SURCO
DOS
―A continuación los
alumnos del segundo grado “A” nos deleitarán con el baile tradicional El pájaro guarandol ―anunció por los
parlantes la maestra Irmita, la que en todos los actos de la escuela se
encargaba de las presentaciones y de la animación.
Al ser anunciados, los
niños salieron al escenario e inmóviles como estatuas esperaron que comenzara
la música. Eran diez niñas que, alineadas en dos filas, bailaban vestidas con
unas faldas floreadas, una blusa blanca de faralao en los hombros y unas
alpargatas con unas borlas multicolores que les abarcaba toda la parte frontal.
No había sorpresas en
aquel baile, en todo acto de la escuela lo presentaban, unas veces lo hacían
los alumnos del primer grado “B”, otras los del tercero “C”, o los del quinto “D”.
Todos sabíamos que las niñas de la fila de la derecha se pasarían para la
fila de la izquierda, y las de la izquierda para la derecha. Que luego comenzaría
a danzar un niño disfrazado de pajarraco y después otro vestido de cazador. Que
las niñas cantarían suplicándole al cazador que no matara al pajarraco y este,
terco, les diría que sí lo iba a matar, y lo mataba. Y las niñas llorarían y
llegaría una yerbatera y diría que ella curaba al pajarraco con aceite de coco
y un trago de ron. Lo curaba y la gente aplaudía. Así mismo sucedió en esta
oportunidad. Solo que la yerbatera se había tomado muy en serio su papel y en
una cantimplora había trasegado una botella de brandi que tenían en su casa y
cada vez que en el disco sonaba el parlamento de la yerbatera, que decía: “Yo
curo ese pájaro, señor cazador/ con aceite e coco y un palo de ron”, ella le
daba un trago al pobre pajarraco, y cuando quisieron que el pajarraco se
levantara, el pajarraco, ebrio, solo lloraba y llamaba a su mamá.
Aquello causó un
revuelo. Muchos se rieron, pero la mayoría de los padres estaban tan indignados que exigieron
la destitución del director y de la maestra del segundo grado “A”. También
exigieron la expulsión de la niña que representó a la yerbatera. Pero nosotros
nos enteramos de eso después que terminó el acto, porque estábamos tras
bastidores esperando nuestro turno, con un frío en el estómago por los nervios,
con nuestros trajecitos que mi mamá nos había confeccionado.
Estábamos ya
angustiados, porque después que terminamos de escuchar la canción del pájaro
guarandol decidieron presentar un baile llamado El chiriguare, ejecutado por los alumnos del segundo grado “C”.
Alguien, en el momento del revuelo por el pajarraco borracho, había extraviado
el casete con nuestra música y tuvieron que dejarnos para el final, dando tiempo
de que el casete apareciera.
Tampoco habría
sorpresas con El chiriguare. Todos
sabíamos que otras diez niñas alineadas en dos filas bailarían al ritmo de una
cancioncita que decía que cerca de una laguna había aparecido un “monstrete”
llamado el chiriguare, que tenía rabo (o cara) de burro y boca de bagre. Un niño, el más
feo del salón, haría el papel del chiriguare, y otro sería el brujo Machuco,
quien mataría al chiriguare con sus oraciones. Y luego aparecería un niño
disfrazado de ave carroñera y se comería al pobre chiriguare. Las niñas, impasibles
ante tan macabra comilona, seguirían bailando alrededor del “monstrete”, sin
dejar de cantar: “Chiriguare, chiriguare, zamurito te va a comer, te va a comer,
te va a comer…”.
Cuando estaba
finalizando El chiriguare, la maestra
nos advirtió que seguíamos nosotros. A mí me dieron unos retortijones en el
estómago por los nervios, pero cuando salí al escenario y escuché los aplausos
del público, ya no sentí nada.
−A continuación, los
alumnos del primer grado “B” nos presentarán el baile intitulado Grease −había anunciado la maestra
Irmita.
Cuando estuvimos todos
en nuestras posiciones, tal cual nos lo había indicado nuestra maestra en los
ensayos, de los altoparlantes comenzaron a salir las notas de You Are The One That I Want y nosotros
nos convertimos en Danny Suko, Sandy y los amigos de ambos.
Yo iba a ser Danny
Suko, pero mi miopía me lo impidió. ¿Quién iba a imaginarse a un Danny Suko
miope y con lentes? Así que la maestra decidió que el papel lo representara
Veroes, porque después de mí era el que mejor bailaba. Como Veroes era bastante
morenito le pusieron mucho talco en la cara porque ¿quién iba a imaginarse a un
Danny Suko tan oscurito?
Cuando terminamos de
bailar, la gente se puso de pie para aplaudirnos. Algunos padres y algunas
maestras, que pensaban como mi madrina, dijeron muertos de la envidia que
estaba mal que en un acto escolar pusieran a los niños a realizar bailes que no
tenían nada que ver con nuestro folclore, pero mi maestra los puso en su sitio diciéndoles
que a ella le parecía peor darle un mal ejemplo a los niños con bailes donde se
mataban criaturitas indefensas como el pájaro guarandol y como el animalejo que
tenía rabo de burro y boca de bagre.
Nunca más asistí a una
fiesta de fin de curso como esa, tan emocionante, tan emocionante que cuando
nosotros estábamos bailando llegó Gelindo a la escuela, invitado por mi maestra,
y cuando terminamos fue el primero que se paró a aplaudirnos. Luego se nos
acercó y nos felicitó y a cada uno nos dijo:
―¡Chócala! ―y estrellaba
su palma contra las nuestras, como los deportistas.
*
Después
del acto de fin de curso, invité a todos mis compañeros a una merienda en mi
casa. Mi abuela, para premiarme por haber sido promovido de grado con veinte
puntos, y por el éxito de nuestro baile, prepararía para mis amigos y para mí
una torta que ella llamaba “debudeque”, una gelatina y un batido de Toddy; también unos helados de Kool Aid en frasquitos de compota.
Lamentablemente
no asistieron todos los invitados. Solo fueron Veroes, Palencia, Dirinot, Irausquín
y Haydeecita, la niña que hizo de Olivia Newton Jhonn ―de Sandy, mejor dicho―
en el baile. Puesto que no éramos muchos, y mi abuela había hecho merienda para
todo mi salón de clases, degustamos dos y tres veces el refrigerio, y no
comimos más porque Palencia recordó mi historia del fantasma en la casa de mi madrina
y propuso hacer una expedición en busca de aquel espanto.
―No.
Mi madrina me prohibió que salte el muro.
―¿Pero
te prohibió que busques al fantasma? ―me preguntó Palencia.
―Eeeh…
no... pero, yo creo que sí, aunque no me lo haya dicho.
―Si
no te lo dijo, entonces no te lo prohibió ―me explicó Palencia con una
expresión solemne en el rostro.
―Pero
¿cómo hacemos para llegar hasta el cuarto del loco sin saltar el muro? ―quise
saber―. La otra manera es entrar a la casa por la puerta principal. Podemos hacerlo,
llamamos a la puerta con cualquier excusa y tal vez mi madrina nos deje entrar,
pero no nos dejará pasar del primer patio.
―Nadie
ha dicho que llamaremos a la puerta ―aclaró Palencia―. El único que tiene
prohibido saltar el muro eres tú, así que… saltaremos nosotros, entraremos a la
casa y te abriremos la puerta.
―Pero
eso estaría mal ―le cuestioné a Palencia.
―No,
lo que tú harás no estará mal. Tú tienes prohibido saltar el muro, pero no
tienes prohibido entrar a la casa. Nosotros saltaremos el muro y si nos
descubren diremos que entramos a buscar una pelota que se nos desvió hacia ese
solar. Si no nos descubren saltaremos y uno solo buscará la manera de llegar
hasta la sala mientras los demás esperan ocultos en el solar. Si tenemos éxito,
tú nos conducirás luego hasta el cuarto del loco donde viste el fantasma ―expuso
Palencia su plan.
―Lo
que hay que saber ahora es si tu madrina se encuentra en la casa, si no está será
más fácil ―propuso Veroes.
―Buena
idea, compañero Veroes, usted siempre tan atinado ―elogió Palencia a su amigo.
Palencia
siempre hablaba como un adulto, decía palabras que solo se escuchaban en El Observador, un programa de noticias
de la televisión, o palabras que escribía mi madrina en su periodiquito El
Pasquín. Yo a veces no lo entendía mucho, y a veces buscaba en el diccionario
las palabras extrañas que pronunciaba Palencia, pero el diccionario se
equivocaba porque las definiciones que daba de ellas eran muy diferentes a lo
que Palencia aseguraba que significaban.
―Pero
algo me sigue preocupando. Si entro a casa de mi madrina sin permiso, eso igual
estaría muy mal ―expresé.
―Tranquilo,
compañero, usted no entrará sin ser invitado a pasar. Nosotros cuando abramos
la puerta, le diremos: “Pase adelante”. Y usted se da por invitado.
Asentí
con un gesto, aún no muy convencido.
―No
tema, compañero, que la fuerza está con nosotros ―continuó Palencia con esa
seguridad que lo había hecho nuestro líder cuando, en la escuela, jugábamos a La guerra de las galaxias en los
recreos.
―Yo
creo que mi madrina no está en su casa, hace rato la vi salir con Epifanio. Tal
vez no hayan regresado.
Haydeecita
corrió hacia la ventana y al regreso informó:
―No
hay ningún carro estacionado enfrente, y el portón de la casa de tu madrina está
cerrado. Parece que no hay nadie.
―Buena
labor de inteligencia, compañera ―la elogió Palencia.
―¡Tengo
una idea! ―exclamó Veroes, quien siempre era el segundo a bordo―. Que
Haydeecita se quede afuera, en la acera y que nos avise con un silbido cuando llegue
alguien a la casa.
―Pero
yo no sé silbar ―confesó decepcionada la niña.
―No
te preocupes, suenas este silbato que me regaló mi abuela ―le dije.
Ella
sonó el silbato de plástico y todos pudimos escuchar que de él salía: “PI-ÑE-RÚ-A”.
Entonces reímos por lo gracioso que nos resultó aquel sonido.
*
El
plan lo ejecutamos tal como Palencia lo diseñó.
Yo
los conduje hasta el segundo patio. Entramos al primer cuarto y fuimos
atravesando los otros, accediendo a cada uno de ellos por las puertas internas que
los comunicaban. Cuando llegamos al penúltimo cuarto, donde se encontraba la puertecita
bloqueada con una alacena, Palencia preguntó con voz temblorosa:
―¿Quién
tendrá el privilegio de ser el primero en entrar?
Ninguno
se atrevió a responder. Teníamos mucho miedo. El que se notaba más acobardado
era Palencia, quien sugirió someterlo a votación. Todos votamos por él, menos
él, que votó por Dirinot.
―¿Por
qué quieren que entre yo? ―preguntó visiblemente temeroso.
―Porque
eres nuestro líder ―le respondió Veroes y los demás asentimos con un movimiento
de cabeza.
―Aquellas
palabras en lugar de convencerlo le dieron la oportunidad de excusarse.
―Ah,
ustedes bien lo han dicho, soy su líder y como tal delego mi función en
Dirinot, para que después no digan que yo no los tomo en cuenta.
Dirinot
se resistió en un primer momento, pero cuando Palencia le dijo que delegaba en
él esa importante responsabilidad porque en todo el grupo no había nadie que
hubiese mostrado más valentía que él, Dirinot quedó convencido y luego de
almacenar en sus pulmones todo el aire que pudo caminó hacia la alacena que
medio ocultaba la entrada al cuarto del loco, la apartó con una fuerza
sobrenatural, descolgó la tranca y haló por unas argollas las dos hojas de la
puertecita, emitiendo un grito así como: ¡Jiaaaah!
Nosotros
estábamos ubicados detrás de él, a discreción, con un frío recorriendo nuestros
cuerpos. Vimos cuando Dirinot entró al cuarto del loco, luego lo vimos salir
riendo a carcajadas, sin obedecer a nuestro líder, quien le pedía que se
callara y le preguntaba qué había visto.
Palencia
se llenó de valor y entró, luego entramos Veroes y yo. Vi que el cuarto del
loco estaba más iluminado que la primera vez. No solo entraba luz por el ojo de
buey sino también por un gran boquete que se había abierto en el techo. No
vimos ningún fantasma, y al parecer los bisures habían emigrado del lugar. Solo
palomas habitaban en aquel espacio, palomas que revoloteaban sobre nosotros
salpicándonos con sus deposiciones, como lo habían hecho hacía un momento con
Dirinot.
No
recordaba haber visto allí, la primera vez, aquellos platos plásticos que
estaban apilados en un rincón. Tal vez alguien se estaba encargando de
alimentar las palomas. No creo que esos platos hayan contenido alimentos para
el fantasma, príncipe de los bisures, los fantasmas no comen, toman agua sí, pero
no comen, según decía mi abuela. Aunque, la verdad sea dicha, la primera vez,
por el susto no me fijé mucho en los detalles del lugar. Por lo que pensé
también que el alimento que en alguna oportunidad contuvieron esos platos fue
para los bisures.
Palencia
propuso espantar las palomas para divertirnos un rato, y comenzamos a hacerlo,
pero en eso escuchamos un sonido proveniente de la calle: PI-ÑE-RÚ-A, PI-ÑE-RÚ-A,
PI-ÑE-RÚ-A.
―¡Es
Haydeecita! ―exclamó Veroes, y corrimos por
el cuarto sin saber qué hacer, tropezándonos unos con otros. Cuando nos
calmamos, Dirinot propuso, ante el peligro que corríamos de ser descubiertos si
saltábamos el muro que daba a la calle, trepar hasta el techo de la casa y
caminar por él y por el tejado de las tres o cuatro casas consecutivas hasta
alcanzar una casa abandonada que estaba en la calle de atrás. Eso hicimos, trepamos
al techo, pero antes de encaminarnos hacia la calle adyacente, nos dirigimos a
gatas hacia la cumbrera y pudimos ver desde allí a mi madrina y a Epifanio conversar
con un vecino en la acera de enfrente y luego caminar con Gelindo hacia la
entrada de la casa. Iban muy contentos, riéndose a carcajadas, como si
estuviesen viendo El Chavo del Ocho.
*
A
eso de las diez de la noche, me despertó el rugido del motor del Camaro de Gelindo, cuando este se
marchaba de la casa de mi madrina. A esa hora me levanté y me fui al comedor a
dibujar. Desde ahí escuché a Tío Abue pelear con un político a quien entrevistaban en el noticiero. Tío Abue
solía pelear con los políticos cuando veía el noticiero El Observador, y ellos sordos, o mejor, lejanos, jamás se enteraban
de sus rabietas. Mi abuela también peleaba cuando veía la televisión, pero con
las villanas de las telenovelas. Me gustaba ver cómo mi abuela se introducía en
el mundo de la ficción, lloraba, reía, peleaba, le daba consejos a la muchacha
buena y sufrida, y al cabo de una hora pasaba al mundo real de lo más
tranquila, como si un rato atrás no hubiese estado a punto de un síncope por
tanto llanto y tanta risa.
―Ya
se fue Lindo Petit de casa de la bandolera. Ahora esos tres son muy amigos. Mejor
dicho, esos cuatro, incluyendo a Juan Garcés. ¿Qué dirá Teodosio de esa
amistad? ―escuché comentar a mi abuela, quien había dejado de trastear en la
cocina y se había llegado hasta el corredor donde Tío Abue veía televisión.
Luego
mi abuela se llegó hasta el comedor y se asombró al verme:
―Pero,
niño, ¿qué haces despierto a esta hora?
―Dibujando
al fantasma, príncipe de los bisures.
―¿Otra
vez?
No
le respondí, porque ella no me hizo la pregunta para que se la respondiera sino
como un pequeño reproche.
―Anda,
acuéstate ―me ordenó.
―Ya
voy, abuela ―le prometí. Y seguí con mi dibujos.
*
Por
mucho tiempo no volví a saber del fantasma, príncipe de los bisures. Hasta
aquella noche que lo vi en la televisión y cuando lo hice saber a mi familia
nadie me creyó, excepto mi abuela, quien se quedó pensativa y me preguntó que
si la primera vez que vi al fantasma este me había dicho algo.
―Cuando
vi que todo se estaba borrando a mi alrededor, escuché unas frases en inglés.
Pudo haber sido el fantasma, príncipe de los bisures, quien me dijera aquello.
O el bisure. No entendí aquellas palabras, pero sé que eran en inglés porque estoy
seguro de que una de esas palabras la he escuchado en una canción de Gilla.
―¿Un
fantasma o un bisure que hablan inglés? Eso sí es extraño ―fue lo último que
dijo mi abuela.
*
Muy temprano, escuchamos sonar la corneta
del Camaro de Gelindo. Ya todos
estábamos despiertos. Era sábado, y mi papá y Tío Abue conversaban en la cocina
tomándose un café. Yo los escuchaba atentos. Ellos, como siempre, se habían
levantado muy temprano, aun no siendo un día laborable, para ir a comprar los
periódicos. Y al regreso, se habían sentado, como siempre, a la mesa de la
cocina a leer y comentar las noticias.
Cuando
la corneta sonó por segunda vez, yo corrí a la ventana de la sala para
cerciorarme de que era Gelindo quien estaba enfrente, y mi mamá me reprendió
diciéndome que eso no era de gente educada asomarse a las ventanas para
averiguar algo que no era de mi interés.
―Gelindo
es amigo mío y uno debe interesarse por sus amigos, tú siempre me lo dices ―le
respondí. Ella guardó silencio y yo seguí observando desde la ventana.
Atento
vi a mi madrina salir de su casa vistiendo una manta guajira azul celeste con
unos soles naranja, amarillo y verde bordados en el frente, en línea vertical.
Era la manta guajira más bonita que le había visto. Mi madrina llevaba parte del
cabello oculto bajo una pañoleta de seda naranja, verde y blanca con motivos
vegetales, unas hojas sinuosas, creo recordar. Su mirada iba protegida por unos
grandes anteojos de sol hexagonales. Tras
ella salió Epifanio, no llevaba uno de sus acostumbrados trajes safaris sino
una camisa blanca, que mi mamá le había confeccionado, y un pantalón de cuadros
pequeñitos.
Risueños
se montaron en el carro y Gelindo aceleró. Yo intuí que iban de paseo a la
sierra, y no me equivoqué.
La
crónica de aquel corto viaje, publicada por mi madrina en El Pasquín el lunes
siguiente, dio mucho de qué hablar y otra vez el nombre de Gelindo Petit se vio
ligado a Las tres nubes, la escultura que le dio la bienvenida a las comidillas
de la ciudad.
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FUENTES DE IMÁGENES
El silbato de Piñerúa que aparece en las imágenes es propiedad del señor Urbano Hidalgo, coleccionista radicado en la ciudad de Coro, quien gentilmente nos permitió fotografiar ese y otros objetos de los años 70.
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