miércoles, 30 de noviembre de 2016

LADO B - SURCO UNO


LADO B
  
Me dices loco,
 porque me río
 cuando debiera, tal vez, llorar.
 Me dices loco,
 porque he llorado
 cuando era todo felicidad.

No me comprendes,
 me dices loco. Solo te inspiro curiosidad.

Bola de Nieve

   
SURCO UNO


Naranja. En la década de los años setenta del siglo XX, todo era naranja. Los televisores y los radios. Los sofás y las sillas del comedor. El papel tapiz, las alfombras, las cortinas del baño, las cenefas de las cortinas de las ventanas, las lámparas, los exprimidores de naranjas, menos las naranjas, claro, porque en este trópico las naranjas nunca han sido de color naranja. Todo lo demás sí: las zanahorias, las auyamas, las mandarinas y hasta los tomates, pero no las naranjas. Los carros también eran naranja. Menos el de Gelindo, que era rojo, y el del maestro Teodosio que era azul marino, y los carros fúnebres, las patrullas y las ambulancias. De resto todos eran naranja, desde el Volkswagen Brasilia de Epifanio Colina hasta el Mustang de la Pelo Lindo. Incluso, en las cancioncitas tontas que cantaban las niñas en la escuela no podían faltar las naranjas: “Naranjas chinas,/ limón pintón,/ dame un besito/ en el corazón.” O: “Naranjas chinas,/ limón francés,/ dame un besito/ si me querés”.
Yo cierro los ojos, para sintonizar los años setenta, y comienzo a ver todo naranja. En ese entonces yo creía que solo los que usábamos anteojos veíamos las cosas de ese color. Pensaba que nuestros anteojos los hacía un mago con esa intención; desde luego, también pensaba que los lentes tenían un pequeño defecto, por eso algunas cosas las veíamos en otros tonos.
Cada vez que mi mamá me llevaba al oftalmólogo, en un descuido de ella y del doctor Espinoza, levantaba una cortinita (naranja) que había en el consultorio y que servía para separar ese espacio de otro donde el doctor guardaba todos los lentecitos que iba poniendo ante nuestros ojos para que leyéramos el abecedario. Levantaba aquella cortinita con el deseo de ver detrás, sobre una silla, una cabeza gigante, la del mago, que me dijera:
―Yo soy el Grande, el Poderosísimoooooo, el Terribleeeee ¿Tú quién eres y para qué me buscas?
Pero no. Nunca veía al fulano mago. Solo las cajitas de madera. Entonces me decepcionaba, y me lamentaba de no haber nacido en la Ciudad Esmeralda, donde sí había un mago, un mago que además era el que gobernaba, y seguro vestía ropajes mágicos, no como el maestro Teodosio, que solo usaba guayaberas. Guayaberas blancas. Si al menos hubiesen sido guayaberas naranja, como las camisas de Juancito Trucupey, habría pensado que el gobernador Teodosio Petit sí era un mago.
Por cierto, no recuerdo a Juancito vestido de otro color. Imagino que tenía un armario lleno de camisas naranja. Hay una imagen que nunca olvidaré de él: estaba vestido con una camisa de poliéster de su color favorito. Debió ser una noche muy calurosa porque la camisa se le adhería al cuerpo con el sudor. También vestía un saco beige y un pantalón del mismo color, sostenido con una correa de hebilla gigante. Juancito estaba parado al lado de una cantante, mirándola embobado. La artista lucía un vestido de escote recto sostenido de los hombros por dos finos listones. El traje estaba recamado en lentejuelas verde caramelo y en el lado izquierdo tenía a lo largo de la pierna una abertura que dejaba ver una fina línea de piel.
Toda aquella luz de las lentejuelas del atavío de la artista reverberaba en la fotografía realizada por mi papá con su Polaroid en un evento llamado Festival del Caribe. La camisa de Juancito Trucupey también reverberaba. Aquella era la imagen del encuentro de dos mundos, el de Ciudad Esmeralda y el de Ciudad Naranja. Porque aquella cantante debía de venir de la ciudad del Gran Oz.  Tal vez ella era el mismísimo Oz metamorfoseado en una diva.

*
“Porque soy así/ me llaman loco,/ nadie sabe mi dolor/ es que me conocen poco.// Loco, loco voy por la vida,/ canto, río y sufro también./ Soy humano y todo me pasa,/ por eso siempre yo loco seré.// Y cada día más loco estaré”. 


Decían que con esa canción de Héctor Lavoe había iniciado Juancito Trucupey su programa al siguiente día de que la Pelo Lindo tomara la foto que vi en el Volkswagen Brasilia de Epifanio y luego en casa de mi madrina.
―Esta canción estuvo dedicada a mi nuevo amigo del alma, Lindo Petit― cuentan que expresó Juancito al finalizar el tema.
Los radioescuchas fieles a Juancito quedaron atónitos con su dedicatoria. No todos, claro, algunos ya se habían enterado de la reciente amistad entre los dos rivales, pues los que habían estado en El Bar de Loco Lindo, llamado hasta la noche anterior La Esquina Gardeliana, se habían dedicado esa mañana a comentar lo sucedido: los abrazos entre los dos locutores, las risas, las fotos, los ¡salud! antes de cada trago, la cantadera de Trina, la reidera de Trina por todo lo que decía el Loco Lindo, la sudadera de Epifanio cada vez que Gelindo lo abrazaba ―cosa lógica, pensaba yo, por aquel calorón que hizo esa noche―, los tragos de cocuy con refresco sabor a colita y con ponche crema de la Pelo Lindo…
Gelindo, cuando alguien le comentó lo que había dicho Juancito en su programa, tomó el teléfono y lo llamó a la emisora Ondas del Mar para agradecerle el gesto.
―Tú no tienes que agradecerme nada, Loco Lindo, es más, chico, vamos a celebrarlo.
―¿A celebrar qué, Juancito? ―quiso saber Gelindo.
―A celebrar que te dediqué una canción y tú me llamaste.
―¡Jaaaaaaaaa!― se rio Gelindo al constatar que Juancito tenía bien ganado su apodo―. ¿Y en dónde lo celebraremos? ¿En La Esquina Gardeliana?
―Yo no conozco ningún bar que se llame La Esquina Gardeliana. Yo conozco es un bar que se llama El Bar de Loco Lindo.
Gelindo rio con más ganas.
―Pero no, no vamos a celebrar en El Bar de Loco Lindo. Hoy vamos a celebrar en una fiestecita que tienen las Navarrete porque terminaron su curso de secretariado bilingüe por correspondencia. Vamos a hacer algo, pásame buscando a eso de las ocho. Ah, invita a tu novia. A las Navarrete les va a gustar que haya una celebridad local en su fiesta, así tendrán a alguien a quien criticar y la fiesta será un éxito.
Y eso hizo Gelindo, invitó a la Evelín, pero esta estuvo reacia a asistir a una fiesta con gente que no era de su entorno. Seguro que no estaría ninguno de sus excompañeros del colegio, mucho menos alguno de sus vecinos de la avenida La Heroica. Lo más seguro era que se aburriría y no tendría más opción que hacer bombitas de chicle y acariciarse un mechón de su cabello al tiempo que pensaba en sus amigos de Caracas, que a esa hora estarían en Le Club relatando las anécdotas de sus viajes a Orlando.
“No. No y no”. Respondió Evelín a la invitación de Gelindo. Pero horas más tarde estaba sentada junto a una de las Navarrete, dándole consejos sobre el cuidado del cabello y comiendo trocitos de queso, de los que pinchaban con palillos que luego hendían en la pulpa de una manzana. No había por aquellos tiempos en la ciudad una fiesta sin una o muchas manzanas como esa, y las fiestas de las Navarrete no podían ser la excepción.
Las Navarrete, Isbelia y Eglée, eran unas muchachas muy agraciadas. Parecían gemelas, pero Eglée le llevaba a Isbelia casi dos años de diferencia. La primera tenía diecinueve años y la otra dieciocho. Isbelia era la novia de Juancito y, como a él, le gustaban mucho las fiestas. Era muy amistosa, conversadora y preguntona con la gente que acababa de conocer. Esa fue la impresión que dejó en Evelín a quien, según le confesó esta a Gelindo, dejó exhausta con el interrogatorio que le hizo.
Pero Isbelia no solo le hizo preguntas a Evelín, también le hizo confesiones. Le contó que Juancito Trucupey primero fue novio de su hermana Eglée, pero Eglée era una muchacha muy tranquila, de poco salir a fiestas y de poco hablar, además bailaba muy mal. Por lo que cuando Juancito y Eglée se enamoraron se llevaban a Isbelia a las fiestas para que bailara con él. Así, poco a poco, Isbelia y Juancito se fueron enamorando y una noche, en una fiesta con La Billo’s Caracas Boys en el Círculo Militar, Juancito fue llevando a Isbelia, al ritmo de la canción El brujo, hasta el centro de la pista. Isbelia iba canturriando:
“Un señor de Margarita,/ llamado Ñero Baruta,/ se presentó donde el brujo/ para hacerle una consulta:/ Perdone usted la molestia,/ que a preguntarle yo vengo/ qué debo hacer, señor brujo,/ con el problema que tengo./ Soy padre de cinco hijos/ y muchas obligaciones,/ pero, señor, no me olvido que ahí vienen las elecciones./ Dígame usted, señor brujo,/ por quién yo debo votar/ pa cumplir con mis deberes de ciudadano ejemplar…”


Juancito sentía en su mejilla y en su oreja el vientecito que producía el canturreo de Isbelia, y aquello le causaba una deliciosa cosquilla. Como reacción, el locutor presionaba su mano izquierda sobre la espalda de la muchacha, atrayéndola cada vez más hacia él hasta que los cuerpos estuvieron tan cerca que el uno sentía el latido del corazón del otro. Estaban tan cerca que cuando la orquesta comenzó la ejecución del bolero “El último suspiro” no había ni un milímetro de separación entre ellos. Su respiración estaba agitada y sus rostros brillaban por el sudor, sus ojos también brillaban. Eglée desde la mesa donde se encontraba había intentado varias veces ubicarlos con la mirada, pero le había sido imposible, solo los pudo ubicar cuando muchas parejas exhaustas comenzaron a abandonar la pista luego de que el maestro Billo marcara los tiempos, los músicos descargaran su pasión en sus instrumentos, y el solista entonara:
“El último suspiro de mi vida/ por ti lo he de exhalar,/ el último preludio de mi lira también por ti será…”
Al escuchar aquella primera estrofa, Juancito sintió un hilo de fuego ascendiéndole desde la ingle hasta el cerebro.
“La vida se me escapa lentamente, /no lo puedo evitar,/ y escucha de esta súplica doliente/ mi tristísimo cantar”.
Siguió modulando el cantante de la orquesta. Isbelia quiso levantar la vista para mirar al artista, pero el roce del bigote de Juancito sobre su cuello y luego sobre su mejilla la habían debilitado, ella era en ese momento solo una frazada de seda en los brazos del hombre.
“Cantar cuando se pierde/ la esperanza/ de volver a besar/ y en mis brazos tener/ el cuerpo virginal/ de tan linda mujer”.


Isbelia sintió la lengua de Juancito recorrer su oreja y su mejilla. La sintió llamar a su boca y entrar desaforada. En ese instante, dos parejas que bailaban frente a ellos se deslizaron un poco, una a cada lado, como telón, y Eglée pudo ver a su hermana y a su novio inmóviles, en el centro de la pista, pero agitados más allá de sus labios.

Las parejas que se habían movido volvieron al centro y ocultaron nuevamente a Isbelia y Juancito segundos antes de que finalizara la canción. Cuando retornaron a la mesa, Eglée los esperaba de pie, con su cartera en la mano.
―¿Qué pasó, mi caralinda? ―le preguntó Juancito a Eglée―. Te veo como disgustada. ¿Alguien se propasó contigo?
―No seas tan ridículo, Juan Garcés ―le respondió Eglée con rabia.
―Ay, Eglée, pero a ti no se te puede hablar― le reprochó Isbelia.
―Vamos al baño un momento― ordenó Eglée a su hermana tomándola con fuerza por un brazo.
―¿Pero vamos a dejar a Juancito solo? ―preguntó Isbelia con un tono de ingenuidad fingida.
―¿Y por qué no? ¿Yo sí puedo quedarme sentada sola toda la noche? ―le contestó Eglée a su hermana, impulsándola por el brazo hacia los tocadores.
―Pero, hermanita, ¿qué es lo que te pasa? ―quiso saber Isbelia cuando llegaron al sanitario. Me dejaste las uñas marcadas en el brazo.
―Que te vi besuqueándote con el desgraciado de Juancito Garcés.
―¿Quéééééé? ¡Ay, no. Los celos te hacen tener visiones!
 ―Mira, Isbelia Coromoto, yo seré muy quietecita, pero boba no soy. Es más, chica, quédate con tu Juancito Trucupey, que son tal para cual. Agradecida estoy de que me quites ese chicle de encima.
*
―Míralas, Loco Lindo. ¿Verdad que son bonitas nuestras novias? Las más bonitas de toda la fiesta ―le comentó Juancito a su amigo mientras ambos, ubicados en una esquina de la sala, miraban a Evelín y a Isbelia conversar―. Yo no dejaría a Isbelia por ninguna mujer del mundo. Esa morena me tiene loco. Yo creo que estoy más loco que tú, Loco Lindo.
―Eso siempre lo he sabido yo, Juancito Trucupey. Aquí el de la locura eres tú, solo que la fama quien la tiene soy yo. Pero no te preocupes, Juan, que yo no se lo diré a nadie, ¡jaaaaaa!.           
―Tú tampoco dejarías a la Evelín, ¿verdad, Loco Lindo?
―Eso no te lo puedo responder, Juancito. En lo único que yo he sido constante en la vida es en la conducción de este programa de radio que nos hizo rivales, pero también amigos. Hoy estoy con Evelín, sí, ¿pero mañana lo estaré? No lo sé. 
―Yo pienso envejecer con Isbelia, Loco Lindo.
―Yo solo pienso en vivir mi juventud, hoy con Evelín o con María Conchita Alonso mañana, si el destino me da la oportunidad.
―Por cierto, Loco Lindo, hablando de la farándula, ¿sabes quién va a ser este año el animador del Festival del Caribe?
―¿Quién? ¿Epifanio Colina?
―Nooooo, Loco Lindo. Este que está aquí. Juancito Trucupey Garcés.
Varias parejas que bailaban la canción El caderú, de la orquesta Billo’s Caracas Boys, de vez en cuando le ocultaban a Juancito y a Gelindo la imagen de Isbelia y Evelín, quienes seguían en amena conversación. Mejor dicho, Isbelia seguía en ameno monólogo.
―Ay, Pelo Lindo… perdón, Evelin, yo pensaba que tú eras odiosa y engreída, pero estaba equivocada. Tú si eres chévere. ―Y llamando a Juancito: ―¡Juan, Juan!… Perdóname, Eve. ¿Porque te puedo llamar Eve, verdad? Te voy a dejar un momento porque voy a decirle a Juancito que me invite a bailar, comenzó a sonar mi canción favorita.
Juancito acudió raudo al llamado de la muchacha, esbozando su característica sonrisa.
―Amorcito corazón, invítame a bailar que está sonando mi canción― le pidió Isbelia a Juancito.
―Sí, amorcito corazón, vamos a bailar, pues ―asintió Juancito con el rostro iluminado de contentura.
Desde el tocadiscos la orquesta Billo’s Caracas Boys inundaba la sala con  su música.
“Muchachita, color canela,/ mi cariño, mi porvenir,/ muchachita color canela,/ mi cariño, mi porvenir,/ si te quiero con el alma,/ ven no me hagas más sufrir…”.
Las expresiones en los rostros de Isbelia y  de Juancito eran de éxtasis. Los ojos grandotes y negrísimos de ella se habían vuelto más brillantes y la sonrisa de él era tan ancha como la mitad de una rueda de patilla de buena cosecha.
“Muchachita color canela,/ solamente te quiero a ti./ Muchachita color canela,/ solamente te quiero a ti…”.
A Isbelia y Juancito no les gustaba bailar anclados en un solo sitio sino desplazarse por toda la sala. A no ser que fuese un bolero lo que bailaran. Con canciones como “Muchachita color canela” iban de aquí para allá y de allá para acá. Los otros bailarines tenían que hacerse a un lado para no ser derribados por ellos.
“Muchachita Color canela,/ dame un beso y seré feliz./ Muchachita color canela,/ solamente te quiero a ti./ Muchachita color canela,/ a tu lado quiero vivir…”.


En el momento en que Isbelia y Juancito iban carialegres de un lado a otro de la sala, Eglée se les acercó a Gelindo y  Evelín.
―Qué bueno que hayan venido. Yo siempre escucho tu programa, Loco Lindo. A mí me gusta mucho el disco music. Isbelia y yo siempre peleamos por eso. ¿Tú me puedes enseñar a bailar disco music, Loco Lindo? Claro, si a Evelín no le importa.
―Por supuesto que puedo, Eglée ―fue la respuesta de Gelindo―. Cuando tú quieras.
―Ahora mismo ―dijo rauda Eglée.
―¿Ahora?
Eglée, sin esperar la respuesta de Gelindo, se fue veloz hacia el rincón donde estaba el tocadiscos e interrumpió la voz melodiosa que repetía incansable: “Muchachita color canela… Muchachita color canela… Muchachita color canela”. La canción sonaba por segunda vez a petición de  Isbelia.
―¡Pero, Eglée, qué malasangre eres! ―protestó Isbelia cuando dirigió su mirada hacia el rincón del tocadiscos buscando las causas del abrupto final de “su canción”, como decía ella―. ¿Qué te he hecho yo para que me trates así?
En la sala todos se miraron las caras e Isbelia al notarlo clavó su mirada en el piso. Justo en ese momento la aguja del toscadiscos extraía del primer surco del long play del grupo ABBA, que había puesto Eglée, este tema:
You can dance, you can jive,/ having the time of your life./ See that girl, watch that scene,/ diggin’ the dancing queen”.


Gelindo tomó a Eglée por la cintura y la llevó hasta el centro de la pista despejada. Luego la tomó de una mano y le dio varias vueltas hasta que ella mareada se precipitó sobre los brazos masculinos que la aguardaban para inclinarla hacia atrás.
Aplausos en la sala. Eglée se recuperó del mareo e imitó risueña cada paso de baile que hacía Gelindo. En uno de los bordes de la sala, Isbelia cruzada de brazos golpeaba frenéticamente el piso con la punta del zapato, sin llevarle el ritmo a la música,  como sí lo hacían con las palmas casi todos los representes. Juancito, por su parte, con una ceja arqueada le susurró a Isbelia.
―Tan zángana que resultó tu hermanita. Conmigo nunca quiso bailar guaracha, pero mírala con el Loco Lindo, toda una bailarina, que ni la misma Olivia Newton Jhonn. ¡Ay, sí, Eglée, la reina del baile! ―esta última oración la dijo con un tonito irónico. Las otras no, las otras oraciones las dijo con un tono de rencor.
―¿Es que estás celoso acaso? ―le reprochó Isbelia.
―¿Cómo se te ocurre decir eso, amorcito corazón? Cómo voy a estar celoso de la pata chueca de tu hermanita. La mujer que yo amo eres tú.
―Ah. Más te vale ―dijo Isbelia resoplando, con el rostro descompuesto. Luego añadió: ―Eso te pasa por estar invitando al Loco Lindo ese. Pero no te preocupes, esto lo arreglo yo en el acto.
Los invitados ya se estaban animando y bailoteaban- entiéndase aquí bailotear como la acción de bailar tímidamente- en los bordes de la sala, aún sin atreverse a invitar a una pareja. En el pick up, aquel artefacto de madera pulida con esmero, dispuesto en la sala como un tótem, la aguja seguía con su función y dejaba escuchar las voces de ABBA:
 Friday night and the lights are low./ Looking out for the place to go/ Where they play the right music,/ getting in the swing./ You come in to look for a king”.
Isbelia avanzó hacia el pick up con la barbilla alzada, bamboleando exageradamente los brazos y agitando los hombros. Juancito no la pudo detener, a pesar de haberla tomado por un brazo y haberle dicho para calmarla:
―Tranquila, amorcito corazón. Déjalos que bailen un rato. Luego les demostraremos que la reina del baile eres tú.
―No les voy a dar el gusto ―fue la respuesta de ella.
Dicho y hecho. Isbelia, ya ante el artefacto de sonido, devolvió la aguja del aparato a su sitio de descanso para, seguidamente, sacar un disco de la orquesta Los Melódicos de su carátula, ponerlo en el plato y hacerlo sonar. Los invitados al escuchar la pieza que salió del primer surco lanzaron un “¡eeeeehhhh!”. Y se entregaron al baile, como Cayetano, el de la canción:
“Cayetano baila bembé,/ a, e, baila bembé./ Juan el Pita baila bembé,/ a, e, baila bembé./ Échate pa llá, mai men/ con esa saya tan ancha/ que viene la negra Pancha/ que quiere bailar bembé”.


            Cuando los bailarines estaban más eufóricos repitiendo con Víctor Piñero, el cantante de aquel disco de la orquesta Los Melódicos, “baila bembé…. baila bembé… baila bembé”,  Eglée se llegó hasta el tocadiscos y ¡zas!, lo desconectó. Las protestas estallaron en la sala y las hermanas ya afilaban sus uñas de gatas cuando intervino Gelindo para pedirles:
―Cálmense, cálmense. No es necesario llegar a estos extremos, podemos llegar a un acuerdo. Podemos alternar los géneros musicales. Ponemos una salsa, luego un bolero, después un disco music, una guaracha… Así todos bailamos, todos disfrutamos y somos felices.
―Estoy de acuerdo, Loco Lindo ―asintió Eglée―. Falta saber si los señoritos allá −e hizo un gesto con sus labios para señalar a Isbelia y a Juancito-  también están de acuerdo.
―Está bien ―aceptó Isbelia, haciéndole un gesto despectivo con la mirada a Eglée―. Pero con una condición ―y un brillo maléfico se observó en sus ojos―.  Que Eglée baile con mi amorcito corazón las canciones de la Billo´s. Todos se miraron asombrados unos a otros, luego aplaudieron y el tocadiscos volvió a sonar.
La promesa comenzó a cumplirse. La primera canción en sonar fue un disco music y solo bailaron Evelín, Eglée y Gelindo; la segunda canción fue… y al instante se armó una algarabía en la sala cuyo centro se llenó de parejas eufóricas.
―¡Un momento! ―interrumpió Isbelia―.  Mi hermanita allá presente ―y señaló a Eglée, quien esperaba, en un rincón, que sonara otra melodía de su género favorito― no está cumpliendo con su parte.
Juancito Trucupey se dirigió hasta donde estaba Eglée y le ofreció el brazo. Esta se mordió el labio inferior, dibujó un arco con la mirada, levantó una ceja y caminó hasta el centro de la sala sin aceptar la gentileza de Trucupey. Cuando se reanudó la música, Isbelia lanzó una carcajada, pero cuando Eglée comenzó a bailar el rostro de malvada satisfecha de su hermana se transfiguró en uno de malvada confundida. A eso de las doce de la media noche, cuando nuevamente sonó una melodía de la Billo’s, Eglée y Juan Garcés salieron a la pista. Isbelia quiso impedirlo, pero ya el mal estaba hecho.
“El último suspiro de mi vida/ por ti lo he de exhalar,/ el último preludio de mi lira también por ti será…”
Juan apretó a Eglée contra su cuerpo, y la fue apretando más y más a medida que la canción avanzaba. Repentinamente tocó a sus labios y ella, sin demora, lo dejó pasar. Isbelia miró la escena por unos segundos, luego, con la mirada empañada por las lágrimas, caminó hacia el tocadiscos y se apresuró a desconectarlo. Seguidamente, salió corriendo de la sala. Atrás dejó una zapatilla y la risita de los invitados. La risita desapareció pronto, pero la zapatilla amaneció en el mismo lugar porque no hubo príncipe que se aprestara a recogerla.

*

―¿Qué me iba a imaginar yo que la Eglée se tenía muy bien guardada su venganza? Cuando la vi caminar hacia el centro de la sala dije: listo, a reírnos un rato con esta pata chueca, que no sabe bailar merengue ni guaracha. Pero nos sorprendió a todos. Yo no sé si se estaba viendo a escondidas con el desgraciado de Juancito Trucupey y él la enseñó a bailar o era que estaba haciendo un curso de baile por correspondencia, en paralelo con el de secretariado. Escuché a Isbelia decirle a mi mamá cuando le contaba los pormenores de su graduación de secretaria. Eso fue una semana después de aquella fiesta, cuando estuvo en nuestra casa mandándose a hacer un vestidito a lo Grease, para llevarlo al Festival del Caribe donde su hermana Eglée debutaría como cantante y bailarina, con un traje verde esmeralda que, según la gente,  había comprado en Casa Radiante, en Curazao, pero yo estoy seguro que se lo habían confeccionado en la ciudad del Gran Oz.

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FUENTES DE FOTOGRAFÍAS

miércoles, 23 de noviembre de 2016

LADO A - SURCO SEIS

SURCO SEIS

Quien inventó la fotografía debió de ser un mago, pero quien inventó la cámara Polaroid debió de ser el más grande de los hechiceros. Eso lo pensaba yo cada vez que mi papá sacaba su cámara y hacía una foto. Para mí el acto de prestidigitación más extraordinario que podía existir era cuando mi padre oprimía el obturador y de la cámara salía disparado un trozo de papel donde iba apareciendo lentamente ante nuestros ojos la imagen que hacía un momento él había observado a través del visor.
Yo me quedaba en trance mirando cada detalle que iba revelándose en el espacio gelatinoso del rectángulo vertical. Me gustaba observar las sonrisas de la gente, yo creo que las bocas sonrientes era lo primero que se revelaba, luego iban apareciendo las demás partes del rostro. Me parece haber visto fotos que no llegaban a revelarse del todo, solo podían verse en ellas sonrisas flotando como libélulas.
Ese no fue el caso de la foto de Trina Payares, Epifanio Colina, Juancito Trucupey y Gelindo Petit. En esa foto todos estaban completos, incluso Juancito, que en ocasiones tenía una sonrisa más parecida a la de un gato de Cheshire que a la de Pepe Cortisona. Me gustaban las fotos, como esa, en las que todos se abrazan y sonríen, sonríen de verdad, sin tener que decir: “whiiiisky”.
Yo estuve mucho, mucho, rato mirando aquella foto y detallando a cada personaje que en ella aparecía. El primero era Epifanio, vestido con su habitual traje safari y secándose el sudor con su pañuelo oloroso. Lógico, no podía percibir el olor, pero podía imaginarlo porque jamás Epifanio andaba sin un pañuelo perfumado. Luego estaba Trina Payares, con una manta guajira nueva, más colorida que todas sus mantas guajiras. Le seguía Gelindo con la cara un poco inclinada hacia atrás, señal de que estaba a punto de soltar su carcajada monosilábica, y en el extremo derecho estaba Juancito Trucupey, sonriendo y mirando de reojos a Gelindo, como si le acabase de susurrar algo a este.
Solo faltaba en la foto la Pelo Lindo, pero yo creo que fue ella quien tomó la instantánea. Estoy casi seguro porque por un ladito de la foto aparecía algo como un mechoncito de pelo.
Ver aquella foto en un portarretratos, sobre el aguamanil donde también descansaba la foto en la que mi madrina vestía de verde oliva y llevaba un arma como Barbarella, me reconfortó, pues me hizo entender que el día que me llevaron al hospital no había imaginado la foto que el viento movía en el tablero del Volkswagen Brasilia. Y si aquella foto no era producto de mi imaginación, tal vez el fantasma, príncipe de los bisures, tampoco lo era.
Cuando mi madrina, quien había ido a su habitación en busca de una tela para enviársela a mi madre para que le confeccionara una de sus vistosas prendas de vestir, regresó, me encontró sonriendo y me dijo:
―El que se ríe solo, de su picardía se acuerda.
―Madrina, ¿y esa foto? ―me atreví a preguntarle.
―¿Verdad que está bonita? Nos la tomamos días atrás, por insistencia de Epifanio ―me respondió.
―¿Y ese no es Gelindo Petit?
―¿Ah, sí? Para ver… Verdad. No me había dado cuenta ―me dijo en tono evidentemente  juguetón. Luego agregó: ―Claro que es él. Te mostré esa foto el día de tu accidente. 
Yo solté una risa con la sílaba “je” repetida cuatro veces, tomé la tela y el dinero que mi madrina le enviaba a mi mamá como pago por la reparación de los pantalones de Epifanio, cuya entrega era el motivo de mi visita, y corrí a mi casa a dibujar a mi madrina Trina Payares bailando Night Fever con Gelindo Petit, mientras Epifanio, Juancito y la Pelo Lindo, bañados por los destellos de una bola de espejos, aplaudían eufóricos en torno a ellos.
*
Había gran expectativa ese día con el programa de Gelindo. Se había corrido la noticia de que él había retirado esa mañana una encomienda en el correo. La noticia la había propagado Ricardita Gamero, una de las secretarias de la oficina postal. Ricardita se había tomado la atribución de  informar cada mes, a la fanaticada de Disco y juventud, de los envíos discográficos que le hacían a Gelindo desde el Norte.
Nada más enterarse Ricardita de que había llegado algún paquete para Gelindo, agarraba el teléfono y llamaba a dos o tres personas, y estas a dos o tres más y así en pocos segundos toda la ciudad sabía que en breves horas escucharían por las ondas hertzianas de La Mensajera las novedades de la lista Billboard en el género disco music. Bueno, novedades,  novedades, no tanto, porque llegaban con uno o dos meses de retraso.
Una de las personas a las que siempre llamaba Ricardita Gamero era a mi prima, por eso ella estaba tan ansiosa cuando llegué a su casa, luego de llevarle a mi mamá el dinero que le enviara mi madrina.
−¡Niñoooooo, al fin llegas! Pensé que ibas a perderte las novedades que nos tiene para hoy Lindo Petit. Ya va a comenzar el programa ―me reclamó.
―Acabo de ver en casa de mi madrina una foto de ella con Gelindo. También estaban en la foto Epifanio y Juancito Trucupey.
―Ay, primito, es que tú por andar buscando fantasmas donde no se te han perdido, no te enteras de nada. Déjame que te cuente rapidito, antes que comience el programa.
*
La Esquina Gardeliana era un viejo bar ubicado en la calle El Progreso, haciendo esquina con el callejón Laclé, en el centro, pero hacia el sur, casi llegando al barrio Aruba, fundado en la colonia por esclavos que huían de las Antillas Neerlandesas y llegaban a la ciudad procurando libertad. Así, palabras más, palabras menos, le había explicado Tinche Jordán a Gelindo el día que convinieron salir a tomarse unos tragos. La propuesta había sido de Gelindo, pues quería retribuirle de algún modo a su amigo Tinche tanta  bondad hacia él.
Cuando Gelindo, Tinche Jordán y la Pelo Lindo llegaron al bar y se bajaron del Camaro, pudieron escuchar unos tambores que sonaban en las cercanías, y unas voces que repetían:
“Catanga tanga, eso es el cigarro/ Catanga tanga, eso es el cigarro/ Catanga tanga Catanga tanga…”
A Gelindo le pareció muy graciosa la canción, por lo que sonriente le comentó a Tinche:
―Qué canción tan cómica. Ese Catanga debe fumar más que Martín Yánez y el maestro Teodosio juntos ¿De dónde proviene esa música? ¿Quién canta?
―Esa música viene de casa de Chiquitica Macho, ahí repican el tambor todas las noches. Y la que canta es ella. Cuando éramos muchachos, Teodosio estaba enamorado de Chiquitica y no faltábamos a ninguno de sus toques. A todos nos gustaba ver a Chiquitica batiendo las nalgas cuando bailaba el tambor, tu papá cuando la veía entraba en éxtasis. Un día le declaró su amor y Chiquitica le dijo que pensaría en aceptarlo cuando él aprendiera a tocar tambora porque a ella solo le gustaban los hombres tamboreros, pero Teo no tenía oído musical y por más que lo intentó nunca aprendió a tocar el instrumento. Un día Chiquitica se casó con Benito, el mejor percusionista de la ciudad, y Teo se olvidó de ella. Las últimas seis palabras la pronunció Tinche frente a la puerta del bar, mientras le indicaba a sus acompañantes, con un gesto de su mano, que pasasen adelante.
 Primero pasó Evelín, luego Gelindo y, finalmente, Tinche. Comenzaba a fluir de la rockola la voz de Hugo del Carril: “Niño bien, pretencioso y engrupido,/ que tenés berretín de figurar;/ niño bien que llevás dos apellidos/ y que usás de escritorio el Petit Bar./ Pelandrún que la vas de distinguido/ y siempre hablás de la estancia de papá,/ mientras tu viejo pa ganarse el puchero,/ todos los días sale a vender fainá”.


―Hablando del rey de Roma… Miren, palabra cierta ―dijo una voz grave que provenía del fondo.
Los tres recién llegados pudieron escuchar claramente el comentario cuando se sentaban a una mesa ubicada muy cerca de la entrada. Desde ahí Gelindo hizo un recorrido visual por el lugar y lo notó muy austero, pero acogedor. Algunas paredes estaban decoradas con unos murales de colores brillantes con escenas de bares en los que famosos artistas del tango cantaban ante un público que libaba, fumaba y bailaba. Notó también Gelindo que todos los presentes los miraban a ellos con curiosidad, sobre todo las tres personas que estaban sentadas al fondo del bar. Al aguzar la mirada reconoció a  Epifanio, su compañero de estación, a quien se había encontrado en un par de oportunidades en las escaleras de La Mensajera.  Gelindo habría querido detenerse y presentársele, porque le habían dicho que aquel era un excelente profesional de la radiodifusión y un hombre muy culto, pero Epifanio siempre andaba tan apurado que apenas le respondía el saludo. A los acompañantes de Epifanio, Gelindo no los había visto nunca, pero no le cupo dudas de quiénes eran, le habían hablado tanto de ellos que sentía que los conocía de toda la vida.
A los pocos minutos varias personas se atrevieron a acercarse a la mesa de Gelindo y saludar a los recién llegados, algunos lo hicieron porque, aunque no les gustaba la música que transmitía este en su programa, se habían divertido en alguna ocasión con sus ocurrencias. Otros lo hicieron para saludar a Tinche, un hombre muy querido en aquel lugar. Entre esos otros estaba Olegario Revilla, el dueño del bar. Tinche le presentó sus acompañantes al hombre, y este, amablemente, les dijo:
―La primera ronda de tragos va por la casa. ¿Qué desean tomar?
Ya Tinche, camino al bar le había advertido a Gelindo:
―Ve, Lindo, en La Esquina Gardeliana no venden esos tragos que tú estás acostumbrado a tomar en las discotecas gringas. Ahí lo que sirven es cerveza, caña y cocuy.
―Tranquilo, Tinche, que nosotros beberemos lo que tú pidas ―había sido la respuesta de Gelindo.
Por eso Tinche no dudó al responderle a Revilla:
―Tres tragos de cocuy.
Al poco tiempo se les acercó un mesonero con los tres tragos servidos en unos diminutos vasos. Tinche bebió el contenido en un solo sorbo, y su rostro se iluminó con un gesto de satisfacción; Gelindo, en tres sorbos, frunciendo el entrecejo y la nariz después de cada uno, y Evelín luego del primer sorbo comenzó a toser y no pudo seguir bebiendo.
Los de la mesa del fondo dejaron escapar unas risitas. Gelindo los miró y  les sonrió, luego los saludó levantando la mano. Epifanio le devolvió el saludo, levantando también su mano, pero los que lo acompañaban miraron hacia otro lado.
―Señor Tinche, ¿y si pedimos una Frescolita para mí? ―sugirió la Pelo Lindo en ese momento.
―Aquí casi nunca tienen refrescos, Evelín, pero vamos a preguntar, quizás corras con suerte.
Y corrió con suerte la Pelo Lindo, pues a los pocos minutos de que Tinche solicitara la bebida, el mesonero se presentó con un refresco sabor a colita y un vaso de vidrio rebosado de hielo triturado. También llevó una botella de ponche crema.
―El señor Olegario también envió esta botella de ponche crema, dijo que no ha conocido a la primera mujer que no le guste esta bebida ―expresó el mesonero.
            En ese momento a Gelindo se le ocurrió una de sus ideas: vertió el cocuy en el vaso y luego vertió ponche crema y refresco sabor a colita.  Seguidamente exclamó:
―Esta noche ha nacido el coctel El beso de la Pelo Lindo.
Los tres rieron. Los tres del fondo también, pero su risa era contenida, esa que no llega a ser risa del todo sino una especie de gruñido.
―¿Vieron quienes están al fondo? ―quiso saber Tinche.
―Epifanio. Y si no me equivoco esos deben ser mis enemigos, Juancito Trucupey y Trina Payares.
―¿Ah, pero es que tú no los conoces, Lindo? ¿Cómo va a ser? A los enemigos hay que estrecharles la mano para calcular el peso de su puño y la fuerza de su golpe.
―No, no los conozco personalmente.
De inmediato, Tinche se levantó, tomó a los dos jóvenes de los brazos conminándolos a levantarse también, y se encaminó con ellos hacia la mesa del fondo.  
“Madreselvas en flor/ que trepándose van,/ es tu abrazo tenaz/ y dulzón como aquel./ Si todos los años/ tus flores renacen,/ ¿por qué ya no vuelve
mi primer amor?” Decía desde la rockola la voz de Carlos Gardel, mientras los recién llegados avanzaban.



*
Cuando Tinche Jordán, Gelindo  Petit y Evelín Leyba estuvieron frente a la mesa de los otros tres, Epifanio se puso de pie para saludarlos, pero sus acompañantes permanecieron sentados, simulando indiferencia, sin embargo, les resultaba difícil ocultar su sorpresa, no solo de que los recién llegados se acercaran a su mesa, sino de que Gelindo les sonriera tan amablemente, no así la Pelo Lindo quien prefería chequearse el esmalte de sus uñas.
―Mis saludos, Tinche Jordán, un gusto como siempre saludarte ―así los recibió Epifanio.
―Epifanio, el gusto es mío ―le replicó Tinche. Y dirigiéndose a Trina Payares y a Juancito Trucupey: ―Contento de verlos a ustedes también. Me acerqué a presentarles a mi amigo Lindo Petit y a Evelincita Leyba.
Lindo sonriente le estrechó firmemente la mano a Epifanio y le expresó su admiración. Luego le extendió la mano a Trina Payares y le dijo:
―Es usted más bonita de lo que la había imaginado, Trina. Qué afortunado debe sentirse Epifanio de tener a una princesa aborigen a su lado.
Epifanio y Trina se ruborizaron tanto que les costó por unos segundos articular alguna palabra. Luego de pronunciar las gracias, ambos rieron.
―Ya veo por qué dicen que usted es un coqueto. Pero a mí no me va a embaucar con frasecitas zalameras ―comentó Trina, y volvió a reír de muy buena gana.
Juancito permanecía con el ceño fruncido, mirando hacia otro lado, pensando que sus amigos estaban sucumbiendo ante el enemigo. Recordó la batalla de los acetatos que él aseguraba haber ganado, y dijo en su mente:
"Quién ha visto que después de ganada una batalla los triunfadores se doblegan ante el enemigo. Estos dos son unos tránsfugas. Aunque pensándolo mejor, estos dos no, yo ya me imaginaba que el Epifanio simpatizaba con el niño bien, la tránsfuga es ella, Trina, quien después de haber sido mi inspiración para que librara ese duro combate, ahora celebra las ridiculeces de este…
―Para mí también es un gran honor conocer al fin a un contendor tan inteligente y astuto, pero sobre todo tan apasionado por lo que hace…
Estas palabras  interrumpieron el soliloquio de Juancito, cuyo ego, antes que Gelindo terminara la oración, ya comenzaba a traicionarlo.
―¡Juancito, brother, eres el mejor! ―exclamó Gelindo, dirigiéndose a su rival.
Juancito, que intentaba convencer a su ego de que no escuchase la voz lisonjera de Gelindo, deseó que lo ataran al mástil de una nave para no lanzarse  contra los arrecifes, pero como nadie supo de su deseo no pudo evitar, casi a punto de llorar,  abalanzarse hacia Gelindo y arroparlo con un abrazo.
Cuando la emoción mermó, Juancito se sintió apenado, y se disculpó con Gelindo, no por lo que había sucedido tiempo atrás, sino por la demostración de afecto de hacía un momento.
―Tranquilo, brother ―lo calmó Gelindo―. Eso lo que demuestra es que usted es un hombre con sentimientos nobles. Si  quiere venga para darle yo un abrazo y así estamos a mano. ―Y las risas, mezcladas con el viento que entraba al lugar, parecieron estremecer las lamparitas del techo hechas con vasitos plásticos unidos hasta formar una esfera.
―Vamos a sentarnos todos juntos. Vamos a unir las mesas ―sugirió Epifanio.
Al instante, Tinche le tomó la palabra y arrimó la mesa y las sillas desocupadas más cercanas. Juancito se aprestó raudo a ayudarlo. Cuando todos estuvieron ubicados en sus puestos pidieron una nueva ronda de tragos y brindaron por el encuentro. Gelindo no perdió oportunidad para halagar nuevamente a Trina, esta vez por su escritura.
―Yo siempre leo su periódico, Trina, y puedo no compartir sus ideas, pero reconozco que usted escribe muy bien. Además, usted habla mal de uno de forma tan bonita que uno termina deseando que usted siga hablándole mal eternamente.
―No sé cómo interpretar sus palabras, Petit, si como un halago o como un reclamo.
―Me puedes decir Lindo, como todos, y si prefieres dime Loco Lindo, como ya me has llamado en otras oportunidades― le pidió.
Todos sonreían escuchando aquel diálogo, hasta Evelín Leyba, quien se había mostrado antipática  con el grupo, sonreía tras cada  sorbito de su coctel El beso de la Pelo Lindo. Coctel, por cierto, que se haría muy popular en la ciudad, al menos durante un año, hasta que alguien le sustituyó a la receta original el refresco sabor a colita por refresco de tamarindo y al resultado lo llamó El beso de la Veruzka. Pero esa es otra historia.
Tita Merello se confesaba en la rockola, y por allá alguien con una mano marcaba el compás y con la otra sostenía en lo alto una botella de caña blanca: “Arrabalera,/ como flor de enredadera/ que creció en el callejón./ Arrabalera,/ yo soy propia hermana entera/ de Chiclana y compadrón…


Trina hizo una señal al mesonero, cuando este se acercó ella le dijo algo al oído. El mesonero se retiró, fue hasta la rockola y la apagó, luego descolgó  una guitarra que adornaba una pared y se la llevó a Trina. Ella tomó la guitarra como si fuese un fusil, después la apretó contra sus pechos y deslizó su dedo pulgar suavemente por las cuerdas. Tomó de un solo trago una copita de cocuy, se aclaró la garganta y cantó, mirando a Gelindo:
“No andés afligido por falta de fe,/ que el día es de oro; la noche, un platal,/ moneda es la vida que pronto se acaba,/ gastarla cantando es saber gastar”.
Todos aplaudieron, todos los de la mesa del fondo y los del resto de las mesas.
―Es el tango Loco Lindo ―le aclaró Tinche a Gelindo y quiso seguir dándole detalles, pero prefirió dejar que el muchacho escuchase la siguiente estrofa de la canción.
“Si vas para viejo, hacete el otario,/ teñite las canas de verde y carmín,/ las copas amargas tomalas de un trago;/ las dulces, despacio, beber es vivir”.
Las personas de las otras mesas se habían ido acercando emocionadas a la  mesa desde donde Trina ofrecía su recital, y ya formaban un círculo en torno a esta.
―Qué hermoso tango ―le murmuró Evelín Leyba a Gelindo―. Y qué bello canta Trina Payares. Ella como que no es tan mala como yo creía.
“Dicen que el trabajo/ da salud, y bueno,/ que busque trabajo/ quien se sienta mal./ Yo tomo, yo pido,/ yo bailo, yo juego,/ yo canto, yo duermo./ ¿Pa qué trabajar?”
Se escucharon algunas risas. Gelindo estaba realmente emocionado, tanto, tanto, que quien se fijara bien podía ver culebritas amarillas en sus ojos azules.
            Que siga en la noria/ moliendo sus penas,/ aquel que por cuerdo/ se ríe de mí./ Yo soy loco lindo,/ no tengo cadenas,/ ni voy a velorios:/soy loco feliz”.
Los aplausos y los bravos frenéticos hicieron que Trina demorara por unos segundos el inicio de la siguiente estrofa:
           “Si amor te ha clavado, su espina traidora,/ no hagas cara fea, a iglesia y civil,/ casate tranquilo y cuando se acabe/ la miel de la luna, enviudá y seguí”.
Evelín miró a Gelindo y este le guiñó un ojo. Ambos sonrieron y continuaron atentos a la interpretación de Trina:
“Seguí tu camino cantando a la vida,/ que es copa servida de amable licor,/ y nunca te olvides, si acaso garúa/ que no hay un paraguas como el buen humor”.


Muchos aplausos. Muchos. Gelindo se puso de pie para aplaudir. Evelín, Tinche, Epifanio y Juancito lo siguieron.
―Otra, otra, otra ―solicitaron canturriando los presentes.
Trina deslizó nuevamente, su dedo pulgar por las cuerdas de la guitarra, tomó otro trago de licor, se aclaró la garganta otra vez, y dijo:
―Está bien. Pero un pedacito nada más.
Seguidamente, el público pudo disfrutar el fragmento:
“Se dice de mí.../ Se dice que soy fiera,/ que camino a lo malevo,/ que soy chueca y que me muevo/ con un aire compadrón,/ que parezco Leguisamo,/ mi nariz es puntiaguda,/ la figura no me ayuda/ y mi boca es un buzón…”


Lo cantó con la misma gracia de Tita Merello en aquella película de los años cincuenta, Mercado de abasto, que tanto vio Tinche en el cine Rex cuando trabajó allí como acomodador. Así le comentó él a Gelindo al finalizar Trina su interpretación.
―¿Y el tango Loco lindo, Tinche? ¿Quién es el autor de ese tango?
―Ese tango lo canta Ernesto Famá en la película Loco lindo, pero el autor es Conrado Nalé Roxlo.
―No sabía que existían esa película y ese tango. Es más, no sabía que a la gente de esta ciudad le gustase tanto el tango.
―No lo bailan, como has podido darte cuenta en este bar, pero les gusta tanto que todos los bares de esta ciudad tienen nombre de tango: El Garúa, La Comparsita, Rondando tu Esquina, Tomo y Olvido
―¡Tinche, vamos a tomarnos unas fotos! ―exclamó Epifanio, ya un poco pasado de tragos, y sacó, de su maletín ejecutivo de cuero negro, su nueva cámara Polaroid a la cual procedió a limpiarle el visor con su pañuelo impregnado de lavanda.
―Evelincita, agarre la cámara y haga la primera foto, después yo hago otra donde aparezcan usted y Tinche Jordán ―le pidió Epifanio a la Pelo Lindo. Luego comenzó a dirigir la escena: ―Colócate aquí, Lindo, en el centro. Tú, ponte en ese extremo, Juancito. Trina, ubícate al lado de Lindo. Yo voy en este otro extremo. Pero acércate más a Lindo, Juancito, que ahí no vas a salir.
―Yo les aviso cuando vaya a disparar ―advirtió la Pelo Lindo.
Cuando esperaban que la Pelo Lindo oprimiese el obturador, Juancito le preguntó a Gelindo:
―¿Cómo lo has pasado, Loco Lindo? ¿Cómo te ha parecido el bar?
―Como dirías tú, Juancito Trucupey: chévere cambur pintón.
            Juancito se rio y le comentó a Gelindo:
―Este bar, Lindo Petit, es nuestra casa y de hoy en adelante también será tu casa, si así lo deseas. Es más, a partir de esta noche yo me encargaré de que La Esquina Gardeliana se conozca como El Bar de Loco Lindo.

Gelindo tuvo que contener por unos segundos su risa monosilábica, pues escuchó a la Pelo Lindo decir: “Voooy”. Luego del clic de la cámara sí, luego del clic el “¡jaaaaaaa!” de Gelindo se mezcló con la voz de Gardel quien desde allá, desde la rockola luminosa entonaba: “Al mundo le falta un tornillo,/ que venga un mecánico/ pa ver si lo puede arreglar”.



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