miércoles, 30 de noviembre de 2016

LADO B - SURCO UNO


LADO B
  
Me dices loco,
 porque me río
 cuando debiera, tal vez, llorar.
 Me dices loco,
 porque he llorado
 cuando era todo felicidad.

No me comprendes,
 me dices loco. Solo te inspiro curiosidad.

Bola de Nieve

   
SURCO UNO


Naranja. En la década de los años setenta del siglo XX, todo era naranja. Los televisores y los radios. Los sofás y las sillas del comedor. El papel tapiz, las alfombras, las cortinas del baño, las cenefas de las cortinas de las ventanas, las lámparas, los exprimidores de naranjas, menos las naranjas, claro, porque en este trópico las naranjas nunca han sido de color naranja. Todo lo demás sí: las zanahorias, las auyamas, las mandarinas y hasta los tomates, pero no las naranjas. Los carros también eran naranja. Menos el de Gelindo, que era rojo, y el del maestro Teodosio que era azul marino, y los carros fúnebres, las patrullas y las ambulancias. De resto todos eran naranja, desde el Volkswagen Brasilia de Epifanio Colina hasta el Mustang de la Pelo Lindo. Incluso, en las cancioncitas tontas que cantaban las niñas en la escuela no podían faltar las naranjas: “Naranjas chinas,/ limón pintón,/ dame un besito/ en el corazón.” O: “Naranjas chinas,/ limón francés,/ dame un besito/ si me querés”.
Yo cierro los ojos, para sintonizar los años setenta, y comienzo a ver todo naranja. En ese entonces yo creía que solo los que usábamos anteojos veíamos las cosas de ese color. Pensaba que nuestros anteojos los hacía un mago con esa intención; desde luego, también pensaba que los lentes tenían un pequeño defecto, por eso algunas cosas las veíamos en otros tonos.
Cada vez que mi mamá me llevaba al oftalmólogo, en un descuido de ella y del doctor Espinoza, levantaba una cortinita (naranja) que había en el consultorio y que servía para separar ese espacio de otro donde el doctor guardaba todos los lentecitos que iba poniendo ante nuestros ojos para que leyéramos el abecedario. Levantaba aquella cortinita con el deseo de ver detrás, sobre una silla, una cabeza gigante, la del mago, que me dijera:
―Yo soy el Grande, el Poderosísimoooooo, el Terribleeeee ¿Tú quién eres y para qué me buscas?
Pero no. Nunca veía al fulano mago. Solo las cajitas de madera. Entonces me decepcionaba, y me lamentaba de no haber nacido en la Ciudad Esmeralda, donde sí había un mago, un mago que además era el que gobernaba, y seguro vestía ropajes mágicos, no como el maestro Teodosio, que solo usaba guayaberas. Guayaberas blancas. Si al menos hubiesen sido guayaberas naranja, como las camisas de Juancito Trucupey, habría pensado que el gobernador Teodosio Petit sí era un mago.
Por cierto, no recuerdo a Juancito vestido de otro color. Imagino que tenía un armario lleno de camisas naranja. Hay una imagen que nunca olvidaré de él: estaba vestido con una camisa de poliéster de su color favorito. Debió ser una noche muy calurosa porque la camisa se le adhería al cuerpo con el sudor. También vestía un saco beige y un pantalón del mismo color, sostenido con una correa de hebilla gigante. Juancito estaba parado al lado de una cantante, mirándola embobado. La artista lucía un vestido de escote recto sostenido de los hombros por dos finos listones. El traje estaba recamado en lentejuelas verde caramelo y en el lado izquierdo tenía a lo largo de la pierna una abertura que dejaba ver una fina línea de piel.
Toda aquella luz de las lentejuelas del atavío de la artista reverberaba en la fotografía realizada por mi papá con su Polaroid en un evento llamado Festival del Caribe. La camisa de Juancito Trucupey también reverberaba. Aquella era la imagen del encuentro de dos mundos, el de Ciudad Esmeralda y el de Ciudad Naranja. Porque aquella cantante debía de venir de la ciudad del Gran Oz.  Tal vez ella era el mismísimo Oz metamorfoseado en una diva.

*
“Porque soy así/ me llaman loco,/ nadie sabe mi dolor/ es que me conocen poco.// Loco, loco voy por la vida,/ canto, río y sufro también./ Soy humano y todo me pasa,/ por eso siempre yo loco seré.// Y cada día más loco estaré”. 


Decían que con esa canción de Héctor Lavoe había iniciado Juancito Trucupey su programa al siguiente día de que la Pelo Lindo tomara la foto que vi en el Volkswagen Brasilia de Epifanio y luego en casa de mi madrina.
―Esta canción estuvo dedicada a mi nuevo amigo del alma, Lindo Petit― cuentan que expresó Juancito al finalizar el tema.
Los radioescuchas fieles a Juancito quedaron atónitos con su dedicatoria. No todos, claro, algunos ya se habían enterado de la reciente amistad entre los dos rivales, pues los que habían estado en El Bar de Loco Lindo, llamado hasta la noche anterior La Esquina Gardeliana, se habían dedicado esa mañana a comentar lo sucedido: los abrazos entre los dos locutores, las risas, las fotos, los ¡salud! antes de cada trago, la cantadera de Trina, la reidera de Trina por todo lo que decía el Loco Lindo, la sudadera de Epifanio cada vez que Gelindo lo abrazaba ―cosa lógica, pensaba yo, por aquel calorón que hizo esa noche―, los tragos de cocuy con refresco sabor a colita y con ponche crema de la Pelo Lindo…
Gelindo, cuando alguien le comentó lo que había dicho Juancito en su programa, tomó el teléfono y lo llamó a la emisora Ondas del Mar para agradecerle el gesto.
―Tú no tienes que agradecerme nada, Loco Lindo, es más, chico, vamos a celebrarlo.
―¿A celebrar qué, Juancito? ―quiso saber Gelindo.
―A celebrar que te dediqué una canción y tú me llamaste.
―¡Jaaaaaaaaa!― se rio Gelindo al constatar que Juancito tenía bien ganado su apodo―. ¿Y en dónde lo celebraremos? ¿En La Esquina Gardeliana?
―Yo no conozco ningún bar que se llame La Esquina Gardeliana. Yo conozco es un bar que se llama El Bar de Loco Lindo.
Gelindo rio con más ganas.
―Pero no, no vamos a celebrar en El Bar de Loco Lindo. Hoy vamos a celebrar en una fiestecita que tienen las Navarrete porque terminaron su curso de secretariado bilingüe por correspondencia. Vamos a hacer algo, pásame buscando a eso de las ocho. Ah, invita a tu novia. A las Navarrete les va a gustar que haya una celebridad local en su fiesta, así tendrán a alguien a quien criticar y la fiesta será un éxito.
Y eso hizo Gelindo, invitó a la Evelín, pero esta estuvo reacia a asistir a una fiesta con gente que no era de su entorno. Seguro que no estaría ninguno de sus excompañeros del colegio, mucho menos alguno de sus vecinos de la avenida La Heroica. Lo más seguro era que se aburriría y no tendría más opción que hacer bombitas de chicle y acariciarse un mechón de su cabello al tiempo que pensaba en sus amigos de Caracas, que a esa hora estarían en Le Club relatando las anécdotas de sus viajes a Orlando.
“No. No y no”. Respondió Evelín a la invitación de Gelindo. Pero horas más tarde estaba sentada junto a una de las Navarrete, dándole consejos sobre el cuidado del cabello y comiendo trocitos de queso, de los que pinchaban con palillos que luego hendían en la pulpa de una manzana. No había por aquellos tiempos en la ciudad una fiesta sin una o muchas manzanas como esa, y las fiestas de las Navarrete no podían ser la excepción.
Las Navarrete, Isbelia y Eglée, eran unas muchachas muy agraciadas. Parecían gemelas, pero Eglée le llevaba a Isbelia casi dos años de diferencia. La primera tenía diecinueve años y la otra dieciocho. Isbelia era la novia de Juancito y, como a él, le gustaban mucho las fiestas. Era muy amistosa, conversadora y preguntona con la gente que acababa de conocer. Esa fue la impresión que dejó en Evelín a quien, según le confesó esta a Gelindo, dejó exhausta con el interrogatorio que le hizo.
Pero Isbelia no solo le hizo preguntas a Evelín, también le hizo confesiones. Le contó que Juancito Trucupey primero fue novio de su hermana Eglée, pero Eglée era una muchacha muy tranquila, de poco salir a fiestas y de poco hablar, además bailaba muy mal. Por lo que cuando Juancito y Eglée se enamoraron se llevaban a Isbelia a las fiestas para que bailara con él. Así, poco a poco, Isbelia y Juancito se fueron enamorando y una noche, en una fiesta con La Billo’s Caracas Boys en el Círculo Militar, Juancito fue llevando a Isbelia, al ritmo de la canción El brujo, hasta el centro de la pista. Isbelia iba canturriando:
“Un señor de Margarita,/ llamado Ñero Baruta,/ se presentó donde el brujo/ para hacerle una consulta:/ Perdone usted la molestia,/ que a preguntarle yo vengo/ qué debo hacer, señor brujo,/ con el problema que tengo./ Soy padre de cinco hijos/ y muchas obligaciones,/ pero, señor, no me olvido que ahí vienen las elecciones./ Dígame usted, señor brujo,/ por quién yo debo votar/ pa cumplir con mis deberes de ciudadano ejemplar…”


Juancito sentía en su mejilla y en su oreja el vientecito que producía el canturreo de Isbelia, y aquello le causaba una deliciosa cosquilla. Como reacción, el locutor presionaba su mano izquierda sobre la espalda de la muchacha, atrayéndola cada vez más hacia él hasta que los cuerpos estuvieron tan cerca que el uno sentía el latido del corazón del otro. Estaban tan cerca que cuando la orquesta comenzó la ejecución del bolero “El último suspiro” no había ni un milímetro de separación entre ellos. Su respiración estaba agitada y sus rostros brillaban por el sudor, sus ojos también brillaban. Eglée desde la mesa donde se encontraba había intentado varias veces ubicarlos con la mirada, pero le había sido imposible, solo los pudo ubicar cuando muchas parejas exhaustas comenzaron a abandonar la pista luego de que el maestro Billo marcara los tiempos, los músicos descargaran su pasión en sus instrumentos, y el solista entonara:
“El último suspiro de mi vida/ por ti lo he de exhalar,/ el último preludio de mi lira también por ti será…”
Al escuchar aquella primera estrofa, Juancito sintió un hilo de fuego ascendiéndole desde la ingle hasta el cerebro.
“La vida se me escapa lentamente, /no lo puedo evitar,/ y escucha de esta súplica doliente/ mi tristísimo cantar”.
Siguió modulando el cantante de la orquesta. Isbelia quiso levantar la vista para mirar al artista, pero el roce del bigote de Juancito sobre su cuello y luego sobre su mejilla la habían debilitado, ella era en ese momento solo una frazada de seda en los brazos del hombre.
“Cantar cuando se pierde/ la esperanza/ de volver a besar/ y en mis brazos tener/ el cuerpo virginal/ de tan linda mujer”.


Isbelia sintió la lengua de Juancito recorrer su oreja y su mejilla. La sintió llamar a su boca y entrar desaforada. En ese instante, dos parejas que bailaban frente a ellos se deslizaron un poco, una a cada lado, como telón, y Eglée pudo ver a su hermana y a su novio inmóviles, en el centro de la pista, pero agitados más allá de sus labios.

Las parejas que se habían movido volvieron al centro y ocultaron nuevamente a Isbelia y Juancito segundos antes de que finalizara la canción. Cuando retornaron a la mesa, Eglée los esperaba de pie, con su cartera en la mano.
―¿Qué pasó, mi caralinda? ―le preguntó Juancito a Eglée―. Te veo como disgustada. ¿Alguien se propasó contigo?
―No seas tan ridículo, Juan Garcés ―le respondió Eglée con rabia.
―Ay, Eglée, pero a ti no se te puede hablar― le reprochó Isbelia.
―Vamos al baño un momento― ordenó Eglée a su hermana tomándola con fuerza por un brazo.
―¿Pero vamos a dejar a Juancito solo? ―preguntó Isbelia con un tono de ingenuidad fingida.
―¿Y por qué no? ¿Yo sí puedo quedarme sentada sola toda la noche? ―le contestó Eglée a su hermana, impulsándola por el brazo hacia los tocadores.
―Pero, hermanita, ¿qué es lo que te pasa? ―quiso saber Isbelia cuando llegaron al sanitario. Me dejaste las uñas marcadas en el brazo.
―Que te vi besuqueándote con el desgraciado de Juancito Garcés.
―¿Quéééééé? ¡Ay, no. Los celos te hacen tener visiones!
 ―Mira, Isbelia Coromoto, yo seré muy quietecita, pero boba no soy. Es más, chica, quédate con tu Juancito Trucupey, que son tal para cual. Agradecida estoy de que me quites ese chicle de encima.
*
―Míralas, Loco Lindo. ¿Verdad que son bonitas nuestras novias? Las más bonitas de toda la fiesta ―le comentó Juancito a su amigo mientras ambos, ubicados en una esquina de la sala, miraban a Evelín y a Isbelia conversar―. Yo no dejaría a Isbelia por ninguna mujer del mundo. Esa morena me tiene loco. Yo creo que estoy más loco que tú, Loco Lindo.
―Eso siempre lo he sabido yo, Juancito Trucupey. Aquí el de la locura eres tú, solo que la fama quien la tiene soy yo. Pero no te preocupes, Juan, que yo no se lo diré a nadie, ¡jaaaaaa!.           
―Tú tampoco dejarías a la Evelín, ¿verdad, Loco Lindo?
―Eso no te lo puedo responder, Juancito. En lo único que yo he sido constante en la vida es en la conducción de este programa de radio que nos hizo rivales, pero también amigos. Hoy estoy con Evelín, sí, ¿pero mañana lo estaré? No lo sé. 
―Yo pienso envejecer con Isbelia, Loco Lindo.
―Yo solo pienso en vivir mi juventud, hoy con Evelín o con María Conchita Alonso mañana, si el destino me da la oportunidad.
―Por cierto, Loco Lindo, hablando de la farándula, ¿sabes quién va a ser este año el animador del Festival del Caribe?
―¿Quién? ¿Epifanio Colina?
―Nooooo, Loco Lindo. Este que está aquí. Juancito Trucupey Garcés.
Varias parejas que bailaban la canción El caderú, de la orquesta Billo’s Caracas Boys, de vez en cuando le ocultaban a Juancito y a Gelindo la imagen de Isbelia y Evelín, quienes seguían en amena conversación. Mejor dicho, Isbelia seguía en ameno monólogo.
―Ay, Pelo Lindo… perdón, Evelin, yo pensaba que tú eras odiosa y engreída, pero estaba equivocada. Tú si eres chévere. ―Y llamando a Juancito: ―¡Juan, Juan!… Perdóname, Eve. ¿Porque te puedo llamar Eve, verdad? Te voy a dejar un momento porque voy a decirle a Juancito que me invite a bailar, comenzó a sonar mi canción favorita.
Juancito acudió raudo al llamado de la muchacha, esbozando su característica sonrisa.
―Amorcito corazón, invítame a bailar que está sonando mi canción― le pidió Isbelia a Juancito.
―Sí, amorcito corazón, vamos a bailar, pues ―asintió Juancito con el rostro iluminado de contentura.
Desde el tocadiscos la orquesta Billo’s Caracas Boys inundaba la sala con  su música.
“Muchachita, color canela,/ mi cariño, mi porvenir,/ muchachita color canela,/ mi cariño, mi porvenir,/ si te quiero con el alma,/ ven no me hagas más sufrir…”.
Las expresiones en los rostros de Isbelia y  de Juancito eran de éxtasis. Los ojos grandotes y negrísimos de ella se habían vuelto más brillantes y la sonrisa de él era tan ancha como la mitad de una rueda de patilla de buena cosecha.
“Muchachita color canela,/ solamente te quiero a ti./ Muchachita color canela,/ solamente te quiero a ti…”.
A Isbelia y Juancito no les gustaba bailar anclados en un solo sitio sino desplazarse por toda la sala. A no ser que fuese un bolero lo que bailaran. Con canciones como “Muchachita color canela” iban de aquí para allá y de allá para acá. Los otros bailarines tenían que hacerse a un lado para no ser derribados por ellos.
“Muchachita Color canela,/ dame un beso y seré feliz./ Muchachita color canela,/ solamente te quiero a ti./ Muchachita color canela,/ a tu lado quiero vivir…”.


En el momento en que Isbelia y Juancito iban carialegres de un lado a otro de la sala, Eglée se les acercó a Gelindo y  Evelín.
―Qué bueno que hayan venido. Yo siempre escucho tu programa, Loco Lindo. A mí me gusta mucho el disco music. Isbelia y yo siempre peleamos por eso. ¿Tú me puedes enseñar a bailar disco music, Loco Lindo? Claro, si a Evelín no le importa.
―Por supuesto que puedo, Eglée ―fue la respuesta de Gelindo―. Cuando tú quieras.
―Ahora mismo ―dijo rauda Eglée.
―¿Ahora?
Eglée, sin esperar la respuesta de Gelindo, se fue veloz hacia el rincón donde estaba el tocadiscos e interrumpió la voz melodiosa que repetía incansable: “Muchachita color canela… Muchachita color canela… Muchachita color canela”. La canción sonaba por segunda vez a petición de  Isbelia.
―¡Pero, Eglée, qué malasangre eres! ―protestó Isbelia cuando dirigió su mirada hacia el rincón del tocadiscos buscando las causas del abrupto final de “su canción”, como decía ella―. ¿Qué te he hecho yo para que me trates así?
En la sala todos se miraron las caras e Isbelia al notarlo clavó su mirada en el piso. Justo en ese momento la aguja del toscadiscos extraía del primer surco del long play del grupo ABBA, que había puesto Eglée, este tema:
You can dance, you can jive,/ having the time of your life./ See that girl, watch that scene,/ diggin’ the dancing queen”.


Gelindo tomó a Eglée por la cintura y la llevó hasta el centro de la pista despejada. Luego la tomó de una mano y le dio varias vueltas hasta que ella mareada se precipitó sobre los brazos masculinos que la aguardaban para inclinarla hacia atrás.
Aplausos en la sala. Eglée se recuperó del mareo e imitó risueña cada paso de baile que hacía Gelindo. En uno de los bordes de la sala, Isbelia cruzada de brazos golpeaba frenéticamente el piso con la punta del zapato, sin llevarle el ritmo a la música,  como sí lo hacían con las palmas casi todos los representes. Juancito, por su parte, con una ceja arqueada le susurró a Isbelia.
―Tan zángana que resultó tu hermanita. Conmigo nunca quiso bailar guaracha, pero mírala con el Loco Lindo, toda una bailarina, que ni la misma Olivia Newton Jhonn. ¡Ay, sí, Eglée, la reina del baile! ―esta última oración la dijo con un tonito irónico. Las otras no, las otras oraciones las dijo con un tono de rencor.
―¿Es que estás celoso acaso? ―le reprochó Isbelia.
―¿Cómo se te ocurre decir eso, amorcito corazón? Cómo voy a estar celoso de la pata chueca de tu hermanita. La mujer que yo amo eres tú.
―Ah. Más te vale ―dijo Isbelia resoplando, con el rostro descompuesto. Luego añadió: ―Eso te pasa por estar invitando al Loco Lindo ese. Pero no te preocupes, esto lo arreglo yo en el acto.
Los invitados ya se estaban animando y bailoteaban- entiéndase aquí bailotear como la acción de bailar tímidamente- en los bordes de la sala, aún sin atreverse a invitar a una pareja. En el pick up, aquel artefacto de madera pulida con esmero, dispuesto en la sala como un tótem, la aguja seguía con su función y dejaba escuchar las voces de ABBA:
 Friday night and the lights are low./ Looking out for the place to go/ Where they play the right music,/ getting in the swing./ You come in to look for a king”.
Isbelia avanzó hacia el pick up con la barbilla alzada, bamboleando exageradamente los brazos y agitando los hombros. Juancito no la pudo detener, a pesar de haberla tomado por un brazo y haberle dicho para calmarla:
―Tranquila, amorcito corazón. Déjalos que bailen un rato. Luego les demostraremos que la reina del baile eres tú.
―No les voy a dar el gusto ―fue la respuesta de ella.
Dicho y hecho. Isbelia, ya ante el artefacto de sonido, devolvió la aguja del aparato a su sitio de descanso para, seguidamente, sacar un disco de la orquesta Los Melódicos de su carátula, ponerlo en el plato y hacerlo sonar. Los invitados al escuchar la pieza que salió del primer surco lanzaron un “¡eeeeehhhh!”. Y se entregaron al baile, como Cayetano, el de la canción:
“Cayetano baila bembé,/ a, e, baila bembé./ Juan el Pita baila bembé,/ a, e, baila bembé./ Échate pa llá, mai men/ con esa saya tan ancha/ que viene la negra Pancha/ que quiere bailar bembé”.


            Cuando los bailarines estaban más eufóricos repitiendo con Víctor Piñero, el cantante de aquel disco de la orquesta Los Melódicos, “baila bembé…. baila bembé… baila bembé”,  Eglée se llegó hasta el tocadiscos y ¡zas!, lo desconectó. Las protestas estallaron en la sala y las hermanas ya afilaban sus uñas de gatas cuando intervino Gelindo para pedirles:
―Cálmense, cálmense. No es necesario llegar a estos extremos, podemos llegar a un acuerdo. Podemos alternar los géneros musicales. Ponemos una salsa, luego un bolero, después un disco music, una guaracha… Así todos bailamos, todos disfrutamos y somos felices.
―Estoy de acuerdo, Loco Lindo ―asintió Eglée―. Falta saber si los señoritos allá −e hizo un gesto con sus labios para señalar a Isbelia y a Juancito-  también están de acuerdo.
―Está bien ―aceptó Isbelia, haciéndole un gesto despectivo con la mirada a Eglée―. Pero con una condición ―y un brillo maléfico se observó en sus ojos―.  Que Eglée baile con mi amorcito corazón las canciones de la Billo´s. Todos se miraron asombrados unos a otros, luego aplaudieron y el tocadiscos volvió a sonar.
La promesa comenzó a cumplirse. La primera canción en sonar fue un disco music y solo bailaron Evelín, Eglée y Gelindo; la segunda canción fue… y al instante se armó una algarabía en la sala cuyo centro se llenó de parejas eufóricas.
―¡Un momento! ―interrumpió Isbelia―.  Mi hermanita allá presente ―y señaló a Eglée, quien esperaba, en un rincón, que sonara otra melodía de su género favorito― no está cumpliendo con su parte.
Juancito Trucupey se dirigió hasta donde estaba Eglée y le ofreció el brazo. Esta se mordió el labio inferior, dibujó un arco con la mirada, levantó una ceja y caminó hasta el centro de la sala sin aceptar la gentileza de Trucupey. Cuando se reanudó la música, Isbelia lanzó una carcajada, pero cuando Eglée comenzó a bailar el rostro de malvada satisfecha de su hermana se transfiguró en uno de malvada confundida. A eso de las doce de la media noche, cuando nuevamente sonó una melodía de la Billo’s, Eglée y Juan Garcés salieron a la pista. Isbelia quiso impedirlo, pero ya el mal estaba hecho.
“El último suspiro de mi vida/ por ti lo he de exhalar,/ el último preludio de mi lira también por ti será…”
Juan apretó a Eglée contra su cuerpo, y la fue apretando más y más a medida que la canción avanzaba. Repentinamente tocó a sus labios y ella, sin demora, lo dejó pasar. Isbelia miró la escena por unos segundos, luego, con la mirada empañada por las lágrimas, caminó hacia el tocadiscos y se apresuró a desconectarlo. Seguidamente, salió corriendo de la sala. Atrás dejó una zapatilla y la risita de los invitados. La risita desapareció pronto, pero la zapatilla amaneció en el mismo lugar porque no hubo príncipe que se aprestara a recogerla.

*

―¿Qué me iba a imaginar yo que la Eglée se tenía muy bien guardada su venganza? Cuando la vi caminar hacia el centro de la sala dije: listo, a reírnos un rato con esta pata chueca, que no sabe bailar merengue ni guaracha. Pero nos sorprendió a todos. Yo no sé si se estaba viendo a escondidas con el desgraciado de Juancito Trucupey y él la enseñó a bailar o era que estaba haciendo un curso de baile por correspondencia, en paralelo con el de secretariado. Escuché a Isbelia decirle a mi mamá cuando le contaba los pormenores de su graduación de secretaria. Eso fue una semana después de aquella fiesta, cuando estuvo en nuestra casa mandándose a hacer un vestidito a lo Grease, para llevarlo al Festival del Caribe donde su hermana Eglée debutaría como cantante y bailarina, con un traje verde esmeralda que, según la gente,  había comprado en Casa Radiante, en Curazao, pero yo estoy seguro que se lo habían confeccionado en la ciudad del Gran Oz.

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FUENTES DE FOTOGRAFÍAS

1 comentario:

  1. Me encanto la referencia al doctor Encinoza, que bella historia José

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