SURCO SEIS
Quien
inventó la fotografía debió de ser un mago, pero quien inventó la cámara Polaroid debió de ser el más grande de
los hechiceros. Eso lo pensaba yo cada vez que mi papá sacaba su cámara y hacía
una foto. Para mí el acto de prestidigitación más extraordinario que podía
existir era cuando mi padre oprimía el obturador y de la cámara salía disparado
un trozo de papel donde iba apareciendo lentamente ante nuestros ojos la imagen
que hacía un momento él había observado a través del visor.
Yo
me quedaba en trance mirando cada detalle que iba revelándose en el espacio gelatinoso
del rectángulo vertical. Me gustaba observar las sonrisas de la gente, yo creo
que las bocas sonrientes era lo primero que se revelaba, luego iban apareciendo
las demás partes del rostro. Me parece haber visto fotos que no llegaban a
revelarse del todo, solo podían verse en ellas sonrisas flotando como
libélulas.
Ese
no fue el caso de la foto de Trina Payares, Epifanio Colina, Juancito Trucupey
y Gelindo Petit. En esa foto todos estaban completos, incluso Juancito, que en
ocasiones tenía una sonrisa más parecida a la de un gato de Cheshire que a la
de Pepe Cortisona. Me gustaban las fotos, como esa, en las que todos se abrazan
y sonríen, sonríen de verdad, sin tener que decir: “whiiiisky”.
Yo
estuve mucho, mucho, rato mirando aquella foto y detallando a cada personaje
que en ella aparecía. El primero era Epifanio, vestido con su habitual traje
safari y secándose el sudor con su pañuelo oloroso. Lógico, no podía percibir
el olor, pero podía imaginarlo porque jamás Epifanio andaba sin un pañuelo perfumado.
Luego estaba Trina Payares, con una manta guajira nueva, más colorida que todas
sus mantas guajiras. Le seguía Gelindo con la cara un poco inclinada hacia
atrás, señal de que estaba a punto de soltar su carcajada monosilábica, y en el
extremo derecho estaba Juancito Trucupey, sonriendo y mirando de reojos a
Gelindo, como si le acabase de susurrar algo a este.
Solo
faltaba en la foto la Pelo Lindo, pero yo creo que fue ella quien tomó la
instantánea. Estoy casi seguro porque por un ladito de la foto aparecía algo
como un mechoncito de pelo.
Ver
aquella foto en un portarretratos, sobre el aguamanil donde también descansaba
la foto en la que mi madrina vestía de verde oliva y llevaba un arma como
Barbarella, me reconfortó, pues me hizo entender que el día que me llevaron al
hospital no había imaginado la foto que el viento movía en el tablero del Volkswagen Brasilia. Y si aquella foto no era producto de mi imaginación, tal
vez el fantasma, príncipe de los bisures, tampoco lo era.
Cuando
mi madrina, quien había ido a su habitación en busca de una tela para
enviársela a mi madre para que le confeccionara una de sus vistosas prendas de vestir,
regresó, me encontró sonriendo y me dijo:
―El
que se ríe solo, de su picardía se acuerda.
―Madrina,
¿y esa foto? ―me atreví a preguntarle.
―¿Verdad
que está bonita? Nos la tomamos días atrás, por insistencia de Epifanio ―me
respondió.
―¿Y
ese no es Gelindo Petit?
―¿Ah,
sí? Para ver… Verdad. No me había dado cuenta ―me dijo en tono
evidentemente juguetón. Luego agregó: ―Claro
que es él. Te mostré esa foto el día de tu accidente.
Yo
solté una risa con la sílaba “je” repetida cuatro veces, tomé la tela y el
dinero que mi madrina le enviaba a mi mamá como pago por la reparación de los
pantalones de Epifanio, cuya entrega era el motivo de mi visita, y corrí a mi
casa a dibujar a mi madrina Trina Payares bailando Night Fever con Gelindo Petit, mientras Epifanio, Juancito y la
Pelo Lindo, bañados por los destellos de una bola de espejos, aplaudían eufóricos
en torno a ellos.
*
Había
gran expectativa ese día con el programa de Gelindo. Se había corrido la
noticia de que él había retirado esa mañana una encomienda en el correo. La
noticia la había propagado Ricardita Gamero, una de las secretarias de la
oficina postal. Ricardita se había tomado la atribución de informar cada mes, a la fanaticada de Disco y juventud, de los envíos discográficos
que le hacían a Gelindo desde el Norte.
Nada
más enterarse Ricardita de que había llegado algún paquete para Gelindo,
agarraba el teléfono y llamaba a dos o tres personas, y estas a dos o tres más
y así en pocos segundos toda la ciudad sabía que en breves horas escucharían
por las ondas hertzianas de La Mensajera las novedades de la lista Billboard en el género disco music. Bueno, novedades, novedades, no tanto, porque llegaban con uno
o dos meses de retraso.
Una
de las personas a las que siempre llamaba Ricardita Gamero era a mi prima, por
eso ella estaba tan ansiosa cuando llegué a su casa, luego de llevarle a mi
mamá el dinero que le enviara mi madrina.
−¡Niñoooooo,
al fin llegas! Pensé que ibas a perderte las novedades que nos tiene para hoy
Lindo Petit. Ya va a comenzar el programa ―me reclamó.
―Acabo
de ver en casa de mi madrina una foto de ella con Gelindo. También estaban en
la foto Epifanio y Juancito Trucupey.
―Ay,
primito, es que tú por andar buscando fantasmas donde no se te han perdido, no
te enteras de nada. Déjame que te cuente rapidito, antes que comience el programa.
*
La
Esquina Gardeliana era un viejo bar ubicado en la calle El Progreso, haciendo
esquina con el callejón Laclé, en el centro, pero hacia el sur, casi llegando
al barrio Aruba, fundado en la colonia por esclavos que huían de las Antillas
Neerlandesas y llegaban a la ciudad procurando libertad. Así, palabras más,
palabras menos, le había explicado Tinche Jordán a Gelindo el día que convinieron
salir a tomarse unos tragos. La propuesta había sido de Gelindo, pues quería
retribuirle de algún modo a su amigo Tinche tanta bondad hacia él.
Cuando
Gelindo, Tinche Jordán y la Pelo Lindo llegaron al bar y se bajaron del Camaro, pudieron escuchar unos tambores
que sonaban en las cercanías, y unas voces que repetían:
“Catanga
tanga, eso es el cigarro/ Catanga tanga, eso es el cigarro/ Catanga tanga
Catanga tanga…”
A
Gelindo le pareció muy graciosa la canción, por lo que sonriente le comentó a
Tinche:
―Qué
canción tan cómica. Ese Catanga debe fumar más que Martín Yánez y el maestro
Teodosio juntos ¿De dónde proviene esa música? ¿Quién canta?
―Esa
música viene de casa de Chiquitica Macho, ahí repican el tambor todas las
noches. Y la que canta es ella. Cuando éramos muchachos, Teodosio estaba
enamorado de Chiquitica y no faltábamos a ninguno de sus toques. A todos nos
gustaba ver a Chiquitica batiendo las nalgas cuando bailaba el tambor, tu papá cuando
la veía entraba en éxtasis. Un día le declaró su amor y Chiquitica le dijo que
pensaría en aceptarlo cuando él aprendiera a tocar tambora porque a ella solo
le gustaban los hombres tamboreros, pero Teo no tenía oído musical y por más
que lo intentó nunca aprendió a tocar el instrumento. Un día Chiquitica se casó
con Benito, el mejor percusionista de la ciudad, y Teo se olvidó de ella. Las
últimas seis palabras la pronunció Tinche frente a la puerta del bar, mientras
le indicaba a sus acompañantes, con un gesto de su mano, que pasasen adelante.
Primero pasó Evelín,
luego Gelindo y, finalmente, Tinche. Comenzaba a fluir de la rockola la voz de Hugo
del Carril: “Niño bien, pretencioso y engrupido,/ que tenés berretín de
figurar;/ niño bien que llevás dos apellidos/ y que usás de escritorio el Petit
Bar./ Pelandrún que la vas de distinguido/ y siempre hablás de la estancia de
papá,/ mientras tu viejo pa ganarse el puchero,/ todos los días sale a vender
fainá”.
―Hablando
del rey de Roma… Miren, palabra cierta ―dijo una voz grave que provenía del
fondo.
Los
tres recién llegados pudieron escuchar claramente el comentario cuando se
sentaban a una mesa ubicada muy cerca de la entrada. Desde ahí Gelindo hizo un
recorrido visual por el lugar y lo notó muy austero, pero acogedor. Algunas
paredes estaban decoradas con unos murales de colores brillantes con escenas de
bares en los que famosos artistas del tango cantaban ante un público que libaba,
fumaba y bailaba. Notó también Gelindo que todos los presentes los miraban a
ellos con curiosidad, sobre todo las tres personas que estaban sentadas al
fondo del bar. Al aguzar la mirada reconoció a Epifanio, su compañero de estación, a quien se
había encontrado en un par de oportunidades en las escaleras de La Mensajera. Gelindo habría querido detenerse y
presentársele, porque le habían dicho que aquel era un excelente profesional de
la radiodifusión y un hombre muy culto, pero Epifanio siempre andaba tan apurado
que apenas le respondía el saludo. A los acompañantes de Epifanio, Gelindo no
los había visto nunca, pero no le cupo dudas de quiénes eran, le habían hablado
tanto de ellos que sentía que los conocía de toda la vida.
A
los pocos minutos varias personas se atrevieron a acercarse a la mesa de
Gelindo y saludar a los recién llegados, algunos lo hicieron porque, aunque no
les gustaba la música que transmitía este en su programa, se habían divertido
en alguna ocasión con sus ocurrencias. Otros lo hicieron para saludar a Tinche,
un hombre muy querido en aquel lugar. Entre esos otros estaba Olegario Revilla,
el dueño del bar. Tinche le presentó sus acompañantes al hombre, y este,
amablemente, les dijo:
―La
primera ronda de tragos va por la casa. ¿Qué desean tomar?
Ya
Tinche, camino al bar le había advertido a Gelindo:
―Ve,
Lindo, en La Esquina Gardeliana no venden esos tragos que tú estás acostumbrado
a tomar en las discotecas gringas. Ahí lo que sirven es cerveza, caña y cocuy.
―Tranquilo,
Tinche, que nosotros beberemos lo que tú pidas ―había sido la respuesta de
Gelindo.
Por
eso Tinche no dudó al responderle a Revilla:
―Tres
tragos de cocuy.
Al
poco tiempo se les acercó un mesonero con los tres tragos servidos en unos diminutos vasos. Tinche bebió el contenido en un solo sorbo, y su rostro se iluminó con
un gesto de satisfacción; Gelindo, en tres sorbos, frunciendo el entrecejo y la
nariz después de cada uno, y Evelín luego del primer sorbo comenzó a toser y no
pudo seguir bebiendo.
Los
de la mesa del fondo dejaron escapar unas risitas. Gelindo los miró y les sonrió, luego los saludó levantando la
mano. Epifanio le devolvió el saludo, levantando también su mano, pero los que
lo acompañaban miraron hacia otro lado.
―Señor
Tinche, ¿y si pedimos una Frescolita
para mí? ―sugirió la Pelo Lindo en ese momento.
―Aquí
casi nunca tienen refrescos, Evelín, pero vamos a preguntar, quizás corras con
suerte.
Y
corrió con suerte la Pelo Lindo, pues a los pocos minutos de que Tinche solicitara
la bebida, el mesonero se presentó con un refresco sabor a colita y un vaso de vidrio
rebosado de hielo triturado. También llevó una botella de ponche crema.
―El
señor Olegario también envió esta botella de ponche crema, dijo que no ha
conocido a la primera mujer que no le guste esta bebida ―expresó el mesonero.
En
ese momento a Gelindo se le ocurrió una de sus ideas: vertió el cocuy en el
vaso y luego vertió ponche crema y refresco sabor a colita. Seguidamente exclamó:
―Esta
noche ha nacido el coctel El beso de la Pelo Lindo.
Los
tres rieron. Los tres del fondo también, pero su risa era contenida, esa que no
llega a ser risa del todo sino una especie de gruñido.
―¿Vieron
quienes están al fondo? ―quiso saber Tinche.
―Epifanio.
Y si no me equivoco esos deben ser mis enemigos, Juancito Trucupey y Trina
Payares.
―¿Ah,
pero es que tú no los conoces, Lindo? ¿Cómo va a ser? A los enemigos hay que
estrecharles la mano para calcular el peso de su puño y la fuerza de su golpe.
―No,
no los conozco personalmente.
De
inmediato, Tinche se levantó, tomó a los dos jóvenes de los brazos
conminándolos a levantarse también, y se encaminó con ellos hacia la mesa del
fondo.
“Madreselvas
en flor/ que trepándose van,/ es tu abrazo tenaz/ y dulzón como aquel./ Si
todos los años/ tus flores renacen,/ ¿por qué ya no vuelve
mi primer amor?” Decía desde la rockola la voz de Carlos Gardel, mientras los recién llegados avanzaban.
mi primer amor?” Decía desde la rockola la voz de Carlos Gardel, mientras los recién llegados avanzaban.
*
Cuando
Tinche Jordán, Gelindo Petit y Evelín
Leyba estuvieron frente a la mesa de los otros tres, Epifanio se puso de pie
para saludarlos, pero sus acompañantes permanecieron sentados, simulando
indiferencia, sin embargo, les resultaba difícil ocultar su sorpresa, no solo
de que los recién llegados se acercaran a su mesa, sino de que Gelindo les
sonriera tan amablemente, no así la Pelo Lindo quien prefería chequearse el
esmalte de sus uñas.
―Mis
saludos, Tinche Jordán, un gusto como siempre saludarte ―así los recibió
Epifanio.
―Epifanio,
el gusto es mío ―le replicó Tinche. Y dirigiéndose a Trina Payares y a Juancito
Trucupey: ―Contento de verlos a ustedes también. Me acerqué a presentarles a mi
amigo Lindo Petit y a Evelincita Leyba.
Lindo
sonriente le estrechó firmemente la mano a Epifanio y le expresó su admiración.
Luego le extendió la mano a Trina Payares y le dijo:
―Es
usted más bonita de lo que la había imaginado, Trina. Qué afortunado debe
sentirse Epifanio de tener a una princesa aborigen a su lado.
Epifanio
y Trina se ruborizaron tanto que les costó por unos segundos articular alguna
palabra. Luego de pronunciar las gracias, ambos rieron.
―Ya
veo por qué dicen que usted es un coqueto. Pero a mí no me va a embaucar con
frasecitas zalameras ―comentó Trina, y volvió a reír de muy buena gana.
Juancito
permanecía con el ceño fruncido, mirando hacia otro lado, pensando que sus
amigos estaban sucumbiendo ante el enemigo. Recordó la batalla de los acetatos
que él aseguraba haber ganado, y dijo en su mente:
"Quién
ha visto que después de ganada una batalla los triunfadores se doblegan ante el
enemigo. Estos dos son unos tránsfugas. Aunque pensándolo mejor, estos dos no,
yo ya me imaginaba que el Epifanio simpatizaba con el niño bien, la tránsfuga
es ella, Trina, quien después de haber sido mi inspiración para que librara ese
duro combate, ahora celebra las ridiculeces de este…
―Para
mí también es un gran honor conocer al fin a un contendor tan inteligente y
astuto, pero sobre todo tan apasionado por lo que hace…
Estas
palabras interrumpieron el soliloquio de
Juancito, cuyo ego, antes que Gelindo terminara la oración, ya comenzaba a
traicionarlo.
―¡Juancito,
brother, eres el mejor! ―exclamó
Gelindo, dirigiéndose a su rival.
Juancito,
que intentaba convencer a su ego de que no escuchase la voz lisonjera de
Gelindo, deseó que lo ataran al mástil de una nave para no lanzarse contra los arrecifes, pero como nadie supo de
su deseo no pudo evitar, casi a punto de llorar, abalanzarse hacia Gelindo y arroparlo con un
abrazo.
Cuando
la emoción mermó, Juancito se sintió apenado, y se disculpó con Gelindo, no por
lo que había sucedido tiempo atrás, sino por la demostración de afecto de hacía
un momento.
―Tranquilo,
brother ―lo calmó Gelindo―. Eso lo
que demuestra es que usted es un hombre con sentimientos nobles. Si quiere venga para darle yo un abrazo y así
estamos a mano. ―Y las risas, mezcladas con el viento que entraba al lugar,
parecieron estremecer las lamparitas del techo hechas con vasitos plásticos
unidos hasta formar una esfera.
―Vamos
a sentarnos todos juntos. Vamos a unir las mesas ―sugirió Epifanio.
Al
instante, Tinche le tomó la palabra y arrimó la mesa y las sillas desocupadas
más cercanas. Juancito se aprestó raudo a ayudarlo. Cuando todos estuvieron
ubicados en sus puestos pidieron una nueva ronda de tragos y brindaron por el
encuentro. Gelindo no perdió oportunidad para halagar nuevamente a Trina, esta
vez por su escritura.
―Yo
siempre leo su periódico, Trina, y puedo no compartir sus ideas, pero reconozco
que usted escribe muy bien. Además, usted habla mal de uno de forma tan bonita
que uno termina deseando que usted siga hablándole mal eternamente.
―No
sé cómo interpretar sus palabras, Petit, si como un halago o como un reclamo.
―Me
puedes decir Lindo, como todos, y si prefieres dime Loco Lindo, como ya me has llamado
en otras oportunidades― le pidió.
Todos
sonreían escuchando aquel diálogo, hasta Evelín Leyba, quien se había mostrado
antipática con el grupo, sonreía tras
cada sorbito de su coctel El beso de la
Pelo Lindo. Coctel, por cierto, que se haría muy popular en la ciudad, al menos
durante un año, hasta que alguien le sustituyó a la receta original el refresco
sabor a colita por refresco de tamarindo y al resultado lo llamó El beso de la
Veruzka. Pero esa es otra historia.
Tita
Merello se confesaba en la rockola, y
por allá alguien con una mano marcaba el compás y con la otra sostenía en lo alto una botella de caña blanca: “Arrabalera,/ como flor de
enredadera/ que creció en el callejón./ Arrabalera,/ yo soy propia hermana
entera/ de Chiclana y compadrón…”
Trina
hizo una señal al mesonero, cuando este se acercó ella le dijo algo al oído. El
mesonero se retiró, fue hasta la rockola y
la apagó, luego descolgó una guitarra
que adornaba una pared y se la llevó a Trina. Ella tomó la guitarra como si
fuese un fusil, después la apretó contra sus pechos y deslizó su dedo pulgar
suavemente por las cuerdas. Tomó de un solo trago una copita de cocuy, se
aclaró la garganta y cantó, mirando a Gelindo:
“No andés afligido por falta de fe,/ que el día es de oro; la noche, un
platal,/ moneda es la vida que pronto se acaba,/ gastarla cantando es saber
gastar”.
Todos aplaudieron, todos los de la mesa del fondo y los del resto de las
mesas.
―Es el tango Loco Lindo ―le aclaró Tinche a Gelindo y quiso seguir
dándole detalles, pero prefirió dejar que el muchacho escuchase la siguiente
estrofa de la canción.
“Si vas para viejo, hacete el otario,/ teñite las canas de verde y
carmín,/ las copas amargas tomalas de un trago;/ las dulces, despacio, beber es
vivir”.
Las personas de las otras mesas se habían ido acercando emocionadas a
la mesa desde donde Trina ofrecía su
recital, y ya formaban un círculo en torno a esta.
―Qué hermoso tango ―le murmuró Evelín Leyba a Gelindo―. Y qué bello
canta Trina Payares. Ella como que no es tan mala como yo creía.
“Dicen que el trabajo/ da salud, y bueno,/ que busque trabajo/ quien se
sienta mal./ Yo tomo, yo pido,/ yo bailo, yo juego,/ yo canto, yo duermo./ ¿Pa
qué trabajar?”
Se escucharon algunas risas. Gelindo estaba realmente emocionado, tanto,
tanto, que quien se fijara bien podía ver culebritas amarillas en sus ojos
azules.
“Que siga en la noria/ moliendo sus penas,/ aquel que por cuerdo/ se ríe
de mí./ Yo soy loco lindo,/ no tengo cadenas,/ ni voy a velorios:/soy loco
feliz”.
Los aplausos y los bravos frenéticos hicieron que Trina demorara por
unos segundos el inicio de la siguiente estrofa:
“Si amor te ha clavado, su espina traidora,/ no hagas cara fea, a
iglesia y civil,/ casate tranquilo y cuando se acabe/ la miel de la luna,
enviudá y seguí”.
Evelín miró a Gelindo y este le guiñó un ojo. Ambos sonrieron y
continuaron atentos a la interpretación de Trina:
“Seguí tu camino cantando a la vida,/ que es copa servida de amable
licor,/ y nunca te olvides, si acaso garúa/ que no hay un paraguas como el buen
humor”.
Muchos
aplausos. Muchos. Gelindo se puso de pie para aplaudir. Evelín, Tinche,
Epifanio y Juancito lo siguieron.
―Otra,
otra, otra ―solicitaron canturriando los presentes.
Trina
deslizó nuevamente, su dedo pulgar por las cuerdas de la guitarra, tomó otro
trago de licor, se aclaró la garganta otra vez, y dijo:
―Está
bien. Pero un pedacito nada más.
Seguidamente,
el público pudo disfrutar el fragmento:
“Se
dice de mí.../ Se dice que soy fiera,/ que camino a lo malevo,/ que soy chueca
y que me muevo/ con un aire compadrón,/ que parezco Leguisamo,/ mi nariz es
puntiaguda,/ la figura no me ayuda/ y mi boca es un buzón…”
Lo
cantó con la misma gracia de Tita Merello en aquella película de los años
cincuenta, Mercado de abasto, que
tanto vio Tinche en el cine Rex cuando trabajó allí como acomodador. Así le
comentó él a Gelindo al finalizar Trina su interpretación.
―¿Y
el tango Loco lindo, Tinche? ¿Quién
es el autor de ese tango?
―Ese
tango lo canta Ernesto Famá en la película Loco
lindo, pero el autor es Conrado Nalé Roxlo.
―No
sabía que existían esa película y ese tango. Es más, no sabía que a la gente de
esta ciudad le gustase tanto el tango.
―No
lo bailan, como has podido darte cuenta en este bar, pero les gusta tanto que todos
los bares de esta ciudad tienen nombre de tango: El Garúa, La Comparsita, Rondando tu Esquina, Tomo y Olvido…
―¡Tinche,
vamos a tomarnos unas fotos! ―exclamó Epifanio, ya un poco pasado de tragos, y
sacó, de su maletín ejecutivo de cuero negro, su nueva cámara Polaroid a la cual
procedió a limpiarle el visor con su pañuelo impregnado de lavanda.
―Evelincita,
agarre la cámara y haga la primera foto, después yo hago otra donde aparezcan
usted y Tinche Jordán ―le pidió Epifanio a la Pelo Lindo. Luego comenzó a
dirigir la escena: ―Colócate aquí, Lindo, en el centro. Tú, ponte en ese
extremo, Juancito. Trina, ubícate al lado de Lindo. Yo voy en este otro
extremo. Pero acércate más a Lindo, Juancito, que ahí no vas a salir.
―Yo
les aviso cuando vaya a disparar ―advirtió la Pelo Lindo.
Cuando
esperaban que la Pelo Lindo oprimiese el obturador, Juancito le preguntó a
Gelindo:
―¿Cómo
lo has pasado, Loco Lindo? ¿Cómo te ha parecido el bar?
―Como
dirías tú, Juancito Trucupey: chévere cambur pintón.
Juancito se rio y le comentó a
Gelindo:
―Este
bar, Lindo Petit, es nuestra casa y de hoy en adelante también será tu casa, si
así lo deseas. Es más, a partir de esta noche yo me encargaré de que La Esquina
Gardeliana se conozca como El Bar de Loco Lindo.
Gelindo
tuvo que contener por unos segundos su risa monosilábica, pues escuchó a la
Pelo Lindo decir: “Voooy”. Luego del clic de la cámara sí, luego del clic el
“¡jaaaaaaa!” de Gelindo se mezcló con la voz de Gardel quien desde allá, desde
la rockola luminosa entonaba: “Al
mundo le falta un tornillo,/ que venga un mecánico/ pa ver si lo puede arreglar”.
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FUENTES DE IMÁGENES
Ese bar es lo máximo. Y suspiré con la referencia de Olga Camacho
ResponderEliminarExcelente, me gustó mucho. Lo publiqué en mi muro de FB.Gracias
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