miércoles, 23 de noviembre de 2016

LADO A - SURCO SEIS

SURCO SEIS

Quien inventó la fotografía debió de ser un mago, pero quien inventó la cámara Polaroid debió de ser el más grande de los hechiceros. Eso lo pensaba yo cada vez que mi papá sacaba su cámara y hacía una foto. Para mí el acto de prestidigitación más extraordinario que podía existir era cuando mi padre oprimía el obturador y de la cámara salía disparado un trozo de papel donde iba apareciendo lentamente ante nuestros ojos la imagen que hacía un momento él había observado a través del visor.
Yo me quedaba en trance mirando cada detalle que iba revelándose en el espacio gelatinoso del rectángulo vertical. Me gustaba observar las sonrisas de la gente, yo creo que las bocas sonrientes era lo primero que se revelaba, luego iban apareciendo las demás partes del rostro. Me parece haber visto fotos que no llegaban a revelarse del todo, solo podían verse en ellas sonrisas flotando como libélulas.
Ese no fue el caso de la foto de Trina Payares, Epifanio Colina, Juancito Trucupey y Gelindo Petit. En esa foto todos estaban completos, incluso Juancito, que en ocasiones tenía una sonrisa más parecida a la de un gato de Cheshire que a la de Pepe Cortisona. Me gustaban las fotos, como esa, en las que todos se abrazan y sonríen, sonríen de verdad, sin tener que decir: “whiiiisky”.
Yo estuve mucho, mucho, rato mirando aquella foto y detallando a cada personaje que en ella aparecía. El primero era Epifanio, vestido con su habitual traje safari y secándose el sudor con su pañuelo oloroso. Lógico, no podía percibir el olor, pero podía imaginarlo porque jamás Epifanio andaba sin un pañuelo perfumado. Luego estaba Trina Payares, con una manta guajira nueva, más colorida que todas sus mantas guajiras. Le seguía Gelindo con la cara un poco inclinada hacia atrás, señal de que estaba a punto de soltar su carcajada monosilábica, y en el extremo derecho estaba Juancito Trucupey, sonriendo y mirando de reojos a Gelindo, como si le acabase de susurrar algo a este.
Solo faltaba en la foto la Pelo Lindo, pero yo creo que fue ella quien tomó la instantánea. Estoy casi seguro porque por un ladito de la foto aparecía algo como un mechoncito de pelo.
Ver aquella foto en un portarretratos, sobre el aguamanil donde también descansaba la foto en la que mi madrina vestía de verde oliva y llevaba un arma como Barbarella, me reconfortó, pues me hizo entender que el día que me llevaron al hospital no había imaginado la foto que el viento movía en el tablero del Volkswagen Brasilia. Y si aquella foto no era producto de mi imaginación, tal vez el fantasma, príncipe de los bisures, tampoco lo era.
Cuando mi madrina, quien había ido a su habitación en busca de una tela para enviársela a mi madre para que le confeccionara una de sus vistosas prendas de vestir, regresó, me encontró sonriendo y me dijo:
―El que se ríe solo, de su picardía se acuerda.
―Madrina, ¿y esa foto? ―me atreví a preguntarle.
―¿Verdad que está bonita? Nos la tomamos días atrás, por insistencia de Epifanio ―me respondió.
―¿Y ese no es Gelindo Petit?
―¿Ah, sí? Para ver… Verdad. No me había dado cuenta ―me dijo en tono evidentemente  juguetón. Luego agregó: ―Claro que es él. Te mostré esa foto el día de tu accidente. 
Yo solté una risa con la sílaba “je” repetida cuatro veces, tomé la tela y el dinero que mi madrina le enviaba a mi mamá como pago por la reparación de los pantalones de Epifanio, cuya entrega era el motivo de mi visita, y corrí a mi casa a dibujar a mi madrina Trina Payares bailando Night Fever con Gelindo Petit, mientras Epifanio, Juancito y la Pelo Lindo, bañados por los destellos de una bola de espejos, aplaudían eufóricos en torno a ellos.
*
Había gran expectativa ese día con el programa de Gelindo. Se había corrido la noticia de que él había retirado esa mañana una encomienda en el correo. La noticia la había propagado Ricardita Gamero, una de las secretarias de la oficina postal. Ricardita se había tomado la atribución de  informar cada mes, a la fanaticada de Disco y juventud, de los envíos discográficos que le hacían a Gelindo desde el Norte.
Nada más enterarse Ricardita de que había llegado algún paquete para Gelindo, agarraba el teléfono y llamaba a dos o tres personas, y estas a dos o tres más y así en pocos segundos toda la ciudad sabía que en breves horas escucharían por las ondas hertzianas de La Mensajera las novedades de la lista Billboard en el género disco music. Bueno, novedades,  novedades, no tanto, porque llegaban con uno o dos meses de retraso.
Una de las personas a las que siempre llamaba Ricardita Gamero era a mi prima, por eso ella estaba tan ansiosa cuando llegué a su casa, luego de llevarle a mi mamá el dinero que le enviara mi madrina.
−¡Niñoooooo, al fin llegas! Pensé que ibas a perderte las novedades que nos tiene para hoy Lindo Petit. Ya va a comenzar el programa ―me reclamó.
―Acabo de ver en casa de mi madrina una foto de ella con Gelindo. También estaban en la foto Epifanio y Juancito Trucupey.
―Ay, primito, es que tú por andar buscando fantasmas donde no se te han perdido, no te enteras de nada. Déjame que te cuente rapidito, antes que comience el programa.
*
La Esquina Gardeliana era un viejo bar ubicado en la calle El Progreso, haciendo esquina con el callejón Laclé, en el centro, pero hacia el sur, casi llegando al barrio Aruba, fundado en la colonia por esclavos que huían de las Antillas Neerlandesas y llegaban a la ciudad procurando libertad. Así, palabras más, palabras menos, le había explicado Tinche Jordán a Gelindo el día que convinieron salir a tomarse unos tragos. La propuesta había sido de Gelindo, pues quería retribuirle de algún modo a su amigo Tinche tanta  bondad hacia él.
Cuando Gelindo, Tinche Jordán y la Pelo Lindo llegaron al bar y se bajaron del Camaro, pudieron escuchar unos tambores que sonaban en las cercanías, y unas voces que repetían:
“Catanga tanga, eso es el cigarro/ Catanga tanga, eso es el cigarro/ Catanga tanga Catanga tanga…”
A Gelindo le pareció muy graciosa la canción, por lo que sonriente le comentó a Tinche:
―Qué canción tan cómica. Ese Catanga debe fumar más que Martín Yánez y el maestro Teodosio juntos ¿De dónde proviene esa música? ¿Quién canta?
―Esa música viene de casa de Chiquitica Macho, ahí repican el tambor todas las noches. Y la que canta es ella. Cuando éramos muchachos, Teodosio estaba enamorado de Chiquitica y no faltábamos a ninguno de sus toques. A todos nos gustaba ver a Chiquitica batiendo las nalgas cuando bailaba el tambor, tu papá cuando la veía entraba en éxtasis. Un día le declaró su amor y Chiquitica le dijo que pensaría en aceptarlo cuando él aprendiera a tocar tambora porque a ella solo le gustaban los hombres tamboreros, pero Teo no tenía oído musical y por más que lo intentó nunca aprendió a tocar el instrumento. Un día Chiquitica se casó con Benito, el mejor percusionista de la ciudad, y Teo se olvidó de ella. Las últimas seis palabras la pronunció Tinche frente a la puerta del bar, mientras le indicaba a sus acompañantes, con un gesto de su mano, que pasasen adelante.
 Primero pasó Evelín, luego Gelindo y, finalmente, Tinche. Comenzaba a fluir de la rockola la voz de Hugo del Carril: “Niño bien, pretencioso y engrupido,/ que tenés berretín de figurar;/ niño bien que llevás dos apellidos/ y que usás de escritorio el Petit Bar./ Pelandrún que la vas de distinguido/ y siempre hablás de la estancia de papá,/ mientras tu viejo pa ganarse el puchero,/ todos los días sale a vender fainá”.


―Hablando del rey de Roma… Miren, palabra cierta ―dijo una voz grave que provenía del fondo.
Los tres recién llegados pudieron escuchar claramente el comentario cuando se sentaban a una mesa ubicada muy cerca de la entrada. Desde ahí Gelindo hizo un recorrido visual por el lugar y lo notó muy austero, pero acogedor. Algunas paredes estaban decoradas con unos murales de colores brillantes con escenas de bares en los que famosos artistas del tango cantaban ante un público que libaba, fumaba y bailaba. Notó también Gelindo que todos los presentes los miraban a ellos con curiosidad, sobre todo las tres personas que estaban sentadas al fondo del bar. Al aguzar la mirada reconoció a  Epifanio, su compañero de estación, a quien se había encontrado en un par de oportunidades en las escaleras de La Mensajera.  Gelindo habría querido detenerse y presentársele, porque le habían dicho que aquel era un excelente profesional de la radiodifusión y un hombre muy culto, pero Epifanio siempre andaba tan apurado que apenas le respondía el saludo. A los acompañantes de Epifanio, Gelindo no los había visto nunca, pero no le cupo dudas de quiénes eran, le habían hablado tanto de ellos que sentía que los conocía de toda la vida.
A los pocos minutos varias personas se atrevieron a acercarse a la mesa de Gelindo y saludar a los recién llegados, algunos lo hicieron porque, aunque no les gustaba la música que transmitía este en su programa, se habían divertido en alguna ocasión con sus ocurrencias. Otros lo hicieron para saludar a Tinche, un hombre muy querido en aquel lugar. Entre esos otros estaba Olegario Revilla, el dueño del bar. Tinche le presentó sus acompañantes al hombre, y este, amablemente, les dijo:
―La primera ronda de tragos va por la casa. ¿Qué desean tomar?
Ya Tinche, camino al bar le había advertido a Gelindo:
―Ve, Lindo, en La Esquina Gardeliana no venden esos tragos que tú estás acostumbrado a tomar en las discotecas gringas. Ahí lo que sirven es cerveza, caña y cocuy.
―Tranquilo, Tinche, que nosotros beberemos lo que tú pidas ―había sido la respuesta de Gelindo.
Por eso Tinche no dudó al responderle a Revilla:
―Tres tragos de cocuy.
Al poco tiempo se les acercó un mesonero con los tres tragos servidos en unos diminutos vasos. Tinche bebió el contenido en un solo sorbo, y su rostro se iluminó con un gesto de satisfacción; Gelindo, en tres sorbos, frunciendo el entrecejo y la nariz después de cada uno, y Evelín luego del primer sorbo comenzó a toser y no pudo seguir bebiendo.
Los de la mesa del fondo dejaron escapar unas risitas. Gelindo los miró y  les sonrió, luego los saludó levantando la mano. Epifanio le devolvió el saludo, levantando también su mano, pero los que lo acompañaban miraron hacia otro lado.
―Señor Tinche, ¿y si pedimos una Frescolita para mí? ―sugirió la Pelo Lindo en ese momento.
―Aquí casi nunca tienen refrescos, Evelín, pero vamos a preguntar, quizás corras con suerte.
Y corrió con suerte la Pelo Lindo, pues a los pocos minutos de que Tinche solicitara la bebida, el mesonero se presentó con un refresco sabor a colita y un vaso de vidrio rebosado de hielo triturado. También llevó una botella de ponche crema.
―El señor Olegario también envió esta botella de ponche crema, dijo que no ha conocido a la primera mujer que no le guste esta bebida ―expresó el mesonero.
            En ese momento a Gelindo se le ocurrió una de sus ideas: vertió el cocuy en el vaso y luego vertió ponche crema y refresco sabor a colita.  Seguidamente exclamó:
―Esta noche ha nacido el coctel El beso de la Pelo Lindo.
Los tres rieron. Los tres del fondo también, pero su risa era contenida, esa que no llega a ser risa del todo sino una especie de gruñido.
―¿Vieron quienes están al fondo? ―quiso saber Tinche.
―Epifanio. Y si no me equivoco esos deben ser mis enemigos, Juancito Trucupey y Trina Payares.
―¿Ah, pero es que tú no los conoces, Lindo? ¿Cómo va a ser? A los enemigos hay que estrecharles la mano para calcular el peso de su puño y la fuerza de su golpe.
―No, no los conozco personalmente.
De inmediato, Tinche se levantó, tomó a los dos jóvenes de los brazos conminándolos a levantarse también, y se encaminó con ellos hacia la mesa del fondo.  
“Madreselvas en flor/ que trepándose van,/ es tu abrazo tenaz/ y dulzón como aquel./ Si todos los años/ tus flores renacen,/ ¿por qué ya no vuelve
mi primer amor?” Decía desde la rockola la voz de Carlos Gardel, mientras los recién llegados avanzaban.



*
Cuando Tinche Jordán, Gelindo  Petit y Evelín Leyba estuvieron frente a la mesa de los otros tres, Epifanio se puso de pie para saludarlos, pero sus acompañantes permanecieron sentados, simulando indiferencia, sin embargo, les resultaba difícil ocultar su sorpresa, no solo de que los recién llegados se acercaran a su mesa, sino de que Gelindo les sonriera tan amablemente, no así la Pelo Lindo quien prefería chequearse el esmalte de sus uñas.
―Mis saludos, Tinche Jordán, un gusto como siempre saludarte ―así los recibió Epifanio.
―Epifanio, el gusto es mío ―le replicó Tinche. Y dirigiéndose a Trina Payares y a Juancito Trucupey: ―Contento de verlos a ustedes también. Me acerqué a presentarles a mi amigo Lindo Petit y a Evelincita Leyba.
Lindo sonriente le estrechó firmemente la mano a Epifanio y le expresó su admiración. Luego le extendió la mano a Trina Payares y le dijo:
―Es usted más bonita de lo que la había imaginado, Trina. Qué afortunado debe sentirse Epifanio de tener a una princesa aborigen a su lado.
Epifanio y Trina se ruborizaron tanto que les costó por unos segundos articular alguna palabra. Luego de pronunciar las gracias, ambos rieron.
―Ya veo por qué dicen que usted es un coqueto. Pero a mí no me va a embaucar con frasecitas zalameras ―comentó Trina, y volvió a reír de muy buena gana.
Juancito permanecía con el ceño fruncido, mirando hacia otro lado, pensando que sus amigos estaban sucumbiendo ante el enemigo. Recordó la batalla de los acetatos que él aseguraba haber ganado, y dijo en su mente:
"Quién ha visto que después de ganada una batalla los triunfadores se doblegan ante el enemigo. Estos dos son unos tránsfugas. Aunque pensándolo mejor, estos dos no, yo ya me imaginaba que el Epifanio simpatizaba con el niño bien, la tránsfuga es ella, Trina, quien después de haber sido mi inspiración para que librara ese duro combate, ahora celebra las ridiculeces de este…
―Para mí también es un gran honor conocer al fin a un contendor tan inteligente y astuto, pero sobre todo tan apasionado por lo que hace…
Estas palabras  interrumpieron el soliloquio de Juancito, cuyo ego, antes que Gelindo terminara la oración, ya comenzaba a traicionarlo.
―¡Juancito, brother, eres el mejor! ―exclamó Gelindo, dirigiéndose a su rival.
Juancito, que intentaba convencer a su ego de que no escuchase la voz lisonjera de Gelindo, deseó que lo ataran al mástil de una nave para no lanzarse  contra los arrecifes, pero como nadie supo de su deseo no pudo evitar, casi a punto de llorar,  abalanzarse hacia Gelindo y arroparlo con un abrazo.
Cuando la emoción mermó, Juancito se sintió apenado, y se disculpó con Gelindo, no por lo que había sucedido tiempo atrás, sino por la demostración de afecto de hacía un momento.
―Tranquilo, brother ―lo calmó Gelindo―. Eso lo que demuestra es que usted es un hombre con sentimientos nobles. Si  quiere venga para darle yo un abrazo y así estamos a mano. ―Y las risas, mezcladas con el viento que entraba al lugar, parecieron estremecer las lamparitas del techo hechas con vasitos plásticos unidos hasta formar una esfera.
―Vamos a sentarnos todos juntos. Vamos a unir las mesas ―sugirió Epifanio.
Al instante, Tinche le tomó la palabra y arrimó la mesa y las sillas desocupadas más cercanas. Juancito se aprestó raudo a ayudarlo. Cuando todos estuvieron ubicados en sus puestos pidieron una nueva ronda de tragos y brindaron por el encuentro. Gelindo no perdió oportunidad para halagar nuevamente a Trina, esta vez por su escritura.
―Yo siempre leo su periódico, Trina, y puedo no compartir sus ideas, pero reconozco que usted escribe muy bien. Además, usted habla mal de uno de forma tan bonita que uno termina deseando que usted siga hablándole mal eternamente.
―No sé cómo interpretar sus palabras, Petit, si como un halago o como un reclamo.
―Me puedes decir Lindo, como todos, y si prefieres dime Loco Lindo, como ya me has llamado en otras oportunidades― le pidió.
Todos sonreían escuchando aquel diálogo, hasta Evelín Leyba, quien se había mostrado antipática  con el grupo, sonreía tras cada  sorbito de su coctel El beso de la Pelo Lindo. Coctel, por cierto, que se haría muy popular en la ciudad, al menos durante un año, hasta que alguien le sustituyó a la receta original el refresco sabor a colita por refresco de tamarindo y al resultado lo llamó El beso de la Veruzka. Pero esa es otra historia.
Tita Merello se confesaba en la rockola, y por allá alguien con una mano marcaba el compás y con la otra sostenía en lo alto una botella de caña blanca: “Arrabalera,/ como flor de enredadera/ que creció en el callejón./ Arrabalera,/ yo soy propia hermana entera/ de Chiclana y compadrón…


Trina hizo una señal al mesonero, cuando este se acercó ella le dijo algo al oído. El mesonero se retiró, fue hasta la rockola y la apagó, luego descolgó  una guitarra que adornaba una pared y se la llevó a Trina. Ella tomó la guitarra como si fuese un fusil, después la apretó contra sus pechos y deslizó su dedo pulgar suavemente por las cuerdas. Tomó de un solo trago una copita de cocuy, se aclaró la garganta y cantó, mirando a Gelindo:
“No andés afligido por falta de fe,/ que el día es de oro; la noche, un platal,/ moneda es la vida que pronto se acaba,/ gastarla cantando es saber gastar”.
Todos aplaudieron, todos los de la mesa del fondo y los del resto de las mesas.
―Es el tango Loco Lindo ―le aclaró Tinche a Gelindo y quiso seguir dándole detalles, pero prefirió dejar que el muchacho escuchase la siguiente estrofa de la canción.
“Si vas para viejo, hacete el otario,/ teñite las canas de verde y carmín,/ las copas amargas tomalas de un trago;/ las dulces, despacio, beber es vivir”.
Las personas de las otras mesas se habían ido acercando emocionadas a la  mesa desde donde Trina ofrecía su recital, y ya formaban un círculo en torno a esta.
―Qué hermoso tango ―le murmuró Evelín Leyba a Gelindo―. Y qué bello canta Trina Payares. Ella como que no es tan mala como yo creía.
“Dicen que el trabajo/ da salud, y bueno,/ que busque trabajo/ quien se sienta mal./ Yo tomo, yo pido,/ yo bailo, yo juego,/ yo canto, yo duermo./ ¿Pa qué trabajar?”
Se escucharon algunas risas. Gelindo estaba realmente emocionado, tanto, tanto, que quien se fijara bien podía ver culebritas amarillas en sus ojos azules.
            Que siga en la noria/ moliendo sus penas,/ aquel que por cuerdo/ se ríe de mí./ Yo soy loco lindo,/ no tengo cadenas,/ ni voy a velorios:/soy loco feliz”.
Los aplausos y los bravos frenéticos hicieron que Trina demorara por unos segundos el inicio de la siguiente estrofa:
           “Si amor te ha clavado, su espina traidora,/ no hagas cara fea, a iglesia y civil,/ casate tranquilo y cuando se acabe/ la miel de la luna, enviudá y seguí”.
Evelín miró a Gelindo y este le guiñó un ojo. Ambos sonrieron y continuaron atentos a la interpretación de Trina:
“Seguí tu camino cantando a la vida,/ que es copa servida de amable licor,/ y nunca te olvides, si acaso garúa/ que no hay un paraguas como el buen humor”.


Muchos aplausos. Muchos. Gelindo se puso de pie para aplaudir. Evelín, Tinche, Epifanio y Juancito lo siguieron.
―Otra, otra, otra ―solicitaron canturriando los presentes.
Trina deslizó nuevamente, su dedo pulgar por las cuerdas de la guitarra, tomó otro trago de licor, se aclaró la garganta otra vez, y dijo:
―Está bien. Pero un pedacito nada más.
Seguidamente, el público pudo disfrutar el fragmento:
“Se dice de mí.../ Se dice que soy fiera,/ que camino a lo malevo,/ que soy chueca y que me muevo/ con un aire compadrón,/ que parezco Leguisamo,/ mi nariz es puntiaguda,/ la figura no me ayuda/ y mi boca es un buzón…”


Lo cantó con la misma gracia de Tita Merello en aquella película de los años cincuenta, Mercado de abasto, que tanto vio Tinche en el cine Rex cuando trabajó allí como acomodador. Así le comentó él a Gelindo al finalizar Trina su interpretación.
―¿Y el tango Loco lindo, Tinche? ¿Quién es el autor de ese tango?
―Ese tango lo canta Ernesto Famá en la película Loco lindo, pero el autor es Conrado Nalé Roxlo.
―No sabía que existían esa película y ese tango. Es más, no sabía que a la gente de esta ciudad le gustase tanto el tango.
―No lo bailan, como has podido darte cuenta en este bar, pero les gusta tanto que todos los bares de esta ciudad tienen nombre de tango: El Garúa, La Comparsita, Rondando tu Esquina, Tomo y Olvido
―¡Tinche, vamos a tomarnos unas fotos! ―exclamó Epifanio, ya un poco pasado de tragos, y sacó, de su maletín ejecutivo de cuero negro, su nueva cámara Polaroid a la cual procedió a limpiarle el visor con su pañuelo impregnado de lavanda.
―Evelincita, agarre la cámara y haga la primera foto, después yo hago otra donde aparezcan usted y Tinche Jordán ―le pidió Epifanio a la Pelo Lindo. Luego comenzó a dirigir la escena: ―Colócate aquí, Lindo, en el centro. Tú, ponte en ese extremo, Juancito. Trina, ubícate al lado de Lindo. Yo voy en este otro extremo. Pero acércate más a Lindo, Juancito, que ahí no vas a salir.
―Yo les aviso cuando vaya a disparar ―advirtió la Pelo Lindo.
Cuando esperaban que la Pelo Lindo oprimiese el obturador, Juancito le preguntó a Gelindo:
―¿Cómo lo has pasado, Loco Lindo? ¿Cómo te ha parecido el bar?
―Como dirías tú, Juancito Trucupey: chévere cambur pintón.
            Juancito se rio y le comentó a Gelindo:
―Este bar, Lindo Petit, es nuestra casa y de hoy en adelante también será tu casa, si así lo deseas. Es más, a partir de esta noche yo me encargaré de que La Esquina Gardeliana se conozca como El Bar de Loco Lindo.

Gelindo tuvo que contener por unos segundos su risa monosilábica, pues escuchó a la Pelo Lindo decir: “Voooy”. Luego del clic de la cámara sí, luego del clic el “¡jaaaaaaa!” de Gelindo se mezcló con la voz de Gardel quien desde allá, desde la rockola luminosa entonaba: “Al mundo le falta un tornillo,/ que venga un mecánico/ pa ver si lo puede arreglar”.



________________________________________

FUENTES DE IMÁGENES


2 comentarios:

  1. Ese bar es lo máximo. Y suspiré con la referencia de Olga Camacho

    ResponderEliminar
  2. Excelente, me gustó mucho. Lo publiqué en mi muro de FB.Gracias

    ResponderEliminar