aprendiendo a descifrar los códigos que empleaban en mi casa para contar las historias de esta mujer, los intríngulis de su vida pasaron a ocupar uno de los primeros lugares  en la lista de mis obsesiones.
*
Cuando llegué a casa escuché la voz de Epifanio en la cocina, compitiendo con el chillido que emitía la cebolla al transparentarse y dorarse en el aceite caliente, y con el sonido producido por el cuchillo al golpear la tabla luego de cortar en pequeños cuadros los tomates, pimentones y  ajíes que les darían sabor a las caraotas sobrantes del día anterior, y que ahora serían refritas por la abuela.
Pero la inconfundible voz de Epifanio se imponía y zumbaba por todos los rincones de la casa. Me gustaba escuchar a Epifanio. Él era la única persona, conocida por mí, que emitía un leve silbido al pronunciar la “ese” al final de las palabras. Por eso, como lo hacía todos los días al llegar de la escuela, seguí hasta la cocina la voz de Epifanio y me senté frente al radio de donde esta provenía.
A la una del mediodía se iniciaba el programa de Epifanio en la estación de radio La Mensajera, y se extendía hasta las tres de la tarde. Para mí era un gusto escuchar a este locutor pronunciar el nombre y el lema de la emisora radial “La Mensajera, el espíritu de la ciudad”. Pronunciaba “La Mensajera” alargando las “es”, así: “La Meeensajeeera”. También me gustaba escucharlo pronunciar el nombre de su programa Música para sentir, esta vez prolongaba la “u”: “Múúúsica para sentir”, y enfatizaba la palabra “sentir”, esto último lo hacía desde que muchos habían comenzado a llamar su programa meridiano, el cual solo transmitía boleros y baladas, “Música para dormir”.
Había mucha gente que era cruel con Epifanio. No solo le cambiaban el nombre a su programa diario, Música para sentir, sino también a su programa de los domingos en la tarde, Música de los vientos, en el cual transmitía música académica. Entre risas la gente malvada decía cosas como: “Ya va a comenzar el programa de Epifanio, Música de los muertos”. Aquello molestaba mucho al esposo de mi madrina, quien limpiando sus anteojos afanosamente, como lo hacía siempre que lo atacaban los nervios por la ira, soltaba:
―Por eso es que esta ciudad no progresa, porque hay mucha gente mala.
Y luego se despejaba, con su mano temblorosa, el cabello lisito que se había precipitado sobre su frente por el movimiento hecho con su cabeza al pronunciar con énfasis la penúltima “a” de la palabra “mala”.
Cada vez que Epifanio sacaba el pañuelo de uno de los bolsillos de su safari para limpiar los anteojos, el ambiente se llenaba de un penetrante olor a lavanda. Aquel olor, entonces, pasaba a advertir a las personas que se le acercaban o que estaban a su alrededor que debían andarse con cuidado porque aquel hombre afilaba su lengua cuando lo atacaban los nervios. Y hasta el gobernador, el maestro Teodosio Petit, decía que no había en la ciudad nada más peligroso que Epifanio Colina con la lengua afilada.
*
   Al terminar el programa de Epifanio, la casa se llenaba de algarabía, pues a esa hora comenzaba La rumba del pueblo, con Pablito Barragán.
                Aquel día la primera canción que sonó al terminar el programa de Epifanio fue una muy graciosa que decía:
             “Clodomiro, Clodomiro,/ ¿para dónde vas tan serio?/ Voy a ver un partidito/ allá por el cementerio./ Y en asunto de mujeres,/ ¿cómo te trata la vida?/ Me defiendo, me defiendo/ como gato panza arriba”.
            Todos en la casa  tararearon aquella canción, y la siguiente, y la siguiente, todas de un cantante de nombre Mejía Godoy que estaba sonando sin tregua en todo el país. La Mensajera había decidido no quedarse atrás y aquel día le dedicó el programa La rumba del pueblo a aquel artista.


            Las canciones se repetían tanto, por solicitud de los oyentes, que a mitad del programa el disco ya presentaba rayas. En vez de escucharse: “Clodomiro, Clodomiro, ¿para dónde vas tan serio?”; se escuchaba: “Clo-ro serio, Clo-ro serio”, y mi abuela, que tenía una obsesión con la ropa limpia, dijo en una de esas:
            ―Ese cloro debe ser muy bueno, voy a ir a la bodega de Rubén a ver si ya les llegó.
            De todas esas canciones que sonaron durante dos horas, la que a mí me gustaba era una que decía:
             “Son tus perjúmenes, mujer,/ los que me sulibeeeyan,/ los que me sulibeeeyan,/ son tus perjúmenes, mujer.// Tus ojos son de colibrí,/ ay, cómo me aleteeeyaaan,/ ay, cómo me aleteeeyaaan,/ tus ojos son de colibrí”.




            Esa sí la canté, deseando que mis primos no me escucharan porque se iban a reír de mí, pues para ellos escuchar, cantar o bailar cualquier otro género musical que no fuese disco music era peor que ser fanático del equipo de béisbol Navegantes del Magallanes.
            ―Ese pequeño pecado lo perdonamos. Pero no el gusto por la salsa o Clodomiro, Clodomiro. Alguien con esos gustos se merece el infierno ―solían decir por aquellos días. Y yo no quería cometer ese pecado tan grande, si no ¿con qué cara iba a mirar al cura cuando me tocara confesarme para recibir la primera comunión?
            Por eso, cuando a las cinco de la tarde mi mamá cambiaba de dial para escuchar en Ondas del Mar el programa de música latina que conducía  Juancito Trucupey, yo saltaba el muro que separaba el patio de mi casa del patio de la casa de mis primos y me instalaba con ellos a escuchar Disco y juventud, el mejor programa del mundo, al aire desde hacía pocos meses, transmitido por La Mensajera y conducido por ese locutor tan gracioso que al comenzar la transmisión decía gritando:
            ―¡Jelóuuuu, biúrifol pípol del desiertooo! ¡En el aire: Disco y juventud!
            Aquellas palabras nos emocionaban a los tres: a mi prima a mi primo y a mí. Y la emoción se volvía euforia cuando el operador incrementaba el volumen de la cortina musical, que siempre era el intro de alguna canción de los Bee Gees o de Diana Ross.
            Pero  la tarde aquella, al saltar el muro, vi en el rostro de mis primos que algo andaba realmente mal. El radio estaba apagado y desde mi casa llegaba el rumor de la voz de Juancito Trucupey prometiéndoles a los oyentes complacerlos con la canción que solicitaran mediante una llamada telefónica, y ofreciendo de regalo afiches de Celia Cruz a quienes estuvieran de cumpleaños ―“de pláceme”, decía él― en esa fecha.     
            ―Todo es culpa de tu malva-hada madrina, de tu aloca-hada madrina ―me dijo mi prima, haciendo un juego de palabras con la expresión que yo solía usar para referirme a Trina Payares: mi hada madrina.
            ―Si fuera por Trina Payares todavía estuviéramos haciendo dibujitos sobre las piedras ―expresó mi primo, indignado―, ella está estancada en el pasado. Se viste como una guajira…
            ―Pero se pinta el pelo de rojo con tinte de Igora Royal, no con onoto  ―lo interrumpió ella.  
            ―¡Ja, ja, ja, ja! ―celebraron los dos el chiste.
            Yo no podía defender a mi madrina porque no sabía aún lo que estaba sucediendo, aunque no me gustaba para nada que estuvieran hablando así de ella. Para mí ella era un ser mágico, y si bien nunca me regaló juguetes de moda, ropa y cadenitas de oro, como las otras madrinas a sus ahijados, ella me regalaba lotes de cuadernos para dibujar, además de cajas de zapatos vacías, que a mí me gustaban mucho. Jamás se imaginó mi madrina que en uno de aquellos cuadernos, que me regalaba en Navidad y en mi cumpleaños, yo la dibujaría, esa noche, como una bruja malvada, con su pelo batido por el viento, al alcanzar las alturas, montada sobre una escoba hecha con chamizas.
*
            En mi dibujo, Trina Payares tenía el pelo más rojo que nunca, ahí gasté casi todo mi lápiz de color rojo toscano; y la mitad del amarillo canario, porque dibujé parte de sus greñas como si se le estuvieran quemando. Le dibujé un sombrero puntiagudo con una hebilla, de esos que usan las brujas, las de los libros de cuentos, claro, no las reales como la señora Fulgencia, la única bruja que yo conocía. La señora Fulgencia, quien iba siempre a mi casa porque era muy amiga de mi abuela, usaba era una pañoleta, y no veía la buenaventura en una bola de cristal sino en la borra del café.
            Aunque mi madrina Trina Payares no creía en supercherías, le habría encantado que la dibujara parecida a la señora Fulgencia y no a una bruja nórdica con sombrero puntiagudo y zapatitos de charol, de esas que aparecen en los libros de cuentos infantiles “transculturizantes”. Así habría dicho mi madrina: “transculturizante”, porque esa era una de sus palabras favoritas. Y esa fue, precisamente, la palabra que escribí repetida, como una plana, en el periódico que llevaba en la mano derecha la bruja de mi dibujo, y la repetí tanto porque mi madrina también la repitió hasta la saciedad en el artículo de prensa que había publicado el día anterior en El Pasquín, un periódico de distribución semanal que ella misma imprimía en una extraña máquina llamada multígrafo cuya función no sé exactamente cuál era, si cubrir el rostro y las manos de Trina Payares de tinta o imprimir sus “ideas incendiarias”, como solía decir mi abuela, repitiendo las palabras que le escuchara al maestro Teodosio Petit en una reunión del partido en el que ella militaba con devoción.                       
Yo, en aquel entonces, aún leía deletreando las palabras y tardaba mucho para completar una oración, y más un párrafo, por lo que mi prima me arrebató El Pasquín que me había dado minutos antes para que me enterara de “lo que es capaz de hacer un ser tan perverso como tu querida madrina Trina Payares”.
Después de reprocharme mi torpeza lectora, mi prima leyó con rimbombancia el título del artículo: “Gelindo Petit, un agente transculturizante”. Para luego continuar: “En los últimos meses las ondas hertzianas de la radio con mayor arraigo popular de la ciudad se han visto permeadas por la manía esnobista, transculturizante y antilatinoamericanista de un locutor que todos llaman el Loco Lindo”.
Yo la verdad no entendí mucho, pero supuse que todos aquellos adjetivos eran muy ofensivos, a juzgar por los gestos que hacía mi prima al pronunciarlos, su ceño y nariz se fruncían después de cada palabra como si estuviera comiendo urupagua, esa fruta amarga que las amigas de mi abuela le traían de la sierra.
Disco y juventud no saldrá al aire hoy, ¿no lo sabías? No saldrá al aire nunca más. El de ayer fue el último programa. Lindo Petit se reunió ayer al mediodía con Don Pepe López y le presentó su renuncia. Dicen que el maestro Teodosio se lo exigió porque no quiere problemas con nadie. Las elecciones están muy cerca ―me explicó mi primo.
―La culpable es ella, la Trina Payares, por publicar ese artículo en El Pasquín de ayer. El que anda muy feliz es Juancito Trucupey ―dijo mi prima, al tiempo que colocaba en el tocadiscos un long play de The Jackson 5.