LADO B
Me dices
loco,
porque me río
cuando debiera, tal vez, llorar.
Me dices loco,
porque he llorado
cuando era todo felicidad.
No me
comprendes,
me dices loco. Solo te inspiro curiosidad.
Bola
de Nieve
SURCO UNO
Naranja.
En la década de los años setenta del siglo XX, todo era naranja. Los
televisores y los radios. Los sofás y las sillas del comedor. El papel tapiz,
las alfombras, las cortinas del baño, las cenefas de las cortinas de las
ventanas, las lámparas, los exprimidores de naranjas, menos las naranjas, claro, porque en
este trópico las naranjas nunca han sido de color naranja. Todo lo demás sí: las zanahorias, las auyamas, las mandarinas y hasta los tomates, pero no las
naranjas. Los carros también eran naranja. Menos el de Gelindo, que era rojo, y
el del maestro Teodosio que era azul marino, y los carros fúnebres, las
patrullas y las ambulancias. De resto todos eran naranja, desde el Volkswagen Brasilia de Epifanio Colina
hasta el Mustang de la Pelo Lindo. Incluso,
en las cancioncitas tontas que cantaban las niñas en la escuela no podían
faltar las naranjas: “Naranjas chinas,/ limón pintón,/ dame un besito/ en el
corazón.” O: “Naranjas chinas,/ limón francés,/ dame un besito/ si me querés”.
Yo
cierro los ojos, para sintonizar los años setenta, y comienzo a ver todo
naranja. En ese entonces yo creía que solo los que usábamos anteojos veíamos
las cosas de ese color. Pensaba que nuestros anteojos los hacía un mago con esa
intención; desde luego, también pensaba que los lentes tenían un pequeño
defecto, por eso algunas cosas las veíamos en otros tonos.
Cada
vez que mi mamá me llevaba al oftalmólogo, en un descuido de ella y del doctor
Espinoza, levantaba una cortinita (naranja) que había en el consultorio y que
servía para separar ese espacio de otro donde el doctor guardaba todos los
lentecitos que iba poniendo ante nuestros ojos para que leyéramos el
abecedario. Levantaba aquella cortinita con el deseo de ver detrás, sobre una
silla, una cabeza gigante, la del mago, que me dijera:
―Yo
soy el Grande, el Poderosísimoooooo, el Terribleeeee ¿Tú quién eres y para qué
me buscas?
Pero
no. Nunca veía al fulano mago. Solo las cajitas de madera. Entonces me
decepcionaba, y me lamentaba de no haber nacido en la Ciudad Esmeralda, donde
sí había un mago, un mago que además era el que gobernaba, y seguro vestía
ropajes mágicos, no como el maestro Teodosio, que solo usaba guayaberas. Guayaberas
blancas. Si al menos hubiesen sido guayaberas naranja, como las camisas de
Juancito Trucupey, habría pensado que el gobernador Teodosio Petit sí era un
mago.
Por
cierto, no recuerdo a Juancito vestido de otro color. Imagino que tenía un armario
lleno de camisas naranja. Hay una imagen que nunca olvidaré de él: estaba vestido
con una camisa de poliéster de su color favorito. Debió ser una noche muy
calurosa porque la camisa se le adhería al cuerpo con el sudor. También vestía un saco beige y un pantalón del
mismo color, sostenido con una correa de hebilla gigante. Juancito estaba
parado al lado de una cantante, mirándola embobado. La artista lucía un vestido de escote recto sostenido de los hombros por dos
finos listones. El traje estaba recamado en lentejuelas verde caramelo y en el
lado izquierdo tenía a lo largo de la pierna una abertura que dejaba ver una
fina línea de piel.
Toda
aquella luz de las lentejuelas del atavío de la artista reverberaba en la
fotografía realizada por mi papá con su Polaroid en un evento llamado Festival del
Caribe. La camisa de Juancito Trucupey también reverberaba. Aquella era la
imagen del encuentro de dos mundos, el de Ciudad Esmeralda y el de Ciudad
Naranja. Porque aquella cantante debía de venir de la ciudad del Gran Oz. Tal vez ella era el mismísimo Oz
metamorfoseado en una diva.
*
“Porque
soy así/ me llaman loco,/ nadie sabe mi dolor/ es que me conocen poco.// Loco,
loco voy por la vida,/ canto, río y sufro también./ Soy humano y todo me pasa,/
por eso siempre yo loco seré.// Y cada día más loco estaré”.
Decían
que con esa canción de Héctor Lavoe había iniciado Juancito Trucupey su
programa al siguiente día de que la Pelo Lindo tomara la foto que vi en el Volkswagen Brasilia de Epifanio y luego
en casa de mi madrina.
―Esta
canción estuvo dedicada a mi nuevo amigo del alma, Lindo Petit― cuentan que
expresó Juancito al finalizar el tema.
Los
radioescuchas fieles a Juancito quedaron atónitos con su dedicatoria. No todos,
claro, algunos ya se habían enterado de la reciente amistad entre los dos
rivales, pues los que habían estado en El Bar de Loco Lindo, llamado hasta la
noche anterior La Esquina Gardeliana, se habían dedicado esa mañana a comentar
lo sucedido: los abrazos entre los dos locutores, las risas, las fotos, los ¡salud!
antes de cada trago, la cantadera de Trina, la reidera de Trina por todo lo que
decía el Loco Lindo, la sudadera de Epifanio cada vez que Gelindo lo abrazaba ―cosa
lógica, pensaba yo, por aquel calorón que hizo esa noche―, los tragos de cocuy
con refresco sabor a colita y con ponche crema de la Pelo Lindo…
Gelindo,
cuando alguien le comentó lo que había dicho Juancito en su programa, tomó el
teléfono y lo llamó a la emisora Ondas del Mar para agradecerle el gesto.
―Tú
no tienes que agradecerme nada, Loco Lindo, es más, chico, vamos a celebrarlo.
―¿A
celebrar qué, Juancito? ―quiso saber Gelindo.
―A
celebrar que te dediqué una canción y tú me llamaste.
―¡Jaaaaaaaaa!―
se rio Gelindo al constatar que Juancito tenía bien ganado su apodo―. ¿Y en dónde
lo celebraremos? ¿En La Esquina Gardeliana?
―Yo
no conozco ningún bar que se llame La Esquina Gardeliana. Yo conozco es un bar
que se llama El Bar de Loco Lindo.
Gelindo
rio con más ganas.
―Pero
no, no vamos a celebrar en El Bar de Loco Lindo. Hoy vamos a celebrar en una
fiestecita que tienen las Navarrete porque terminaron su curso de secretariado
bilingüe por correspondencia. Vamos a hacer algo, pásame buscando a eso de las
ocho. Ah, invita a tu novia. A las Navarrete les va a gustar que haya una
celebridad local en su fiesta, así tendrán a alguien a quien criticar y la
fiesta será un éxito.
Y
eso hizo Gelindo, invitó a la Evelín, pero esta estuvo reacia a asistir a una
fiesta con gente que no era de su entorno. Seguro que no estaría ninguno de sus
excompañeros del colegio, mucho menos alguno de sus vecinos de la avenida La
Heroica. Lo más seguro era que se aburriría y no tendría más opción que hacer
bombitas de chicle y acariciarse un mechón de su cabello al tiempo que pensaba
en sus amigos de Caracas, que a esa hora estarían en Le Club relatando las anécdotas de sus viajes a Orlando.
“No.
No y no”. Respondió Evelín a la invitación de Gelindo. Pero horas más tarde
estaba sentada junto a una de las Navarrete, dándole consejos sobre el cuidado
del cabello y comiendo trocitos de queso, de los que pinchaban con palillos que
luego hendían en la pulpa de una manzana. No había por aquellos tiempos en la
ciudad una fiesta sin una o muchas manzanas como esa, y las fiestas de las Navarrete
no podían ser la excepción.
Las
Navarrete, Isbelia y Eglée, eran unas muchachas muy agraciadas. Parecían gemelas,
pero Eglée le llevaba a Isbelia casi dos años de diferencia. La primera tenía
diecinueve años y la otra dieciocho. Isbelia era la novia de Juancito y, como a
él, le gustaban mucho las fiestas. Era muy amistosa, conversadora y preguntona
con la gente que acababa de conocer. Esa fue la impresión que dejó en Evelín a
quien, según le confesó esta a Gelindo, dejó exhausta con el interrogatorio que
le hizo.
Pero
Isbelia no solo le hizo preguntas a Evelín, también le hizo confesiones. Le
contó que Juancito Trucupey primero fue novio de su hermana Eglée, pero Eglée
era una muchacha muy tranquila, de poco salir a fiestas y de poco hablar, además
bailaba muy mal. Por lo que cuando Juancito y Eglée se enamoraron se llevaban a
Isbelia a las fiestas para que bailara con él. Así, poco a poco, Isbelia y
Juancito se fueron enamorando y una noche, en una fiesta con La Billo’s Caracas
Boys en el Círculo Militar, Juancito fue llevando a Isbelia, al ritmo de la
canción El brujo, hasta el centro de
la pista. Isbelia iba canturriando:
“Un
señor de Margarita,/ llamado Ñero Baruta,/ se presentó donde el brujo/ para
hacerle una consulta:/ ―Perdone usted la molestia,/ que a preguntarle yo vengo/
qué debo hacer, señor brujo,/ con el problema que tengo./ Soy padre de cinco
hijos/ y muchas obligaciones,/ pero, señor, no me olvido que ahí vienen las
elecciones./ Dígame usted, señor brujo,/ por quién yo debo votar/ pa cumplir
con mis deberes de ciudadano ejemplar…”
Juancito
sentía en su mejilla y en su oreja el vientecito que producía el canturreo de
Isbelia, y aquello le causaba una deliciosa cosquilla. Como reacción, el
locutor presionaba su mano izquierda sobre la espalda de la muchacha,
atrayéndola cada vez más hacia él hasta que los cuerpos estuvieron tan cerca
que el uno sentía el latido del corazón del otro. Estaban tan cerca que cuando
la orquesta comenzó la ejecución del bolero “El último suspiro” no había ni un
milímetro de separación entre ellos. Su respiración estaba agitada y sus
rostros brillaban por el sudor, sus ojos también brillaban. Eglée desde la mesa
donde se encontraba había intentado varias veces ubicarlos con la mirada, pero
le había sido imposible, solo los pudo ubicar cuando muchas parejas exhaustas
comenzaron a abandonar la pista luego de que el maestro Billo marcara los
tiempos, los músicos descargaran su pasión en sus instrumentos, y el solista entonara:
“El
último suspiro de mi vida/ por ti lo he de exhalar,/ el último preludio de mi
lira también por ti será…”
Al
escuchar aquella primera estrofa, Juancito sintió un hilo de fuego
ascendiéndole desde la ingle hasta el cerebro.
“La
vida se me escapa lentamente, /no lo puedo evitar,/ y escucha de esta súplica
doliente/ mi tristísimo cantar”.
Siguió
modulando el cantante de la orquesta. Isbelia quiso levantar la vista para
mirar al artista, pero el roce del bigote de Juancito sobre su cuello y luego
sobre su mejilla la habían debilitado, ella era en ese momento solo una frazada
de seda en los brazos del hombre.
“Cantar
cuando se pierde/ la esperanza/ de volver a besar/ y en mis brazos tener/ el
cuerpo virginal/ de tan linda mujer”.
Isbelia sintió la lengua de
Juancito recorrer su oreja y su mejilla. La sintió llamar a su boca y entrar desaforada.
En ese instante, dos parejas que bailaban frente a ellos se deslizaron un poco,
una a cada lado, como telón, y Eglée pudo ver a su hermana y a su novio inmóviles,
en el centro de la pista, pero agitados más allá de sus labios.
Las parejas que se habían movido
volvieron al centro y ocultaron nuevamente a Isbelia y Juancito segundos antes de
que finalizara la canción. Cuando retornaron a la mesa, Eglée los esperaba de
pie, con su cartera en la mano.
―¿Qué
pasó, mi caralinda? ―le preguntó Juancito a Eglée―. Te veo como disgustada.
¿Alguien se propasó contigo?
―No
seas tan ridículo, Juan Garcés ―le respondió Eglée con rabia.
―Ay,
Eglée, pero a ti no se te puede hablar― le reprochó Isbelia.
―Vamos
al baño un momento― ordenó Eglée a su hermana tomándola con fuerza por un
brazo.
―¿Pero
vamos a dejar a Juancito solo? ―preguntó Isbelia con un tono de ingenuidad
fingida.
―¿Y
por qué no? ¿Yo sí puedo quedarme sentada sola toda la noche? ―le contestó
Eglée a su hermana, impulsándola por el brazo hacia los tocadores.
―Pero,
hermanita, ¿qué es lo que te pasa? ―quiso saber Isbelia cuando llegaron al
sanitario―. Me dejaste las uñas marcadas en el brazo.
―Que
te vi besuqueándote con el desgraciado de Juancito Garcés.
―¿Quéééééé?
¡Ay, no. Los celos te hacen tener visiones!
―Mira, Isbelia Coromoto, yo seré muy
quietecita, pero boba no soy. Es más, chica, quédate con tu Juancito Trucupey,
que son tal para cual. Agradecida estoy de que me quites ese chicle de encima.
*
―Míralas,
Loco Lindo. ¿Verdad que son bonitas nuestras novias? Las más bonitas de toda la
fiesta ―le comentó Juancito a su amigo mientras ambos, ubicados en una esquina
de la sala, miraban a Evelín y a Isbelia conversar―. Yo no dejaría a Isbelia por
ninguna mujer del mundo. Esa morena me tiene loco. Yo creo que estoy más loco
que tú, Loco Lindo.
―Eso
siempre lo he sabido yo, Juancito Trucupey. Aquí el de la locura eres tú, solo
que la fama quien la tiene soy yo. Pero no te preocupes, Juan, que yo no se lo
diré a nadie, ¡jaaaaaa!.
―Tú
tampoco dejarías a la Evelín, ¿verdad, Loco Lindo?
―Eso
no te lo puedo responder, Juancito. En lo único que yo he sido constante en la
vida es en la conducción de este programa de radio que nos hizo rivales, pero
también amigos. Hoy estoy con Evelín, sí, ¿pero mañana lo estaré? No lo sé.
―Yo
pienso envejecer con Isbelia, Loco Lindo.
―Yo
solo pienso en vivir mi juventud, hoy con Evelín o con María Conchita Alonso
mañana, si el destino me da la oportunidad.
―Por cierto, Loco Lindo, hablando
de la farándula, ¿sabes quién va a ser este año el animador del Festival del
Caribe?
―¿Quién?
¿Epifanio Colina?
―Nooooo,
Loco Lindo. Este que está aquí. Juancito Trucupey Garcés.
Varias
parejas que bailaban la canción El caderú,
de la orquesta Billo’s Caracas Boys, de vez en cuando le ocultaban a Juancito y
a Gelindo la imagen de Isbelia y Evelín, quienes seguían en amena conversación.
Mejor dicho, Isbelia seguía en ameno monólogo.
―Ay,
Pelo Lindo… perdón, Evelin, yo pensaba que tú eras odiosa y engreída, pero
estaba equivocada. Tú si eres chévere. ―Y llamando a Juancito: ―¡Juan, Juan!… Perdóname,
Eve. ¿Porque te puedo llamar Eve, verdad? Te voy a dejar un momento porque voy
a decirle a Juancito que me invite a bailar, comenzó a sonar mi canción
favorita.
Juancito
acudió raudo al llamado de la muchacha, esbozando su característica sonrisa.
―Amorcito
corazón, invítame a bailar que está sonando mi canción― le pidió Isbelia a
Juancito.
―Sí,
amorcito corazón, vamos a bailar, pues ―asintió Juancito con el rostro
iluminado de contentura.
Desde
el tocadiscos la orquesta Billo’s Caracas Boys inundaba la sala con su música.
“Muchachita,
color canela,/ mi cariño, mi porvenir,/ muchachita color canela,/ mi cariño, mi
porvenir,/ si te quiero con el alma,/ ven no me hagas más sufrir…”.
Las
expresiones en los rostros de Isbelia y
de Juancito eran de éxtasis. Los ojos grandotes y negrísimos de ella se
habían vuelto más brillantes y la sonrisa de él era tan ancha como la mitad de
una rueda de patilla de buena cosecha.
“Muchachita
color canela,/ solamente te quiero a ti./ Muchachita color canela,/ solamente
te quiero a ti…”.
A
Isbelia y Juancito no les gustaba bailar anclados en un solo sitio sino desplazarse
por toda la sala. A no ser que fuese un bolero lo que bailaran. Con canciones
como “Muchachita color canela” iban de aquí para allá y de allá para acá. Los
otros bailarines tenían que hacerse a un lado para no ser derribados por ellos.
“Muchachita
Color canela,/ dame un beso y seré feliz./ Muchachita color canela,/ solamente
te quiero a ti./ Muchachita color canela,/ a tu lado quiero vivir…”.
En
el momento en que Isbelia y Juancito iban carialegres de un lado a otro de la
sala, Eglée se les acercó a Gelindo y Evelín.
―Qué
bueno que hayan venido. Yo siempre escucho tu programa, Loco Lindo. A mí me
gusta mucho el disco music. Isbelia y
yo siempre peleamos por eso. ¿Tú me puedes enseñar a bailar disco music, Loco Lindo? Claro, si a
Evelín no le importa.
―Por
supuesto que puedo, Eglée ―fue la respuesta de Gelindo―. Cuando tú quieras.
―Ahora
mismo ―dijo rauda Eglée.
―¿Ahora?
Eglée,
sin esperar la respuesta de Gelindo, se fue veloz hacia el rincón donde estaba
el tocadiscos e interrumpió la voz melodiosa que repetía incansable: “Muchachita
color canela… Muchachita color canela… Muchachita color canela”. La canción sonaba por segunda vez a
petición de Isbelia.
―¡Pero,
Eglée, qué malasangre eres! ―protestó Isbelia cuando dirigió su mirada hacia el
rincón del tocadiscos buscando las
causas del abrupto final de “su canción”, como decía ella―. ¿Qué te he hecho yo
para que me trates así?
En
la sala todos se miraron las caras e Isbelia al notarlo clavó su mirada en el
piso. Justo en ese momento la aguja del toscadiscos extraía del primer surco
del long play del grupo ABBA, que había puesto Eglée, este tema:
“You can dance, you can jive,/ having the time of your life./ See that
girl, watch that scene,/ diggin’ the dancing queen”.
Gelindo
tomó a Eglée por la cintura y la llevó hasta el centro de la pista despejada.
Luego la tomó de una mano y le dio varias vueltas hasta que ella mareada se
precipitó sobre los brazos masculinos que la aguardaban para inclinarla hacia
atrás.
Aplausos
en la sala. Eglée se recuperó del mareo e imitó risueña cada paso de baile que
hacía Gelindo. En uno de los bordes de la sala, Isbelia cruzada de brazos
golpeaba frenéticamente el piso con la punta del zapato, sin llevarle el ritmo
a la música, como sí lo hacían con las
palmas casi todos los representes. Juancito, por su parte, con una ceja arqueada
le susurró a Isbelia.
―Tan
zángana que resultó tu hermanita. Conmigo nunca quiso bailar guaracha, pero
mírala con el Loco Lindo, toda una bailarina, que ni la misma Olivia Newton
Jhonn. ¡Ay, sí, Eglée, la reina del baile! ―esta última oración la dijo con un
tonito irónico. Las otras no, las otras oraciones las dijo con un tono de
rencor.
―¿Es
que estás celoso acaso? ―le reprochó Isbelia.
―¿Cómo
se te ocurre decir eso, amorcito corazón? Cómo voy a estar celoso de la pata
chueca de tu hermanita. La mujer que yo amo eres tú.
―Ah.
Más te vale ―dijo Isbelia resoplando, con el rostro descompuesto. Luego añadió:
―Eso te pasa por estar invitando al Loco Lindo ese. Pero no te preocupes, esto
lo arreglo yo en el acto.
Los
invitados ya se estaban animando y bailoteaban- entiéndase aquí bailotear como la
acción de bailar tímidamente- en los bordes de la sala, aún sin atreverse a
invitar a una pareja. En el pick up, aquel artefacto de madera pulida con esmero, dispuesto en
la sala como un tótem, la aguja seguía con su función y dejaba escuchar las
voces de ABBA:
“Friday night and the lights are low./ Looking out for the place to go/
Where they play the right music,/ getting in the swing./ You come in to look for a king”.
Isbelia
avanzó hacia el pick up con la
barbilla alzada, bamboleando exageradamente los brazos y agitando los hombros. Juancito
no la pudo detener, a pesar de haberla tomado por un brazo y haberle dicho para
calmarla:
―Tranquila,
amorcito corazón. Déjalos que bailen un rato. Luego les demostraremos que la
reina del baile eres tú.
―No
les voy a dar el gusto ―fue la respuesta de ella.
Dicho
y hecho. Isbelia, ya ante el artefacto de sonido,
devolvió la aguja del aparato a su sitio de descanso para, seguidamente, sacar un
disco de la orquesta Los Melódicos de su carátula, ponerlo en el plato y
hacerlo sonar. Los invitados al escuchar la pieza que salió del primer surco
lanzaron un “¡eeeeehhhh!”. Y se entregaron al baile, como Cayetano, el de la
canción:
“Cayetano
baila bembé,/ a, e, baila bembé./ Juan el Pita baila bembé,/ a, e, baila bembé./
Échate pa llá, mai men/ con esa saya
tan ancha/ que viene la negra Pancha/ que quiere bailar bembé”.
Cuando
los bailarines estaban más eufóricos repitiendo con Víctor Piñero, el cantante
de aquel disco de la orquesta Los Melódicos, “baila bembé…. baila bembé… baila bembé”, Eglée se llegó hasta el tocadiscos y ¡zas!, lo desconectó. Las protestas estallaron en la sala
y las hermanas ya afilaban sus uñas de gatas cuando intervino Gelindo para pedirles:
―Cálmense,
cálmense. No es necesario llegar a estos extremos, podemos llegar a un acuerdo.
Podemos alternar los géneros musicales. Ponemos una salsa, luego un bolero,
después un disco music, una guaracha…
Así todos bailamos, todos disfrutamos y somos felices.
―Estoy
de acuerdo, Loco Lindo ―asintió Eglée―. Falta saber si los señoritos allá −e
hizo un gesto con sus labios para señalar a Isbelia y a Juancito- también están de acuerdo.
―Está bien ―aceptó Isbelia, haciéndole
un gesto despectivo con la mirada a Eglée―. Pero con una condición ―y un brillo
maléfico se observó en sus ojos―. Que
Eglée baile con mi amorcito corazón las canciones de la Billo´s. Todos se
miraron asombrados unos a otros, luego aplaudieron y el tocadiscos volvió a
sonar.
La promesa comenzó a cumplirse. La
primera canción en sonar fue un disco
music y solo bailaron Evelín, Eglée y Gelindo; la segunda canción fue… y al
instante se armó una algarabía en la sala cuyo centro se llenó de parejas
eufóricas.
―¡Un momento! ―interrumpió
Isbelia―. Mi hermanita allá presente ―y
señaló a Eglée, quien esperaba, en un rincón, que sonara otra melodía de su
género favorito― no está cumpliendo con su parte.
Juancito Trucupey se dirigió hasta
donde estaba Eglée y le ofreció el brazo. Esta se mordió el labio inferior,
dibujó un arco con la mirada, levantó una ceja y caminó hasta el centro de la
sala sin aceptar la gentileza de Trucupey. Cuando se reanudó la música, Isbelia
lanzó una carcajada, pero cuando Eglée comenzó a bailar el rostro de malvada
satisfecha de su hermana se transfiguró en uno de malvada confundida. A eso de
las doce de la media noche, cuando nuevamente sonó una melodía de la Billo’s,
Eglée y Juan Garcés salieron a la pista. Isbelia quiso impedirlo, pero ya el
mal estaba hecho.
“El último suspiro de mi vida/ por
ti lo he de exhalar,/ el último preludio de mi lira también por ti será…”
Juan apretó a Eglée
contra su cuerpo, y la fue apretando más y más a medida que la canción avanzaba. Repentinamente tocó a sus labios y ella, sin demora, lo dejó pasar.
Isbelia miró la escena por unos segundos, luego, con la mirada empañada por las
lágrimas, caminó hacia el tocadiscos y
se apresuró a desconectarlo.
Seguidamente, salió corriendo de la sala. Atrás dejó una zapatilla y la risita
de los invitados. La risita desapareció pronto, pero la zapatilla amaneció en
el mismo lugar porque no hubo príncipe que se aprestara a recogerla.
*
―¿Qué me iba a imaginar yo que la
Eglée se tenía muy bien guardada su venganza? Cuando la vi caminar hacia el
centro de la sala dije: listo, a reírnos un rato con esta pata chueca, que no
sabe bailar merengue ni guaracha. Pero nos sorprendió a todos. Yo no sé si se
estaba viendo a escondidas con el desgraciado de Juancito Trucupey y él la
enseñó a bailar o era que estaba haciendo un curso de baile por correspondencia,
en paralelo con el de secretariado. ―Escuché a Isbelia decirle a mi mamá cuando
le contaba los pormenores de su graduación de secretaria. Eso fue una semana
después de aquella fiesta, cuando estuvo en nuestra casa mandándose a hacer un
vestidito a lo Grease, para llevarlo
al Festival del Caribe donde su hermana Eglée debutaría como cantante y
bailarina, con un traje verde esmeralda que, según la gente, había comprado en Casa Radiante, en Curazao, pero
yo estoy seguro que se lo habían confeccionado en la ciudad del Gran Oz.
________________________________
FUENTES DE FOTOGRAFÍAS
httpswww.ebay.comitmGuayabera-Shirt-Haband-Cuban-Mens-Medium-Orange-Short-Sleeve-Genuine-Zip-Up-233269668834_ul=DO
Me encanto la referencia al doctor Encinoza, que bella historia José
ResponderEliminar