miércoles, 9 de noviembre de 2016

LADO A - SURCO CUATRO

SURCO CUATRO


“¿De qué color es el Camaro rojo de Gelindo Petit?”. Esa era una adivinanza que yo inventé y que anduvo en boca de toda mi escuela durante un buen tiempo. La inventé unas tres semanas después que Gelindo hizo su aparición por las calles de la ciudad en su carro deportivo, despertando la admiración o la envidia de los muchachos de su edad y el enamoramiento de las muchachas de todas las edades. Los primeros días todo el mundo se preguntaba quién era aquel joven, pero poco a poco se fue corriendo la voz de que aquel larguirucho, vestido como los actores de las películas hollywoodenses, era el hijo del maestro Teodosio Petit, a quien varios meses antes habían nombrado gobernador del estado.
Yo no tuve la suerte de conocer a Gelindo sino hasta varias semanas después de su segunda llegada a la ciudad porque el sarampión me había mantenido refugiado en casa por un buen tiempo. Pero mis primos, que iban a visitarme todos los días, no hacían más que hablar de Lindo Petit, el mismo del programa nuevo de radio, el hijo del maestro Teodosio que vivía en Nueva York y que vino por unos días a nuestra ciudad y le había gustado tanto el jugo de semeruco, una manzana liliputiense,  que no quería regresar a la gran manzana. Claro, eso era lo que se decía, porque alguna explicación tenían que darle al hecho de que alguien cambiase una metrópolis por una ciudad pequeña en la que a los pocos policías, a falta de delincuentes, se les había encomendado la tarea de vigilar a los burros que merodeaban por las cercanías de la pista del aeropuerto, para evitar una tragedia.
En serio. La medida, que había dado origen a los más hilarantes chistes que se hayan escuchado en la plaza Falcón, y había hecho las delicias de la oposición,  había sido tomada por el maestro Teodosio el día que tres burros habían decidido desfilar por la pista de aterrizaje en el momento en que el avión que traía a un cantante famoso a la ciudad alcanzaba tierra. Estoy intentando recordar si aquel cantante era Noel Petro, también conocido como el “Burro Mocho”. Creo que escuché en aquel entonces a alguien decir que aquellos burros habían sido comisionados por el maestro Teodosio para darle la bienvenida al cantante.
El maestro Teodosio lo que hacía era reírse de aquellas ocurrencias de la gente. Cada vez que Curazaíto, uno de los porteros de la gobernación, le comentaba lo que decía la gente en el mercado o en la plaza Falcón, él se reía tanto que lo atacaba una fuerte tos, entonces Curazaíto salía corriendo a buscarle agua.
―Aquí tiene, tómese esta agüita para que le calme la Felipa Morris ―le pedía Curazaíto al maestro, quien, entonces, se reía aún más porque le hacía mucha gracia el nombre que el portero le había dado a su tos.
El maestro Teodosio, quien en realidad no era maestro sino sindicalista y activista del partido político que estaba en el poder, y recibía ese título por parte de sus seguidores no por su sapiencia sino por pura adulancia, nació aquí, y aquí vivió hasta los cuarenta años, según contaba mi abuela. Aquí se casó con doña Céfora Torres de Petit e inició su carrera política en tiempos de la dictadura del coronel Marcos Pérez Jiménez, pero se había ido a Caracas en los inicios de la democracia, cuando salió elegido diputado al Congreso Nacional. En Caracas nacieron dos de sus cuatro hijos: Olguita, la menor, y Gelindo, el dolor de cabeza. Las hijas mayores nacieron aquí: Nereida, la esposa de un miembro de Casa Militar; y Ceforita, la esposa de un viceministro.
Todas las hijas del maestro Teodosio y doña Céfora siempre fueron estudiosas y obedientes; no así su hijo, Gelindo Gregorio ―así prefería llamarlo doña Céfora―. A él desde niño debían obligarlo a ir al colegio y a hacer las tareas, sin embargo, era poseedor de una inteligencia tan aguda que asombraba a sus maestros.
Cuando se graduó de bachiller, Gelindo le comunicó al maestro Teodosio su deseo de irse a estudiar a los Estados Unidos, entusiasmado por dos de sus compañeros, quienes habían obtenido sendas becas Gran Mariscal de Ayacucho. Tanto el maestro Teodosio como doña Céfora estuvieron de acuerdo al instante. No habían contemplado esa posibilidad, pero era lo más sensato que Gelindo Gregorio había decidido hasta ese entonces. Ellos, desde hacía tiempo, estaban preocupados por el futuro de su hijo, pues este no había mostrado interés por ninguna carrera universitaria, por ningún oficio, y muchísimo menos por la actividad política, que le había dado tantas satisfacciones a su padre y bienestar a toda la familia.  
Tanto el maestro Teodosio como doña Céfora respiraron aliviados al escuchar la propuesta de Gelindo porque pensaban en el futuro del muchacho, pero también en que disminuirían el consumo de píldoras para sus jaquecas.
―¿Y qué piensas estudiar en Estados Unidos, Lindo? ―le preguntó el maestro Teodosio, por no dejar.
―Algo que tenga que ver con la música ―le respondió.
―¿Y a ti te gusta la música, Lindo? ―le preguntó el maestro Teodosio, nuevamente por no dejar.
―Claro, papá. ¿A quién no?
―Ah, qué bien, así tendré quien me componga la musiquita de mi campaña cuando me lance a presidente. En este país nadie vota por un candidato que no tenga una cancioncita pegajosa. Abrazar viejas ya no da votos.
*
Durante dos años vivió Gelindo en Nueva York. El primer año se dedicó a estudiar inglés. Vivía con sus otros dos compañeros en un apartamento con vista al Central Park, si mal no recuerdo, propiedad de un exministro de Minas e Hidrocarburos que le debía muchos favores al maestro Teodosio y por ello le había prestado a este el apartamento para que Gelindo viviese en él todo el tiempo que quisiera.
 Cada día los tres muchachos iban a sus clases y retornaban al apartamento sin desviarse nunca de su ruta habitual y sin ser protagonistas de ningún suceso extraordinario, pero sí atentos y alucinados espectadores. Los tres veían todo a su paso como si estuviesen en un cine de Caracas disfrutando de una película rodada en aquellas interminables calles y avenidas atestadas de personajes insólitos, o en el subway, albergue de un bestiario urbano fascinante e inquietante al mismo tiempo, para ellos.   
Pero sucedió que un día, mientras abordaban un vagón del subway, escucharon tras ellos una voz con un acento tan familiar que los tres sintieron que estaban a punto de abordar más bien un autobús rumbo a Chacaíto. Entonces voltearon y se encontraron con la mirada vivaz de un joven moreno claro, alto y de bigotes espesos.
Excuse me. Where are you from? ―le preguntó Gelindo.
―De Pariata, brother. Y tú eres de Caracas, específicamente de El Cafetal.
―¿Y tú cómo lo sabes? ―le preguntó Gelindo asombrado.
―Porque cada urbanización y barrio de Caracas tiene un acento particular. De eso me di cuenta después de mudarme para acá y leer a Bernard Shaw.
Los cuatro abordaron el vagón y siguieron conversando.
―Mi nombre es Gelindo, pero me puedes llamar Lindo.
―¿Lindo? ¡Ja, ja, ja, ja! Debes tener la autoestima muy alta con semejante nombre.
Gelindo se sonrojó y le ripostó:
―Son vainas de los viejos de uno. ―Y luego señalando a sus compañeros agregó: ―Ah, ellos son Orángel y Guillermo.
―Mi nombre es Rubén Darío.
*
Cuando el tren se detuvo, Rubén Darío les comentó:
―Apuesto que no conocen Nueva York realmente, apuesto que solo han ido a las clases de inglés y al Central Park.
Los tres asintieron
―Vengan conmigo ―les sugirió Rubén Darío.
Orángel y Guillermo esperaron la respuesta de Gelindo, quien, con los ojos más azules y brillantes de lo habitual, respondió:
―Vamos.
Desde que alcanzaron la superficie, Gelindo comenzó a sentirse protagonista, pero sus compañeros seguían temerosos, reacios a abandonar su rol de espectadores.
―Rubén Darío, ¿y qué haces aquí? ¿Qué viniste a estudiar? ―le preguntó Orángel  a su guía.
―Yo no vine a estudiar, yo vine a vivir. No pienso en la muerte, pero si muero mañana seguro habré vivido más en este año que llevo aquí que lo que habría vivido en Caracas en ochenta años.  
Al escuchar esto, a Gelindo los ojos le cambiaron de azul a verde agua y de verde agua a amarillo limón. A Orángel y a Guilllermo solo le cambió la altura de una ceja.
―Pero, ¿cómo te mantienes aquí? ―le preguntó Guillermo.
―Pues, brother, a falta de Beca Gran Mariscal de Ayacucho, Dios me proveyó de buena dotación y puso en mi camino a un amigo complaciente. 
Gelindo rio, pero los otros dos permanecieron en silencio, serios, dudando de lo que habían entendido.
―¿Y para dónde nos llevas, Rubén Darío? ―quiso saber Gelindo.
―Para que conozcan a la beautiful people.
Llegaron a un edificio y abordaron un ascensor de carga que los condujo hasta el quinto o sexto piso. En el momento que Rubén Darío buscaba en un bolsillo de su ajustado pantalón  de cuero negro la llave de la puerta de acceso al apartamento, esta se abrió y aparecieron dos gigantescos drag queens que, empujando a un lado a los recién llegados, traspasaron el umbral lanzando maldiciones contra alguien. Uno de los dos, tras dar una serie de pasos, giró y, mirando hacia el interior del apartamento, gritó:
Fucking vampire!  
Y ambos corrieron hacia el ascensor envueltos en la pirotecnia de su risa seca.
Lo que vieron los tres muchachos al entrar al apartamento desorbitó sus miradas: por aquí y por allá pululaban personajes estrambóticos, unos cargando cuadros recién pintados y otros llevando cedazos  recién fabricados, por aquí unos drags se maquillaban unos a otros y por allá unos chicos musculosos enfundados en ropa de cuero se besaban, y más allá otros dos chicos orinaban sobre telas dispuestas en el piso. En el centro del lugar estaba el amigo de Rubén Darío, blanquísimo, vestido de negro, sentado de piernas cruzadas en una silla giratoria sobre cuyo espaldar apoyaba su codo izquierdo. El antebrazo siniestro del hombre se prolongaba vertical y su mano se extendía para sostener su barbilla.
―Oh, Rubén Di, come here ―dijo el hombre con una voz débil.
Los cuatro se le acercaron y Rubén Darío hizo la presentación de sus acompañantes.
They are some friends from Caracas.
Oh! Caracas? Really? That beautiful people!
Orángel y Guillermo se sentían muy incómodos en aquel lugar y a los pocos minutos decidieron marcharse. Gelindo no quiso acompañarlos. Ellos intentaron persuadirlo advirtiéndole del peligro que corría en aquel lugar, pero en él habían quedado resonando las palabras de Rubén Darío. Él también quería vivir en un año lo que en Caracas viviría en ochenta.
―No se preocupen. Yo me sé cuidar. Nos vemos en unas horas ―les dijo para tranquilizarlos.
Pero esas horas prometidas se convirtieron en tres días al cabo de los cuales Gelindo llegó al apartamento con el retrato de un chino de piel violeta y labios turquesa, y también con un nombre nuevo:
G. Cute. Así me llama el amigo de Rubén Darío, y amigo mío también a partir de ahora, ¡jaaaaaa! ―les dijo a sus compañeros.
*
Por esos días los tres amigos finalizaron sus clases de inglés. Orángel y Guillermo decidieron regresar a Caracas, muertos de añoranza, pero Gelindo  no dudó en quedarse, vivo de curiosidad.
―¿Sigues pensando en estudiar algo que tenga que ver con la música? ―le preguntó el maestro Teodosio una mañana al llamarlo.
―No. Ahora quiero estudiar algo que tenga que ver con el cine ―le respondió.
―¿Con el cine? Entonces cuando me lance para presidente tendré que decirle a mi amigo Chelique que componga la cancioncita de mi campaña. Pero tú serás quien me haga las cuñas de televisión. Eso sí, no me pongas a saltar charcos para demostrar que estoy en forma porque después van a querer que ande por todo el país saltando charcos y me voy a morir de un ataque de asma.
Unos meses más tarde, el maestro Teodosio, en una de sus habituales llamadas a Gelindo le preguntó por sus estudios de cine, a lo que el muchacho con un tono entusiasta le respondió:
―Por ahora los aplacé. Tengo mejores planes, quiero cambiarme para una carrera que tenga que ver con las letras.
―¿Con las letras? ―preguntó el maestro Teodosio asombrado―. Lindo, ¿y desde cuándo te gusta leer? Me gustaría decirte que me alegra la idea, porque tendré quien me escriba los discursos del Día de la Batalla de Carabobo, cuando sea presidente, pero sé que un día de estos te voy a llamar y me vas a decir que decidiste cambiarte para una carrera que tiene que ver con el cultivo de batatas en  la luna.
Y diciendo esto, el maestro Teodosio colgó y por varios meses Gelindo no volvió a escuchar su voz. El muchacho recibía puntualmente, a fin de mes, su remesa y sabía de su padre gracias a doña Céfora o a sus hermanas. El día que el presidente llamó a su compadre Teodosio para nombrarlo gobernador del estado que lo había visto nacer y le había conferido el cargo de diputado de la República, el maestro Teodosio llamó a Gelindo para darle la noticia y aprovechar de hacerle una petición:
―Vente por unos días, Lindo, y te vas con nosotros al interior, así visitas a tus abuelos en la sierra y a tus tías en la península.
Pero Lindo estaba muy ocupado viviendo para decidir en ese momento retornar.
―Dame unos meses. Dos o tres. Te prometo que voy, aunque sea una semana, pero no creas que voy a quedarme. Tú sabes que no me gusta la provincia.
Y cumplió su promesa. Dos meses después arribaba a la ciudad con una pequeña maleta, vestido de Fiorucci de pies a cabeza, con una mueca de fastidio, que iba y venía, la cual desapareció totalmente cuando vio a doña Céfora y a su hermana menor, quienes lo esperaban ansiosas de abrazarlo, de besarlo, de decirle lo hermoso que estaba, de preguntarle cómo se sentía, cómo le iba en Nueva York y cómo había hecho para aparecer el mes anterior en la Cosmopolitan al lado un escritor y un pintor famosos, en aquella discoteca nueva de la que tanto hablaban en todas las revistas. Nadie le preguntó por los estudios, la respuesta que habría dado ya todos la suponían.
El maestro Teodosio no había podido ir al aeropuerto a recibirlo porque se encontraba conversando con una comisión de criadores de caprinos venidos de algún recóndito pueblo del estado. Demás está decir que en aquella reunión todas las peticiones de los campesinos fueron aprobadas por el gobernador, no tanto por ser un año electoral, que de eso algo había, sino porque él  quería irse pronto a encontrar con su hijo en torno a una mesa provista con comidas de la región: chivo guisado, arepas, dulce de leche de cabra; y frutas de plantas xerófitas: datos, buches y lefarias, nombres que a Gelindo le causaron mucha gracia.
Casi una semana estuvo Gelindo en la ciudad. Dos días los pasó durmiendo, dos días los dedicó a visitar a sus abuelos en la sierra y a sus tías de la península y el último día estuvo dando vueltas por la ciudad en el LTD del papá, mientras Tinche, el chofer, le contaba las historias de las casas coloniales del centro o de las personas que encontraban en las calles del barrio El Pantanal Abajo donde él había pasado su infancia elevando papagayos con su amigo Teo, el mismo que ahora era gobernador del estado.
Gelindo estaba atento a los cuentos que Tinche Jordán le relataba. Agrandaba los ojos cuando la historia le resultaba asombrosa, como aquella referida a unos túneles donde la gente se refugiaba en la colonia cuando los piratas tomaban la ciudad; y se reía con ganas si las anécdotas se referían a hechos graciosos, como aquellos de Martín Yánez, un legendario locutor que pronunciaba “Maisaisaipai”, en vez de Mississippi, porque alguien le dijo en cierta oportunidad que en inglés la “i” se pronunciaba “ai”.
―¿Verdad, Tinche? ¿Tú no me estás mintiendo, Tinche? ―le preguntaba Gelindo al chofer, con un gesto de incredulidad, cada vez que este le contaba una historia nueva.
―¡Ah, vaina, Gelindo, por mi madre santa que no te miento! Pregúntale a Teo ―era la respuesta del hombre.
El cuento que más divirtió a Gelindo fue el de la vez que al locutor le llegó una carta con una lista de vagos que molestaban a los vecinos de una calle del centro. La lista contenía como veinte nombres y él comenzó a leerla al aire con total indignación y voz atronadora, pero cuando estaba terminando de leerla se dio cuenta de que acababa de pronunciar los nombres de tres de sus hijos, entonces avergonzado bajó la voz mientras decía: disculpen, amigos oyentes, me equivoqué y les estaba leyendo la lista de los cumpleañeros de hoy.
*
Cuando terminaron el paseo, Gelindo estaba fascinado con la ciudad. Con las historias que había escuchado. Con la gente que Tinche le había presentado, esa que después de decirle “mucho gusto”, le hacían dos preguntas: “¿Cuándo llegaste?”…  “¿Y cuándo te vas?”, y finalizaban el fugaz encuentro con las expresiones: “vos si te parecés a…” o “vos te das un aire a…” y después de esa “a” insertaban el nombre de algún familiar del maestro Teodosio, un cantante, un  actor de cine o cualquier desconocido. Lo cierto es que al final de la tarde, Gelindo tenía la nariz de Chento Petit, su tío, los ojos Paul Newmann, el Pelo de Michael Jackson, el torso y los brazos del profesor Jirafales y las piernas del cantante Nelson Ned.
Gelindo le comentó a Tinche lo curioso que le resultaba que todos le hicieran las mismas preguntas y le hallasen algún parecido con alguien, por lo que el chofer le explicó:
―Esas son costumbres nuestras, Lindo. Teo y Céfora las han perdido porque tienen mucho tiempo viviendo en Caracas. Con esas preguntas lo que queremos expresarles a los visitantes es que estamos contentos con su visita y que ellos no son para nosotros personas extrañas.
Camino a La Huerta, como llamaban la residencia oficial del gobernador, por aquellas avenidas bordeadas de piedras coloreadas de verde para mitigar tanta visión desértica, Gelindo volvió a interesarse por aquel locutor tan ocurrente cuyas historias hilarantes lo habían cautivado.
―Me habría gustado conocer a ese locutor. ¿Sigue vivo?
―Sí, Lindo, sigue vivo, aunque un poco enfermo.
―¿Verdad, Tinche? ¿Y se disgustará si me llevas a conocerlo?
―No creo que se disguste. Más bien se va a poner contento. Él estima mucho a tu papá. Él era de los pocos que se atrevían a entrevistar a Teodosio en la radio durante la dictadura.
Tinche cruzó el vehículo en una esquina y luego tomó una calle que se prolongaba hasta el centro de la ciudad. Llegaron a una pequeña casa de estilo colonial como casi todas las casas del sector. Nada más bajarse del LTD, distinguieron, a través de la celosía de una ventana, la figura de un anciano que desde el interior exclamó:
―¡Tinche Jordán, dichosos los ojos que te ven! Como ahora estás en las alturas del poder ya no conocés a nadie, ¡gran carajo!
Y ambos rieron.
―Traigo a alguien que te quiere conocer. Este es el hijo de Teo.
Transcurridos unos segundos se escucharon unos pasos por el zaguán y el sonido de los goznes del portón. Luego, con medio cuerpo afuera, el anciano le preguntó a Tinche:
―¿Este zagaletón no es el que andaba para que los gringos? ―y sin esperar la respuesta del amigo, el veterano locutor le extendió la mano a Gelindo y le preguntó:
―Ve, ¿y pudiste conocer el río Maisaisaipai? ―entonces soltó una sonora carcajada con más sílabas que las palabras parangaricutirimícuaro y supercalifragilisticoespialidoso juntas.
Mientras seguía riendo, pero con tenues y entrecortados “jejejés”, Martín Yánez condujo a la visita por el zaguán de la casa hasta desembocar en los corredores atestados de helechos y trinitarias. Gelindo no podía creer que mientras en las calles y avenidas la aridez agobiaba, en esta casa se guardaba un pequeño bosque tropical.
Yánez pidió a la visita sentarse frente a él en unas cómodas mecedoras, sacó de un bolsillo una caja de cigarrillos Marlboro y una larga pitillera de carey blanco, y cruzó las piernas. Tinche y Gelindo, que habían acordado no tardarse mucho en casa de Martín Yánez, al instante comprendieron que con aquellos gestos el anfitrión los invitaba a una tertulia dilatada, así que no les quedó otra opción que disfrutar, entre tazas de café, de las hilarantes anécdotas del anciano veterano de la radio.  
Cuando Tinche cayó en cuenta, al mirar el reloj de madera que pendía de una de las paredes, que habían transcurrido cuatro horas desde su llegada a la casa de Martín Yánez, se lo comunicó a Gelindo, un poco alarmado.
―Lindo, ya son las diez. Vamos, que tú tienes que tomar un avión mañana temprano.
Todos se pusieron de pie. Antes de despedirse, Gelindo le preguntó a Martín Yánez:
―Señor Yánez, ¿todas esas historias que se cuentan de usted son ciertas?
A lo que Martín Yánez respondió:
―Se han repetido tanto que ni yo mismo sé si son ciertas o no. Pero si no fueran ciertas yo no las desmentiría, no ves que si no me olvidan ―y volvió a soltar una carcajada con más sílabas que las palabras parangaricutirimícuaro  y supercalifragilisticoespialidoso juntas.
*
Cuando llegaron a La Huerta, Olguita, la hermana de Gelindo, salió a su encuentro un tanto disgustada, pues le había preparado una pequeña fiesta de despedida a la que había invitado a sus nuevos amigos: compañeros del colegio e hijos de algunos compañeros de su papá a los que había conocido en una romería del partido. Gelindo se disculpó con Olguita por haber olvidado la fiesta y, aunque estaba muy cansado y sin ganas de compartir con aquel grupo, no quiso seguir decepcionando a su hermana por lo que decidió estar un rato, “solo un rato”. Así se lo hizo saber a ella.
Olguita tomó a Gelindo de una mano y lo condujo hasta la terraza, donde lo esperaba el grupo de jóvenes. Allí hizo una presentación general:
―Muchachos, él es mi hermano Lindo.
Y Gelindo, que había aprendido muy bien el oficio de la zalamería de su padre, fue estrechándole la mano a cada uno sin que su sonrisa disminuyera de tamaño.
Sonaba la canción Sansón y Dalila, interpretada por una agrupación argentina de nombre Flash, y todos canturreaban el estribillo onomatopéyico que decía: lalalá lalá/ lalalá lalala/ lalalá lalá lalalalalá.


Cuando Gelindo terminó de estrecharle la mano a aquella docena de jóvenes, les dijo en tono de reproche, pero sin perder la sonrisa:
―¿Cómo pueden escuchar esa música?
―Pero a ti antes te gustaba, Lindo ―le ripostó Olguita, quien para atender el reproche de su hermano fue hasta el tocadiscos y colocó un long play que al ser surcado por la aguja del aparato dejó escuchar:
“Como los reyes en Galilea/ siguieron la estrella del pastor/ te seguiré, a donde irás iré,/ tan fiel como tu sombra/ hasta la eternidad…”


―¡Noooo, Olguita! ―exclamó Gelindo levantándose de la poltrona donde se había arrellanado―. Eres la peor disc jockey que he conocido, lo que falta es que pongas a la cantante Martinha. Déjenme poner algo que valga la pena.
―No quites todavía esa canción, Lindo. Déjanos al menos cantar el “pau, pau, pau”, del coro.
Pero Gelindo simuló no escucharla, fue hasta su cuarto y regresó con el long play de la banda sonora de la película Fiebre de sábado por la noche, que cargaba en su maleta como si fuese un libro de oraciones. Sin pérdida de tiempo, el muchacho colocó el disco en el artefacto de sonido, y mientras fluían los primeros acordes invitó a Olguita a bailar, pero esta se negó apenada, alegando que no sabía bailar disco music.
Evelín Leyba, a la que todos llamaban la Pelo Lindo,  quien estudiaba en Caracas y había venido a la ciudad a pasar unos días en casa de sus padres, al ver la negativa de su nueva amiga Olguita, caminó presurosa hacia Gelindo y le expresó:
―Yo sí quiero bailar.
―Casualmente es sábado ―le dijo Gelindo tomándole una mano―, y si esto que sentí al verte no es fiebre debe tener el nombre de un pecado.
En un primer momento, Evelín Leyba no estuvo segura de haber entendido a Gelindo, pero luego no le quedaron dudas al mirar sus ojos y notar que en el azul de estos parecía reflejarse la llama de su cigarrillo, el mismo que había dejado reposando en un cenicero. Entonces sonrió pícaramente y, sin soltar la mano de Gelindo, giró hasta acercar su cuerpo al del muchacho. Gelindo la presionó unos segundos contra sí, luego la hizo girar nuevamente como un trompo y no hubo en aquella terraza quien no aplaudiera a la pareja.
*
Cuando Tinche Jordán llegó a La Huerta, tan temprano como se lo había indicado el maestro Teodosio, para llevarlos a todos al aeropuerto a despedir a Gelindo, recibió la orden de buscar al muchacho por toda la ciudad, este había tenido la gentileza de acompañar a Evelín Leyba hasta su carro al terminar la fiesta y desde ese momento nadie tuvo más noticias de él.
Doña Céfora temió que lo hubiesen secuestrado, como al empresario norteamericano McKenzie, del cual habían hablado tanto en los periódicos. Pero Tinche no creía que eso hubiese sucedido, él tenía otra  sospecha, así que decidió dar unas vueltas por la ciudad, no en busca de Gelindo, sino haciendo tiempo de que él apareciera por cuenta propia. Como en efecto sucedió. A eso de las nueve de la mañana, cuando Tinche retornaba a La Huerta vio  el carro de Evelín Leyba detenerse frente a la casa y vio bajar de él a Gelindo con su melena afro aplanada en el lado izquierdo y en la parte superior, y la piel salpicada de arena.
Nadie le dijo nada. Doña Céfora, apenas, hizo un movimiento negativo con la cabeza y  el maestro Teodosio, desviando la mirada del ejemplar de El Matutino que tenía en las manos, bajó sus lentes hasta la punta de su nariz, y miró al muchacho, con los ojos desnudos, de arriba abajo. Solo movió los labios para responder a la solicitud de bendición de Gelindo, y su voz fue tan tenue, que solo se escuchó: “…diga”. Mejor dicho, se escuchó algo así como: “ssstttttmmmdiga”, no el acostumbrado y sonoro: “Dios te bendiga”.
Gelindo no se detuvo a besar a Doña Céfora, a  Olguita y al maestro Teodosio, como solía hacerlo, sino que fue directo hasta su cuarto. Todos pensaron que se acostaría a dormir y que despertaría dos días más tarde, pero se asombraron al verlo regresar, transcurridos unos veinte minutos, acicalado, perfumado, con su afro redondeado y la maleta en una mano.
―Tenemos media hora todavía  ―dijo, dirigiéndose a Tinche Jordán.
De nada sirvieron las peticiones de Doña Céfora para que pospusiera el viaje. El maestro no quiso intervenir, porque sabía que, con lo terco que había sido siempre su hijo, nada haría que desistiera. Así que no les quedó otra que abordar el LTD y acompañarlo al aeropuerto. 

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3 comentarios:

  1. Amigo quede a la expectativa, espero lo más pronto posible un nuevo surco

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  2. Amigo por qué cada entrega de la novela se llama surco? sólo por curiosidad

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  3. Saludos, Mariana. La novela está estructurada como un "long play", o LP, aquellos discos de vinilo que fueron sustituidos por los CD. Los LP tenían dos caras: lado A y lado B. Cada lado tenía diversos surcos, así se le decía a cada espacio que contenía una canción y que era surcado por la aguja.

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