SURCO TRES
Yo
estaba hechizado por la imagen y el genio de mi madrina Trina Payares, creo
haberlo referido ya. Ese hechizo debió comenzar el día que vi una fotografía suya
en un portarretratos colocado sobre un aguamanil que ya no cumplía su función
original. Era una fotografía en blanco y negro, mate y un poco arrugada. En
ella, delante de una espesa vegetación, estaba mi madrina vestida de soldado y portando
un arma larga que se notaba muy pesada.
Debía
tener unos tres años de edad cuando vi aquella foto por primera vez. Quizás
aquel retrato siempre había estado ahí, pero fue a esa edad cuando pude
percibir su presencia y sucumbir a la seducción de la imagen que mostraba. Sucedió
como con esas personas de las cuales, después de muchos años de amistad,
descubres que estás enamorado. Entonces reparas, por ejemplo, en que se les
hacen unos hoyitos en las mejillas cuando se sonríen. Y así vas descubriendo
muchas cosas que siempre estuvieron ahí y las veías, pero no las percibías
realmente.
Con
los años fui conociendo personajes que iba relacionando con mi madrina. En un
tiempo Trina Payares fue para mí Barbarella, una heroína intergaláctica; en
otro tiempo fue la heroína de Puerto Arturo de la novela de Salgari; también
fue la princesa Leia, de La guerra de las
galaxias e incluso fue una heroína regional llamada Josefita Camejo.
A
los tres años solo me sentía encantado por la imagen de Trina Payares, pero a
los cinco años comencé a sentir curiosidad por aquella mujer. Así que un día le
pregunté a mi mamá por qué mi madrina estaba vestida de militar en aquella foto,
y qué lugar era ese tan lleno de árboles, porque a simple vista se notaba que
no era nuestra ciudad, la cual era tan árida que tenían que pintar las piedras
de verde para simular vegetación.
―¡Ssssshhhhhhh!
―fue la única respuesta de mi madre.
También
me respondió “sssshhhh” cuando le pregunté qué significaba la palabra “guerrillera”,
que había escuchado a mi abuela pronunciar al referirse a mi madrina.
A
los seis años, al juntar todos los “sssshhhhs” emitidos por mi madre, llegué a
la conclusión de que aquella imagen del portarretratos tenía mucha relación con
la palabra “guerrillera”.
“¡Sssshhhhh!”,
me siguió respondiendo por mucho tiempo mi madre cada vez que le hacía alguna
pregunta sobre Trina Payares.
Pero
a los ocho años, cuando volví a escuchar la palabra “guerrillera”, el día que
Trina Payares publicó la edición extraordinaria de su periodiquito El Pasquín,
no fue necesario preguntarle nada a mi madre, pues de tanto juntar “ssshhhhs”
ya sabía que mi madrina, cuando estaba más joven, había dejado por un tiempo
sus estudios de sociología y había vivido en las montañas, como la diosa
indígena María Lionza. Ahí había cruzado ríos caudalosos con un fusil al hombro
y comido culebras. ¿Por qué había hecho todo eso? Porque los presidentes de la
época le caían muy mal. O porque estos no se bañaban. O no se lavaban las
manos. O se las lavaban mucho. Algo así era lo que yo entendía de lo que escuché
decir varias veces a mi madrina.
―¿Otra
vez la guerrillera de Trina Payares? ―preguntó mi prima cuando mi tío llegó a
su casa y le entregó el ejemplar de El Pasquín que le había comprado a la
propia Trina Payares―.¿Esa mujer no se cansa?
―Los
chicos plásticos ―leyó mi prima en voz alta el título del reportaje principal
del periódico.
Mis
tíos, mi primo y yo rodeamos a mi prima y al instante ella entendió que
deseábamos escucharla leer el reportaje completo.
“El
día de ayer ―leyó mi prima―, un reducido grupo de estudiantes del liceo Cecilio
Alcocer, manipulados por un locutor esnobista, marcharon hasta la sede de la gobernación
del estado exigiendo la reposición de un programa que exalta lo foráneo y omite
nuestra música y nuestras valiosas costumbres y tradiciones. Atrás quedaron los
tiempos en que nuestros gloriosos estudiantes luchaban por causas nobles y justas,
y eran capaces de entregar su vida por la libertad. A jóvenes como estos, cuya
frivolidad los llevó, incluso, a pintarrajear con vacuas consignas los
policromos murales constructivistas del gran artista Domingo Miranda, las
únicas revoluciones que les interesan son las de los discos de 45 RPM del grupo
ABBA que el locutor de marras les
prodiga como recompensa por sus acciones vandálicas…”
―Y
bla, bla, bla ―dijo mi prima para dar a entender que para ella el resto del
artículo era tan intrascendente como lo que acababa de leer. Pero yo quería
seguir escuchando porque me parecía que mi madrina inventaba muchas palabras
bonitas.
A
mi madrina, hasta sus propios amigos le criticaban mucho las palabras que
utilizaba en sus escritos. Decían que ella no escribía para la clase obrera, y
ella replicaba que la clase obrera también tenía derecho de cultivarse y
ampliar su vocabulario. Eso le escuché decir varias veces. Con el tiempo supe
que esas palabras no las inventaba mi madrina sino que las habían inventado
hacía muchísimo tiempo; y que aparecían en el diccionario.
Entonces inventé un juego que consistía en
buscar en aquel libro las palabras más extrañas que Trina Payares escribía en El
Pasquín. Ganaba el que lo hiciera en el menor tiempo. Yo nunca gané en aquel
juego inventado por mí; y no me importaba, porque Gelindo me había enseñado que
los perdedores se divierten más.
*
Por
mi primo sabíamos la otra versión de la historia. Mi primo había formado parte
de ese “reducido grupo de estudiantes” ―como decía Trina Payares, pero que en
realidad había sido un grupo nutrido―, que decidió, tras una arenga de Wicho,
el mejor bailarín de disco music del
liceo, salir a las calles a exigir sus
derechos, “porque ―así dijo Wicho Graterol― estamos en un país libre y no
dejaremos que nadie nos arrebate la libertad de escuchar la música que nos dé
la real gana”.
Desde
aquel entonces yo he tenido claro que cada persona tiene una manera distinta de
entender la libertad. Trina Payares se sentía libre escuchando música
latinoamericana; Wicho Graterol, bailando disco
music; y yo, dibujando a Trina Payares como Barbarella, al gobernador, el maestro Teodosio Petit, como el maléfico
Dr. Duran Duran, pero vestido con guayabera, y a Wicho Graterol como el
superhéroe nacional Martín Valiente, el ahijado de la muerte.
Mi
primo nos contó también que cuando llegaron al liceo, la mañana del día
anterior, Wicho le había puesto un candado a la puerta y había colgado en la
cerca unos letreros de cartulina donde, con letras multicolores (policromas, habría
dicho mi madrina), había escrito consignas contra Trina Payares, Juancito Trucupey
y el gobernador Teodosio Petit. A este último lo acusaban los manifestantes de
ser el artífice de la salida del aire de
Disco y juventud. Al parecer, el maestro Teodosio temía que su partido
perdiera votos en las elecciones de diciembre, después de que mi madrina
acusara a Gelindo Petit, su hijo, de transculturizador.
Ah,
vale acotar que de tanto escuchar la palabra “transculturizador” yo creé un
trabalenguas que mis compañeros de salón comenzaron a repetir, luego lo comenzó
a repetir toda nuestra escuela, después las otras escuelas, hasta que todos los
niños del país andábamos con el sonsonete: “Los jóvenes están
transculturizados, ¿quién los transculturizaría?, y el que los
destransculturizare, buen destransculturizador sería”.
El
trabalenguas se me ocurrió cuando mi primo contaba los detalles de la huelga organizada
por Wicho Graterol, justo en el momento en que narraba el enfrentamiento de este
con un seguidor de Trina Payares, Amábiles, quien junto con su grupo le gritaba
a Wicho y sus acompañantes: “¡Trans-cul-tu-ri-za-dos!, ¡trans-cul-tu-ri-za-dos!”.
Contaba
mi primo ―y así lo leí también, transcurridos algunos años, en una crónica del
doctor Marcos Jacobo―, que luego de la disputa, que no pasó de empujones y
camisas rotas, los manifestantes se dirigieron a la gobernación del estado donde, después de gritar consignas, le
lanzaron una lluvia de piedras al LTD
Landau del maestro Teodosio, destruyendo
todos sus vidrios. Tinche Jordán, el chofer del maestro Teodosio, que solía
estar todo el día arrellanado en el asiento de cuero del LTD, cortándose las uñas o leyendo el periódico El Matutino, se
salvó de recibir una pedrada porque, cuando vio a los huelguistas acercarse,
salió corriendo y se refugió en la Catedral.
Luego
de esa acción, a una señal de Wicho, los huelguistas procedieron a escribir en
las paredes del edificio pintas como: “Que vuelva el Loco Lindo”. “Abajo Trina
Payares y Juancito Trucupey”. “Que viva el disco
music”. Algunos se inspiraron tanto al ver aquellas inmensas paredes
blancas que cuando se les agotó el espacio recurrieron a los dos murales del
pintor Domingo Miranda que formaban parte de la fachada del palacio
gubernamental.
El
maestro Teodosio no quiso sacar la policía a la calle a controlar a los
manifestantes como en otras ocasiones.
―Yo
tengo muchos problemas que resolver para estar pendiente de asuntos
intrascendentes y muchachadas ―comentaban que le dijo el maestro Teodosio al
secretario general de gobierno cuando este le preguntó si enviaban la policía a
controlar “al tirapiedras de Wicho”.
A
la edad de ocho años también aprendí que lo que para algunos es intrascendente,
para otros es sustancia vital. Y viceversa.
Durante
dos o tres horas estuvieron los huelguistas frente al palacio de gobierno
gritando consignas. Contaban que el maestro Teodosio ya atormentado por los
gritos tuvo que llamar a Gelindo para que se acercara a la gobernación a calmar
a los manifestantes.
Cuando
el locutor llegó al lugar, lo recibieron con aplausos, vivas y la consigna: “¡Lo,
Lo, Loco Lindo, Lo, Lo, Loco Lindo!”.
Gelindo
se abrió paso entre los sublevados, y trepó un muro desde donde, haciendo uso
de un megáfono, se dirigió a ellos:
―Compañeros, he venido a pedirles
calma y cordura. Ya he conversado esta mañana con las personas de poder que no
creían conveniente que nuestro programa siguiera al aire luego de la arremetida
de nuestros contrarios. Ya el inconveniente ha sido subsanado y a partir de
esta tarde Disco y juventud estará
nuevamente con ustedes.
Este
anuncio fue celebrado con gritos: ¡Viva el Loco Lindo! ¡Abajo Trina
Payares! ¡Abajo Juancito Trucupey, y que se vaya con su música a otra parte!
El
maestro Teodosio presenció, por entre las persianas de su oficina, la escena e intentó
reprimir la risa, pero al final no le quedó más que lanzar una sonora
carcajada. Poco a poco los manifestantes se fueron dispersando, unos se
dirigieron a la plaza Alameda a comerse unos helados, de esos llamados raspados
o cepillados, y otros se fueron a comprar cigarrillos por unidad.
Entre
estos últimos estaba mi primo quien, remedando a Jonh Travolta en Grease, o Vaselina como la titularon aquí, solía andar con un cigarrillo en
la boca, el cual apretaba fuertemente con los labios mientras hablaba, cuando
pasaba el peine por su cabello engominado o cuando le daba forma al tirabuzón
que caía sobre su frente.
Aún
recuerdo cuando mi tío descubrió a mi primo fumando en las escaleras del cine
Rex y lo llevó colgado por una oreja desde aquel lugar hasta la puerta de su casa.
Todos creímos que mi primo dejaría el vicio, pero sus ganas de parecerse a Dany
Suko, el de la película de John Travolta, pudieron más que todas las
reprimendas de mi tío.
Yo
acostumbraba a dibujar a mi primo así, con el cigarrillo en el lado derecho de
sus labios. Lo dibujaba con su chaquetica de cuero negro, que desafiaba nuestro
clima, y su tirabuzón que la brisa movía como una veleta, a pesar de la espesa
gomina con la que mi primo lo embalsamaba.
Ese
día de la huelga le dibujé a mi primo, además, una piedra en cada mano, y en
una burbuja colocada sobre su cabeza escribí: Dany Suko versus Juancito
Trucupey.
*
Al
día siguiente de la contienda musical, Juancito, queriendo retomarla, comenzó
su programa con La chica plástica,
pero ya Gelindo se había fastidiado del asunto. Le había parecido divertido,
cómo no, pero “lo divertido debe durar poco ―solía decir―. Si algo te divierte
no lo repitas; y si lo repites, reinvéntalo, pero nunca lo intentes hacer igual
porque terminarás aborreciéndolo y su recuerdo ya no será grato. Y hay que
procurar tener recuerdos gratos, porque los recuerdos son lo único que nadie
nos puede arrebatar, podemos perderlos, desde luego, pero no porque alguien nos
los hurte. Lo único que vale la pena repetir en la vida son los pasos de baile
de disco music”.
Más
de una vez escuché a Gelindo decir esto en su programa, por eso el día que
Juancito insistía en lanzarle indirectas, todos sabíamos que él no
reaccionaría, que ni siquiera permitiría que alguien le refiriera los
comentarios de Trucupey.
Muchos
radioescuchas deseaban que la “batalla de los acetatos”, como la bautizó
Epifanio Colina, continuara y así tener algo gracioso que comentar al día
siguiente en el liceo, en la plaza Falcón, en el café Paraíso, en la entrada
del cine Rex o en el autocine Vientos del Río.
―Que
hablen de las telenovelas, que a estas alturas ya Mayra Alejandra, Lupita
Ferrer o Chelo Rodríguez, deben haber quedado ciegas y preñadas de un extraterrestre,
o deben haber descubierto que son hijas de Rómulo Betancourt con una gitana a
quien Trujillo hizo desaparecer ―le comentó Gelindo a quienes lo acompañaban en
la cabina, y todos celebraron con una carcajada su ocurrencia.
Juancito
se cansó pronto de provocar a Gelindo, y continuó su programa complaciendo
peticiones de melodías de Héctor Lavoe, de Rubén Blades o Willie Colón.
Por
su parte Gelindo, en su programa, rifó diversos discos de 45 revoluciones. Mi
prima se ganó uno de Gloria Gaynor por responder la pregunta: ¿Cuál es el
verdadero apellido de Gloria Gaynor? Mi primo fue el primero en llamar al
programa, pero se equivocó, dijo que era Forbes. Luego llamó mi prima y dio la
respuesta correcta: “Fowles”, dijo. “Fowles”, repitió. “YES!, YES!, YES!”, gritó Gelindo en su cabina.
Yo
me alegré mucho por la suerte de mi prima, y me alegré más cuando ella me pidió
que la acompañara al día siguiente a La Mensajera, al programa Disco y juventud, a buscar su premio. Emocionado
por la invitación, corrí a hacer un retrato de Gelindo para llevárselo de
obsequio. Hice muchos dibujos, pero decidí llevarle uno en el que él aparecía vestido
como John Travolta en Fiebre de sábado
por la noche, como lo había dibujado muchas veces, pero esta vez llevaba en
la mano un sable de luz verde en alto, como un personaje de La guerra de las galaxias, y tripulaba
un long play gigante, en el que huía de
la estrella de la muerte, la cual dibujé tras él, en el lado derecho de la
hoja. En el lado izquierdo dibujé ―pequeñito, porque estaba muy lejano― el
planeta de espejos, el mismo que yo a veces habitaba convertido en principito y
que en esta oportunidad era el destino del jedi
Gelindo Petit.
*
Llegué
a La Mensajera, la tarde del día siguiente, tomado de la mano de mi prima, con
la emoción intacta y mi dibujo del jedi Gelindo Petit enrolladito como un
diploma.
Subimos
por unas estrechas escaleras hasta el primer piso, donde una recepcionista
respondió cortésmente nuestras buenas tardes sentada ante un escritorio gris
cuya parte superior estaba cubierta por un fieltro verde, sobre el cual
descansaban cientos de fotografías protegidas por un cristal.
―¿Vienen
para el programa de Lindo Petit? ―nos preguntó.
―Sí,
yo gané un premio en el programa de ayer ―le respondió mi prima con una gran
sonrisa.
―Esperen
un momento, por favor ―nos pidió la recepcionista mientras se disponía a
atender una llamada telefónica.
Mientras
la recepcionista hablaba con alguien del otro lado de la línea, yo me dediqué a
observar las fotografías expuestas en el escritorio. Pude reconocer en ellas a actrices
y actores de telenovelas y a cantantes muy populares en aquella y en otras
épocas. Recuerdo particularmente la foto de una niña con un cuatro en la mano:
“Para La Mensajera con cariño. Raquelita Castaños”, tenía escrito esa
fotografía. Tengo en mi memoria también otra fotografía, de una mulata muy
hermosa, con unas pestañas que más bien parecían palmeras de una playa cubana.
La dedicatoria decía: “Besito pa ti, besito pa mí, besito de coco, canela y
anís”. La firma estaba desleída. Supuse que sobre ella había caído una gota de
sudor.
Yo
recité aquellas dedicatorias deletreando las palabras, pero orgulloso de mis
avances lectores, deseando el reconocimiento de quienes me escuchaban… y lo
logré. La recepcionista, sin soltar la bocina del teléfono, se sonrió y dijo
mirándome:
―Qué
bonito. Ya sabe leer ―y yo para ratificarlo tomé el ejemplar del periódico El
Matutino que estaba sobre el escritorio y leí:
―PI-ÑE-RÚ-A
GA-NA-R-Á LAS E-LEC-CIO-NES.
Iba
a seguir con mis demostraciones, pero me contuve porque la recepcionista colgó
la bocina y le preguntó el nombre a mi prima.
―Pueden
pasar al estudio −nos autorizó la señorita, luego de revisar una lista―, pero
no hagan ruido, porque están en el aire.
EN
EL AIRE. Así también decía un letrero rojo colocado sobre el marco de la puerta
que de inmediato traspasamos. Me encantaba esa frase: EN EL AIRE. Cuando
Gelindo la decía en su programa me gustaba imaginar que, literalmente, él volaba
en su cabina, como Willy Wonka y Charlie Bucket, sobre nuestra ciudad o sobre
los médanos que la bordean.
En
esos escasos segundos que transcurrieron desde que devolví el periódico a su
lugar y di unos ocho pasos hasta la puerta del estudio, imaginé nuevamente a
Gelindo sobrevolando la ciudad, y me alegré porque ahora nosotros lo
acompañaríamos y junto a él veríamos desde las alturas mi escuela, a mi abuela
tendiendo la ropa en el solar de nuestra casa, y a mi madrina colgando en su
patio papeles entintados.
Cuando
entramos a la cabina, Gelindo caminaba de un lado a otro con el micrófono,
igualito a él, en la mano. A diferencia de esos locutores que permanecen
sentados mientras se dirigen a su audiencia, él se desplazaba por la pequeña
cabina, de pronto saltaba, gritaba o lanzaba su risa monosilábica de vocal
prolongada: “¡Jaaaaaa!”, unas veces atusándose su melena afro y otras ejecutando
un paso de baile. Gelindo parecía un animador de televisión, tenía el carisma
de Renny Ottolina, un animador muy querido que había muerto por esos días en un
accidente de aviación; y la gracia de Amador Bendayán, el animador de un
programa maratónico que transmitían en un canal de televisión todos los
sábados. Aunque claro, en la estatura Gelindo no se parecía a Amador, porque
este era diminuto y Gelindo era altísimo, así como Henry Stephen, aquel que
cantaba una extraña canción donde contaba que le gustaba comerse los limones
enteros. Y hasta la mata de limón entera,
decía que le gustaba comerse. Por Dios. Hay que estar loco para comerse una
mata de limón.
Gelindo se dirigió amablemente a nosotros, cuando
comenzó a sonar la canción de Dionne
Worwick que había anunciado, para darnos la bienvenida y las gracias por ser
oyentes de su programa. Yo aproveché de entregarle el dibujo que había hecho y
él al verlo lanzó su carcajada monosilábica.
―Mira,
me dibujó igualito ―le comentó a la muchacha que lo acompañaba en el estudio. Esta
esbozó una sonrisa fingida y continuó haciendo bombitas de chicle y enrollando un
mechón de su cabello negrísimo, liso y sedoso en uno de sus dedos. Aquella
muchacha me parecía conocida. Eso le referí a mi prima cuando salimos de la
emisora y caminábamos por la avenida Manaure.
―Pero
claro que la conoces. Esa es la antipática de la Pelo Lindo. Anda de novia de
Lindo Petit.
La
Pelo Lindo era una muchacha muy bonita, había sido la reina de la cultura en
las fiestas de celebración de los 450 años de la ciudad. También había sido reina
del Colegio María Santísima y reina de los “Carnavales del Caribe 76”, como
llamaban las fiestas carnestolendas de nuestra ciudad. La gente decía que a la
Pelo Lindo solo le faltaba ser “la reina de las cruces”, en alusión a una
canción interpretada por un cantante colombiano de apellido Petro. “Por la
reina de las cruces/ casi que me tiro al salto/ pero ella ya no merece/ que yo
me tire tan alto”, decía la canción.
La
Pelo Lindo también había concursado en un certamen llamado Miss Princesita,
pero no quedó ni en el cuadro de finalistas, a pesar de ser una de las más
bonitas, debido a que cuando le preguntaron cuál era su mayor sueño, respondió
que el de las seis de la mañana. Su nombre era Evelín Leyba, pero le decían la
Pelo Lindo porque unos años atrás había realizado para la televisión el
comercial de un champú, cuyo jingle
decía: “Ho-la, pe-lo lin-doooo”. Recuerdo que mientras se escuchaba esa frase
en el comercial la Pelo Lindo batía, en cámara lenta, su melena negrísima, lisa
y sedosa, y miraba sobre el hombro, fijamente, a la cámara. Había quienes
decían, carcomidos por la envidia, que la pelo lindo del comercial no era
Evelín Leyba sino otra modelo que se le parecía.
Mi
prima también me contó que la gente andaba haciendo muchos chistes porque les
parecía graciosa la coincidencia de que el Loco Lindo se enamorara de la Pelo
Lindo. Los llamaban los Lindos, y los
muchachos del liceo Cecilio Alcocer se preguntaban entre sí, muertos de risa:
“¿Cómo se van a llamar los hijos del Loco Lindo y la Pelo Lindo?... Los Pelos
Locos”.
*
―Panita,
tú eres un artista ―me dijo Gelindo contemplando el dibujo―. ¿Y qué quieres ser
cuando seas grande? ¿Pintor?
―No
sé. Será telegrafista como mi papá y como Tío Abue. O periodista. Tío Abue dice
que debo estudiar periodismo porque yo pregunto mucho ―le respondí. Y luego
rematé: ―Mi abuela dice que los pintores son locos, borrachos y pobres.
―¡Jaaaaa!
―otra carcajada monosilábica fue su reacción ante mi respuesta.
―Yo
tengo un amigo pintor que no es ni borracho ni pobre. Loco sí. Imagínate que se
hizo millonario dibujando latas de sopa. Aunque no sé quién es más loco si él o
quien le compra los dibujos de las latas. Él quedaría fascinado con tu dibujo. Ya
desearía él dibujar como tú.
―Vamos
al aire ―advirtió el operador, interrumpiendo a Gelindo, al tiempo que movía
algunos de los cientos de botoncitos de la consola de sonido. Inmediatamente
Gelindo se puso en guardia, tomó su micrófono y a una señal del operador
exclamó:
―Estamos
de vuelta a bordo de la nave Tantive IV,
¡jaaaaaa! Nos acompañan en el estudio los ganadores de los concursos de ayer. Ellos
son… ―y fue extendiéndole el micrófono a
cada uno de los ganadores.
Los
otros premiados eran: Vidal Primera, estudiante del 4to año “C” del liceo
Cecilio Alcocer; Anita López Marcial, quien estudiaba en el mismo colegio donde
estudiaba mi prima, también para ser maestra; y Orazio, un amigo de mis primos,
quien cuando terminó el programa nos invitó a su casa para que escucháramos el
disco de una cantante llamada Amanda Lear, que había traído de Italia.
Luego
de que los recompensados se presentaron, Gelindo me acercó el micrófono, pero
antes dijo:
―También
nos acompaña en el estudio mi amigo Andy. Él es pintor y me trajo un
extraordinario dibujo.
―Yo
no soy Andy. Mi nombre es… ―y sin dejarme pronunciar mi nombre, Gelindo me
preguntó: ―¿Y por qué te cortaron el cabello coco pelón? –refiriéndose a mi
cabello cortado al rape.
Como
era la primera vez que hablaba en la radio me puse muy nervioso. No sabía si
aclarar primero cuál era mi nombre o responder la interrogante de Gelindo.
Además, me daba mucha vergüenza decir las causas de mi corte de cabello. Quise
meditar un momento, pero me sentí
presionado ante el micrófono que me apuntaba y ante la mirada expectante de
todos, por lo que no me quedó otra opción que dar una rápida y sincera respuesta:
―Porque
tenía piojos.
Las
carcajadas retumbaron en cada uno de los hogares donde a esa hora sintonizaban
La Mensajera.
―¿Y
quién no ha tenido piojos, panita? El que nunca tuvo piojos tampoco tuvo infancia
―fue la sabia acotación de Gelindo.
Luego
de las presentaciones, Gelindo extrajo de una caja cuatro discos de Gloria
Gaynor de 45 RPM para los ganadores, y para mí un long play con la banda sonora de La guerra de las galaxias.
―Saliste
ganando, coco pelón ―me dijo, a lo que yo repliqué:
―Pero yo no quiero ser
ganador, yo quiero ser un perdedor porque los perdedores se divierten más.
―¡Jaaaaa! No tomes en
serio todo lo que yo digo. ¿No sabes que a mí me llaman el Loco Lindo? ¿Cómo le
vas a hacer caso a un loco? ―y todos en el estudio rieron, rieron, rieron.
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