miércoles, 7 de diciembre de 2016

LADO B - SURCO DOS

SURCO DOS


―A continuación los alumnos del segundo grado “A” nos deleitarán con el baile tradicional El pájaro guarandol ―anunció por los parlantes la maestra Irmita, la que en todos los actos de la escuela se encargaba de las presentaciones y de la animación.
Al ser anunciados, los niños salieron al escenario e inmóviles como estatuas esperaron que comenzara la música. Eran diez niñas que, alineadas en dos filas, bailaban vestidas con unas faldas floreadas, una blusa blanca de faralao en los hombros y unas alpargatas con unas borlas multicolores que les abarcaba toda la parte frontal.
No había sorpresas en aquel baile, en todo acto de la escuela lo presentaban, unas veces lo hacían los alumnos del primer grado “B”, otras los del tercero “C”, o los del quinto “D”. Todos sabíamos que  las niñas  de la fila de la derecha se pasarían para la fila de la izquierda, y las de la izquierda para la derecha. Que luego comenzaría a danzar un niño disfrazado de pajarraco y después otro vestido de cazador. Que las niñas cantarían suplicándole al cazador que no matara al pajarraco y este, terco, les diría que sí lo iba a matar, y lo mataba. Y las niñas llorarían y llegaría una yerbatera y diría que ella curaba al pajarraco con aceite de coco y un trago de ron. Lo curaba y la gente aplaudía. Así mismo sucedió en esta oportunidad. Solo que la yerbatera se había tomado muy en serio su papel y en una cantimplora había trasegado una botella de brandi que tenían en su casa y cada vez que en el disco sonaba el parlamento de la yerbatera, que decía: “Yo curo ese pájaro, señor cazador/ con aceite e coco y un palo de ron”, ella le daba un trago al pobre pajarraco, y cuando quisieron que el pajarraco se levantara, el pajarraco, ebrio, solo lloraba y llamaba a su mamá.


Aquello causó un revuelo. Muchos se rieron, pero la mayoría de los  padres estaban tan indignados que exigieron la destitución del director y de la maestra del segundo grado “A”. También exigieron la expulsión de la niña que representó a la yerbatera. Pero nosotros nos enteramos de eso después que terminó el acto, porque estábamos tras bastidores esperando nuestro turno, con un frío en el estómago por los nervios, con nuestros trajecitos que mi mamá nos había confeccionado.
Estábamos ya angustiados, porque después que terminamos de escuchar la canción del pájaro guarandol decidieron presentar un baile llamado El chiriguare, ejecutado por los alumnos del segundo grado “C”. Alguien, en el momento del revuelo por el pajarraco borracho, había extraviado el casete con nuestra música y tuvieron que dejarnos para el final, dando tiempo de que el casete apareciera.
Tampoco habría sorpresas con El chiriguare. Todos sabíamos que otras diez niñas alineadas en dos filas bailarían al ritmo de una cancioncita que decía que cerca de una laguna había aparecido un “monstrete” llamado el chiriguare, que tenía rabo (o cara) de burro y boca de bagre. Un niño, el más feo del salón, haría el papel del chiriguare, y otro sería el brujo Machuco, quien mataría al chiriguare con sus oraciones. Y luego aparecería un niño disfrazado de ave carroñera y se comería al pobre chiriguare. Las niñas, impasibles ante tan macabra comilona, seguirían bailando alrededor del “monstrete”, sin dejar de cantar: “Chiriguare, chiriguare, zamurito te va a comer, te va a comer, te va a comer…”.


Cuando estaba finalizando El chiriguare, la maestra nos advirtió que seguíamos nosotros. A mí me dieron unos retortijones en el estómago por los nervios, pero cuando salí al escenario y escuché los aplausos del público, ya no sentí nada.
−A continuación, los alumnos del primer grado “B” nos presentarán el baile intitulado Grease −había anunciado la maestra Irmita.
Cuando estuvimos todos en nuestras posiciones, tal cual nos lo había indicado nuestra maestra en los ensayos, de los altoparlantes comenzaron a salir las notas de You Are The One That I Want y nosotros nos convertimos en Danny Suko, Sandy y los amigos de ambos. 


Yo iba a ser Danny Suko, pero mi miopía me lo impidió. ¿Quién iba a imaginarse a un Danny Suko miope y con lentes? Así que la maestra decidió que el papel lo representara Veroes, porque después de mí era el que mejor bailaba. Como Veroes era bastante morenito le pusieron mucho talco en la cara porque ¿quién iba a imaginarse a un Danny Suko tan oscurito?
Cuando terminamos de bailar, la gente se puso de pie para aplaudirnos. Algunos padres y algunas maestras, que pensaban como mi madrina, dijeron muertos de la envidia que estaba mal que en un acto escolar pusieran a los niños a realizar bailes que no tenían nada que ver con nuestro folclore, pero mi maestra los puso en su sitio diciéndoles que a ella le parecía peor darle un mal ejemplo a los niños con bailes donde se mataban criaturitas indefensas como el pájaro guarandol y como el animalejo que tenía rabo de burro y boca de bagre.
Nunca más asistí a una fiesta de fin de curso como esa, tan emocionante, tan emocionante que cuando nosotros estábamos bailando llegó Gelindo a la escuela, invitado por mi maestra, y cuando terminamos fue el primero que se paró a aplaudirnos. Luego se nos acercó y nos felicitó y a cada uno nos dijo:
―¡Chócala! ―y estrellaba su palma contra las nuestras, como los deportistas.

*
Después del acto de fin de curso, invité a todos mis compañeros a una merienda en mi casa. Mi abuela, para premiarme por haber sido promovido de grado con veinte puntos, y por el éxito de nuestro baile, prepararía para mis amigos y para mí una torta que ella llamaba “debudeque”, una gelatina y un batido de Toddy; también unos helados de Kool Aid en frasquitos de compota.
Lamentablemente no asistieron todos los invitados. Solo fueron Veroes, Palencia, Dirinot, Irausquín y Haydeecita, la niña que hizo de Olivia Newton Jhonn ―de Sandy, mejor dicho― en el baile. Puesto que no éramos muchos, y mi abuela había hecho merienda para todo mi salón de clases, degustamos dos y tres veces el refrigerio, y no comimos más porque Palencia recordó mi historia del fantasma en la casa de mi madrina y propuso hacer una expedición en busca de aquel espanto.
―No. Mi madrina me prohibió que salte el muro.
―¿Pero te prohibió que busques al fantasma? ―me preguntó Palencia.
―Eeeh… no... pero, yo creo que sí, aunque no me lo haya dicho.
―Si no te lo dijo, entonces no te lo prohibió ―me explicó Palencia con una expresión solemne en el rostro.

―Pero ¿cómo hacemos para llegar hasta el cuarto del loco sin saltar el muro? ―quise saber―. La otra manera es entrar a la casa por la puerta principal. Podemos hacerlo, llamamos a la puerta con cualquier excusa y tal vez mi madrina nos deje entrar, pero no nos dejará pasar del primer patio.  
―Nadie ha dicho que llamaremos a la puerta ―aclaró Palencia―. El único que tiene prohibido saltar el muro eres tú, así que… saltaremos nosotros, entraremos a la casa y te abriremos la puerta.
―Pero eso estaría mal ―le cuestioné a Palencia.
―No, lo que tú harás no estará mal. Tú tienes prohibido saltar el muro, pero no tienes prohibido entrar a la casa. Nosotros saltaremos el muro y si nos descubren diremos que entramos a buscar una pelota que se nos desvió hacia ese solar. Si no nos descubren saltaremos y uno solo buscará la manera de llegar hasta la sala mientras los demás esperan ocultos en el solar. Si tenemos éxito, tú nos conducirás luego hasta el cuarto del loco donde viste el fantasma ―expuso Palencia su plan.
―Lo que hay que saber ahora es si tu madrina se encuentra en la casa, si no está será más fácil ―propuso Veroes.
―Buena idea, compañero Veroes, usted siempre tan atinado ―elogió Palencia a su amigo.
Palencia siempre hablaba como un adulto, decía palabras que solo se escuchaban en El Observador, un programa de noticias de la televisión, o palabras que escribía mi madrina en su periodiquito El Pasquín. Yo a veces no lo entendía mucho, y a veces buscaba en el diccionario las palabras extrañas que pronunciaba Palencia, pero el diccionario se equivocaba porque las definiciones que daba de ellas eran muy diferentes a lo que Palencia aseguraba que significaban.
―Pero algo me sigue preocupando. Si entro a casa de mi madrina sin permiso, eso igual estaría muy mal ―expresé.
―Tranquilo, compañero, usted no entrará sin ser invitado a pasar. Nosotros cuando abramos la puerta, le diremos: “Pase adelante”. Y usted se da por invitado.
Asentí con un gesto, aún no muy convencido.
―No tema, compañero, que la fuerza está con nosotros ―continuó Palencia con esa seguridad que lo había hecho nuestro líder cuando, en la escuela, jugábamos a La guerra de las galaxias en los recreos.
―Yo creo que mi madrina no está en su casa, hace rato la vi salir con Epifanio. Tal vez no hayan regresado.
Haydeecita corrió hacia la ventana y al regreso informó:
―No hay ningún carro estacionado enfrente, y el portón de la casa de tu madrina está cerrado. Parece que no hay nadie.
―Buena labor de inteligencia, compañera ―la elogió Palencia.
―¡Tengo una idea! ―exclamó Veroes, quien siempre era el segundo a bordo―. Que Haydeecita se quede afuera, en la acera y que nos avise con un silbido cuando llegue alguien a la casa.
―Pero yo no sé silbar ―confesó decepcionada la niña.
―No te preocupes, suenas este silbato que me regaló mi abuela ―le dije.
Ella sonó el silbato de plástico y todos pudimos escuchar que de él salía: “PI-ÑE-RÚ-A”. Entonces reímos por lo gracioso que nos resultó aquel sonido.

*
El plan lo ejecutamos tal como Palencia lo diseñó.
Yo los conduje hasta el segundo patio. Entramos al primer cuarto y fuimos atravesando los otros, accediendo a cada uno de ellos por las puertas internas que los comunicaban. Cuando llegamos al penúltimo cuarto, donde se encontraba la puertecita bloqueada con una alacena, Palencia preguntó con voz temblorosa:
―¿Quién tendrá el privilegio de ser el primero en entrar?
Ninguno se atrevió a responder. Teníamos mucho miedo. El que se notaba más acobardado era Palencia, quien sugirió someterlo a votación. Todos votamos por él, menos él, que votó por Dirinot.
―¿Por qué quieren que entre yo? ―preguntó visiblemente temeroso.
―Porque eres nuestro líder ―le respondió Veroes y los demás asentimos con un movimiento de cabeza.
―Aquellas palabras en lugar de convencerlo le dieron la oportunidad de excusarse.
―Ah, ustedes bien lo han dicho, soy su líder y como tal delego mi función en Dirinot, para que después no digan que yo no los tomo en cuenta.
Dirinot se resistió en un primer momento, pero cuando Palencia le dijo que delegaba en él esa importante responsabilidad porque en todo el grupo no había nadie que hubiese mostrado más valentía que él, Dirinot quedó convencido y luego de almacenar en sus pulmones todo el aire que pudo caminó hacia la alacena que medio ocultaba la entrada al cuarto del loco, la apartó con una fuerza sobrenatural, descolgó la tranca y haló por unas argollas las dos hojas de la puertecita, emitiendo un grito así como: ¡Jiaaaah!
Nosotros estábamos ubicados detrás de él, a discreción, con un frío recorriendo nuestros cuerpos. Vimos cuando Dirinot entró al cuarto del loco, luego lo vimos salir riendo a carcajadas, sin obedecer a nuestro líder, quien le pedía que se callara y le preguntaba qué había visto.
Palencia se llenó de valor y entró, luego entramos Veroes y yo. Vi que el cuarto del loco estaba más iluminado que la primera vez. No solo entraba luz por el ojo de buey sino también por un gran boquete que se había abierto en el techo. No vimos ningún fantasma, y al parecer los bisures habían emigrado del lugar. Solo palomas habitaban en aquel espacio, palomas que revoloteaban sobre nosotros salpicándonos con sus deposiciones, como lo habían hecho hacía un momento con Dirinot.
No recordaba haber visto allí, la primera vez, aquellos platos plásticos que estaban apilados en un rincón. Tal vez alguien se estaba encargando de alimentar las palomas. No creo que esos platos hayan contenido alimentos para el fantasma, príncipe de los bisures, los fantasmas no comen, toman agua sí, pero no comen, según decía mi abuela. Aunque, la verdad sea dicha, la primera vez, por el susto no me fijé mucho en los detalles del lugar. Por lo que pensé también que el alimento que en alguna oportunidad contuvieron esos platos fue para los bisures.
Palencia propuso espantar las palomas para divertirnos un rato, y comenzamos a hacerlo, pero en eso escuchamos un sonido proveniente de la calle: PI-ÑE-RÚ-A, PI-ÑE-RÚ-A, PI-ÑE-RÚ-A.
―¡Es Haydeecita!  ―exclamó Veroes, y corrimos por el cuarto sin saber qué hacer, tropezándonos unos con otros. Cuando nos calmamos, Dirinot propuso, ante el peligro que corríamos de ser descubiertos si saltábamos el muro que daba a la calle, trepar hasta el techo de la casa y caminar por él y por el tejado de las tres o cuatro casas consecutivas hasta alcanzar una casa abandonada que estaba en la calle de atrás. Eso hicimos, trepamos al techo, pero antes de encaminarnos hacia la calle adyacente, nos dirigimos a gatas hacia la cumbrera y pudimos ver desde allí a mi madrina y a Epifanio conversar con un vecino en la acera de enfrente y luego caminar con Gelindo hacia la entrada de la casa. Iban muy contentos, riéndose a carcajadas, como si estuviesen viendo El Chavo del Ocho.

*
A eso de las diez de la noche, me despertó el rugido del motor del Camaro de Gelindo, cuando este se marchaba de la casa de mi madrina. A esa hora me levanté y me fui al comedor a dibujar. Desde ahí escuché a Tío Abue pelear con un político a  quien entrevistaban en el noticiero. Tío Abue solía pelear con los políticos cuando veía el noticiero El Observador, y ellos sordos, o mejor, lejanos, jamás se enteraban de sus rabietas. Mi abuela también peleaba cuando veía la televisión, pero con las villanas de las telenovelas. Me gustaba ver cómo mi abuela se introducía en el mundo de la ficción, lloraba, reía, peleaba, le daba consejos a la muchacha buena y sufrida, y al cabo de una hora pasaba al mundo real de lo más tranquila, como si un rato atrás no hubiese estado a punto de un síncope por tanto llanto y tanta risa.
―Ya se fue Lindo Petit de casa de la bandolera. Ahora esos tres son muy amigos. Mejor dicho, esos cuatro, incluyendo a Juan Garcés. ¿Qué dirá Teodosio de esa amistad? ―escuché comentar a mi abuela, quien había dejado de trastear en la cocina y se había llegado hasta el corredor donde Tío Abue veía televisión.
Luego mi abuela se llegó hasta el comedor y se asombró al verme:
―Pero, niño, ¿qué haces despierto a esta hora?
―Dibujando al fantasma, príncipe de los bisures.
―¿Otra vez?
No le respondí, porque ella no me hizo la pregunta para que se la respondiera sino como un pequeño reproche.
―Anda, acuéstate ―me ordenó.
―Ya voy, abuela ―le prometí. Y seguí con mi dibujos.

*
Por mucho tiempo no volví a saber del fantasma, príncipe de los bisures. Hasta aquella noche que lo vi en la televisión y cuando lo hice saber a mi familia nadie me creyó, excepto mi abuela, quien se quedó pensativa y me preguntó que si la primera vez que vi al fantasma este me había dicho algo.
―Cuando vi que todo se estaba borrando a mi alrededor, escuché unas frases en inglés. Pudo haber sido el fantasma, príncipe de los bisures, quien me dijera aquello. O el bisure. No entendí aquellas palabras, pero sé que eran en inglés porque estoy seguro de que una de esas palabras la he escuchado en una canción de Gilla.  
―¿Un fantasma o un bisure que hablan inglés? Eso sí es extraño ―fue lo último que dijo mi abuela.

*
            Muy temprano, escuchamos sonar la corneta del Camaro de Gelindo. Ya todos estábamos despiertos. Era sábado, y mi papá y Tío Abue conversaban en la cocina tomándose un café. Yo los escuchaba atentos. Ellos, como siempre, se habían levantado muy temprano, aun no siendo un día laborable, para ir a comprar los periódicos. Y al regreso, se habían sentado, como siempre, a la mesa de la cocina a leer y comentar las noticias.
Cuando la corneta sonó por segunda vez, yo corrí a la ventana de la sala para cerciorarme de que era Gelindo quien estaba enfrente, y mi mamá me reprendió diciéndome que eso no era de gente educada asomarse a las ventanas para averiguar algo que no era de mi interés.
―Gelindo es amigo mío y uno debe interesarse por sus amigos, tú siempre me lo dices ―le respondí. Ella guardó silencio y yo seguí observando desde la ventana.
Atento vi a mi madrina salir de su casa vistiendo una manta guajira azul celeste con unos soles naranja, amarillo y verde bordados en el frente, en línea vertical. Era la manta guajira más bonita que le había visto. Mi madrina llevaba parte del cabello oculto bajo una pañoleta de seda naranja, verde y blanca con motivos vegetales, unas hojas sinuosas, creo recordar. Su mirada iba protegida por unos grandes anteojos de sol  hexagonales. Tras ella salió Epifanio, no llevaba uno de sus acostumbrados trajes safaris sino una camisa blanca, que mi mamá le había confeccionado, y un pantalón de cuadros pequeñitos.
Risueños se montaron en el carro y Gelindo aceleró. Yo intuí que iban de paseo a la sierra, y no me equivoqué.
La crónica de aquel corto viaje, publicada por mi madrina en El Pasquín el lunes siguiente, dio mucho de qué hablar y otra vez el nombre de Gelindo Petit se vio ligado a Las tres nubes, la escultura que le dio la bienvenida a las comidillas de la ciudad. 

____________________________________
FUENTES DE IMÁGENES


1 comentario:

  1. El silbato de Piñerúa que aparece en las imágenes es propiedad del señor Urbano Hidalgo, coleccionista radicado en la ciudad de Coro, quien gentilmente nos permitió fotografiar ese y otros objetos de los años 70.

    ResponderEliminar