martes, 27 de diciembre de 2016

LADO B - SURCO CINCO


SURCO CINCO


“¡No disparen, que soy McKenzie!”, escuché a un periodista decir en la televisión una noche, luego de que la fanfarria inquietante del noticiero se aplacara, y la voz atronadora que  repetía insistentemente ¡EXTRA, EXTRA, EXTRA!, se apagara.
 ―Con esas palabras salió al encuentro de una comisión policial el empresario Peter McKenzie, secuestrado desde hacía tres años… ―continuó el presentador de noticias.
Frente al televisor estábamos todos. Ya habían transcurrido seis meses desde la muerte de Tío Abue, y por esos días mi abuela había decidido que ya se podía encender el televisor. Estábamos esperando que comenzara la telenovela. Yo les estaba contando sobre el baile que ensayábamos en la escuela para presentarlo en el acto de fin de curso que ya estaba cerca.
―¡Sssssshhhhh! ―escuchamos a mi papá solicitar silencio.
―En el día de hoy una comisión policial dio con el paradero del empresario norteamericano Peter McKenzie, secuestrado desde hacía tres años en nuestro país ―dijo el narrador de noticias con esa voz que los de su oficio tienen reservada para los acontecimientos extraordinarios―. El rescate ocurrió fortuitamente cuando los funcionarios policiales andaban tras la pista de una banda de criminales dedicada al abigeato…
Todos en casa quedaron atónitos, e hicieron breves comentarios para dejar por sentada su sorpresa. Yo quise saber qué era “abigeato”, pero mi papá volvió a ordenar:
―¡Sssssshhhhh!
Entonces entendí que aquella noticia era realmente importante y estaqué mi mirada en el televisor, justo cuando aparecía en pantalla un Jeep del que bajaron unos policías, los cuales ayudaron luego a bajar a un hombre que…
―¡Por Dios! ―exclamó mi abuela cuando yo lancé aquel grito con toda mi fuerza y me aferré a ella, apretando mis ojos lleno de pavor―. ¿Qué tienes? ―me preguntaron todos alarmados.
―El fantasma, príncipe de los bisures ―dije lloriqueando.
―¡¿Otra vez con eso?! ―me preguntó mi mamá con tono de reproche.
―¿Dónde está? ―me preguntó mi abuela, dándome a entender que ella sí me creía.
―En el televisor, abuela ―le respondí.
―¿En la pantalla? ―quiso saber mi papá.
―Sí.
―No es un fantasma, es McKenzie.
Yo fui abriendo el ojo derecho lentamente para mirar la pantalla  del televisor y comprobar que no estaba alucinando. Y en efecto así era. En la pantalla, la cámara  seguía a un hombre de piel transparente, muy alto y de pelo tan rubio que casi era blanco.
―¿Viste? Ese es McKenzie, el secuestrado que rescataron hoy.
Abrí el otro ojo y miré con estupefacción el parecido de aquel hombre con el fantasma, príncipe de los bisures.
―Pensé que era el fantasma, príncipe de los bisures ―les comenté apenado―. Se parecen mucho. Voy a buscar mis cuadernos donde lo dibujé para que ustedes lo vean.
Corrí a buscar los cuadernos de dibujo, los de la etiqueta blanca de líneas rojas con la inscripción “Fantasma, príncipe de los bisures”. Los busqué afanosamente en la caja donde los guardaba, pero no aparecieron.
Cuando regresé al corredor donde estaba el televisor, ya la telenovela había comenzado y nadie volvió a hablar en casa, por esa noche, de McKenzie, excepto mi abuela, quien muy quedito me hizo algunas preguntas sobre el fantasma antes de que yo me quedara profundamente dormido en su regazo.
Al día siguiente, no hubo rincón de la ciudad donde aquel nombre no estuviese presente. Inclusive, en mi salón de clases nadie quiso quedarse atrás. Todos querían contar al mismo tiempo su versión de lo ocurrido y la maestra tenía que golpear con una regla su escritorio a cada rato porque nosotros hablábamos tanto que no la dejábamos escuchar lo que sus colegas le contaban sobre McKenzie.
―McKenzie es igualito al fantasma, príncipe de los bisures ―les comenté a mis amigos en cuanto llegué a la escuela.
―¿Y no será que el fantasma se está haciendo pasar por McKenzie? ―elucubró Palencia.
―¿Tú crees? ―le pregunté no muy convencido de su hipótesis.
*
En el recreo yo inventé un juego que llamé “no disparen, que soy McKenzie”. Así expliqué a mis compañeros las reglas del juego:
―Comienzo yo. Cuando nombre a alguien, este tiene que decir: “¡no disparen que soy McKenzie!”; si no lo dice, todos le lanzaremos bolas de papel. Luego, él pronunciará el nombre de otro compañero y haremos lo mismo. Gana quien jamás deje de decir la frase mágica “¡no disparen que soy McKenzie!”.
Por varios días, nuestros recreos fueron más divertidos de lo habitual. Pero así como poco a poco fue  dejándose de hablar de McKenzie, nosotros también fuimos dejando en el olvido nuestro juego.

*
“Evelín, llegó Gelindo, lánzame tu pelo lindo”. Yo compuse aquella cantinela, parodiando la frase que pronunciaba el príncipe de Rapunzel. Lo hice luego de escuchar, echado como un gato cerca del pedal de la máquina de coser de mi mamá, la historia que Isbelia Navarrete contaba sin pausa mientras mi mamá le tomaba las medidas para un nuevo vestido.
En poco tiempo la cantinela estuvo en boca de todos en la ciudad. Nada más hice llevarla a la escuela, se diseminó como piojos. En el café Paraíso, en la entrada del cine Rex y en la plaza Falcón, no faltó por esos días alguien que entre risas canturreara: “Evelín, llegó Gelindo, lánzame tu Pelo Lindo”.
Y los niñitos que iban o venían del catecismo, en lugar de entonar los cánticos a la Virgen, como era la costumbre, iban, con sus voces blancas, coreando la cancioncita de la Pelo Lindo.
El tema de la Pelo Lindo terminó de opacar el del rescate de McKenzie, ahora “el cuento de los Lindos”, como dieron en llamar esa historia, era lo que se comentaba en todo hogar y en toda reunión sin importar que esta fuese de las damas salesianas o del Club de Leones.
Un momento muy emotivo de esta historia fue cuando en su programa, Juancito le dedicó a Gelindo esta canción de la Dimensión Latina:
“Le fui a dar una serenata a mi adorada,/ le canté lo más lindo de mi repertorio,/ me porté como un verdadero Juan Tenorio,/ y para qué si no estaba allí mi amada.// Me dijeron que cuando ausente me encontraba/ sufría mucho porque mis cartas no llegaban,/ fue su padre que al oponerse a nuestro idilio/ no le entregó ni una sola de mis cartas,/ y ella creyó que era yo quien la engañaba…”.


Ay, cuánto lloró Gelindo al escuchar esa canción, según contaban los que lo acompañaban en el estudio y fueron testigos del hecho desde el momento en que el operador, que nunca había dejado de monitorear el programa de Trucupey, le avisó que este le acababa de dedicar una canción. Gelindo le pidió al operador que le diera volumen a la melodía y ya antes de la segunda estrofa sus mejillas parecían el Delta Amacuro.
Cuando la canción “Mi adorada” llegó a su fin, el operador dejó sonar la canción que Gelindo le había solicitado para responderle a Trucupey como en los tiempos de la guerra de los acetatos. Fue así como, desde aquel momento y por muchos días, los niñitos que iban para el catecismo o venían de él, tuvieron una nueva canción, y de Gloria Gaynor, para animar su marcha: “At first, I was afraid,/ I was petrified./ I kept thinking/ I could never live without you by my side./ But then I spent so many nights/ Just thinking how you did me wrong./ And I grew strong./ I learned how to get along…” Y luego: “I will survive./ I will survive./ Yeah, yeah”.


            ―Yo no sabía hasta ahora que quería tanto a Evelín. Pensaba que estaba con ella por la compañía, porque a ambos nos gusta la música disco, porque nos llevábamos la corriente el uno al otro y nos necesitábamos como cómplices de nuestra inmadurez ―decían que le comentó esa noche a quienes acudieron a El Cuarto del Loco para consolarlo. Otros aseguraban que aquellas palabras se las dijo fue a Trina y a Epifanio, de quienes se había alejado luego del incidente de la crónica sobre su viaje a la sierra, y a quienes buscó una noche para contarles su tristeza.
También decían que Trina y Epifanio, animados por los tragos, y envueltos por la sensualidad de los boleros de Toña La Negra, lo abrazaron, lo cubrieron de mimos y lo condujeron a su cama. Él se quedó quieto, muy quieto, mientras la noche se desplazaba como serpiente por toda su piel.

*
“Evelín, llegó Gelindo, lánzame tu pelo lindo”. No me cabía dudas de que aquellas habían sido las palabras exactas que Gelindo le dijo a Evelín la misma noche que Gastón Leyba lo encontró saliendo del cuarto de la muchacha por el balcón.
Gastón Leyba, un próspero constructor de la ciudad y padre de la Pelo Lindo, había sido un entusiasta colaborador del gobierno regional del maestro Teodosio Petit, si es que se puede llamar colaborador a alguien que recibe onerosas sumas de dinero por sus servicios. La relación política y laboral había acercado mucho al maestro Teodosio y al viejo Gastón, por lo que el gobernador y su familia siempre recibieron en casa de los Leyba los mejores agasajos. El viejo Gastón y su esposa, la señora Maigualida, estuvieron siempre contentos con el noviazgo de su hija Evelín y  Gelindo. El número de veces que le repitieron al muchacho: “Estás en tu casa”, ya  él no podía cuantificarlo.
Pero luego de las elecciones y de la partida del maestro Teodosio, Gelindo fue dejando de caerle en gracia al viejo Gastón. Si bien antes el hombre celebraba las ocurrencias del muchacho, ahora las cuestionaba y las llamaba sandeces. Si bien antes reía con estrépito por las opiniones irreverentes del joven sobre cualquier tema, ahora, al  escucharlas, arrugaba el entrecejo y movía con su índice regordete el hielo de su whisky; lo hacía  con una prisa desquiciada, y luego, de un solo trago, vaciaba el  contenido del vaso. 
Ante el giro de la historia, Gelindo sabía que una bomba estaba por estallar. Y no se equivocó. Una noche llegó a casa de los Leyba en busca de Evelín y encontró al gobernador Valverde Sierra con su familia ocupando en el comedor de la casa los puestos que antes habían ocupado los esposos Petit Torres y sus hijos.
Gelindo entró  al comedor justo cuando el viejo Gastón celebraba con grandes carcajadas algún chiste malo del gobernador.  Al darse cuenta de la presencia del muchacho, el hombre cortó su carcajada en seco y arrugó el entrecejo.
No hubo para el recién llegado una invitación a sentarse, como en otros tiempos, sino una respuesta fugaz y casi inaudible para su saludo  afable. Ni hubo una presentación del “novio de Evelincita” a los comensales, como sucedía tiempo atrás. Hubo, sí, movimientos incómodos de los esposos Leyba en sus sillas rococós.
―Evelín está en su cuarto. Espérala en la sala ―le pidió a Gelindo la señora Maigualida.
En otro tiempo le habría dicho: “Evelín está en su cuarto, sube. Estás en tu casa”.
Esa noche, Gelindo confirmó que ya no era bienvenido en aquel hogar. Él pensaba que el viejo Gastón no se atrevería a decírselo directamente porque su astucia le indicaba que no era prudente, pues al cabo de cinco años las cosas tal vez pudieran cambiar. Sin embargo, consideró  que lo mejor era, a partir de ese momento, al buscar a Evelín, esperarla en el carro para no tener que ver caras malhumoradas, y compartir con ella en El Cuarto del Loco o en cualquier otro sitio. Y en último caso, visitarla en su dormitorio entrando a él por el balcón. A Gelindo le pareció interesante esta última opción, le pareció hasta romántica, muy Romeo, muy Julieta y muy Rapunzel. Pero no desechó las otras opciones, así que a veces las empleaba todas. Dejaba el carro en una de las calles cercanas, saltaba la cerca lateral y entraba al cuarto de Evelín por el balcón; estaba un largo rato con ella, luego bajaba, saltaba la cerca y la esperaba en el carro para llevarla a la heladería El Sol, a El Cuarto del Loco o a la discoteca Stadium 45.
Esa misma rutina quiso hacerla la noche que el viejo Gastón vio el inconfundible Camaro rojo estacionado en una calle adyacente a la avenida La Heroína, donde quedaba su casa. Algo supuso el viejo, así que aceleró la marcha. Si bien nunca le había prohibido a Gelindo la entrada a su casa, esperaba que el muchacho hubiese entendido que su presencia resultaba incómoda.
―Claro que lo ha entendido ―pensó el viejo Gastón―, por algo deja el carro retirado de la casa. El desgraciado debe de estar metido en el cuarto de Evelincita.
Y así lo comprobó cuando llegó a su casa y vio a Gelindo descender por un árbol lindante con el balcón. Eso decían, que descendió por el árbol, pero yo estaba convencido de que lo había hecho por el cabello trenzado de la Pelo Lindo. Y esto lo digo porque yo no recuerdo haber visto nunca en los jardines de aquella casa un árbol cuyas ramas se desparramaran cerca del balcón de la habitación de la Pelo Lindo.
―¿Con esto es que nos retribuyes, Gelindo Petit, la confianza que te brindamos en esta casa? ¿Entrando como un ladrón?
―¿Qué le puedo decir, Gastón? ¿Cómo voy a explicar lo que usted está viendo? No le puedo decir que no es lo que usted está pensando, porque sí es lo que usted está pensando.
―Te vas inmediatamente de esta casa.
―¿Vio que hasta le he facilitado las cosas? Al fin me pidió lo que no se atrevía a pedirme.
―Tú no eres más que un pobre loquito. Un malandro bien vestido. Un delincuente pervertido que ha traído a esta ciudad, que era tan tranquila, todas sus mañas. No sacaste nada de tu padre, un hombre intachable.
―Claro que sí, Gastón. De mi padre heredé la lealtad.
Gelindo le dio la espalda al viejo Gastón y se dirigió  hacia la puerta de la cerca, que el dueño de casa había dejado abierta.  
―Tanto que yo me burlo de las telenovelas ―pensó Gelindo cuando ponía en marcha su Camaro― y ahora yo soy el protagonista de mi propio melodrama. Tendré que comprarme una bata de seda, como las que usa el galán Raúl Amundaray en las telenovelas, porque todo galán de telenovelas que se precie usa bata de seda y chaqueta cruzada. Ah, y bebe brandy.
Y tuvo toda razón Gelindo. Aquel era solo el primer capítulo de una telenovela de las 8:00 pm. Al día siguiente, Evelín lo llamó para decirle que se iba a Caracas, que no quería enfrentarse con su papá, que además estaba aburrida ya en esta ciudad, que quería participar en el Miss Venezuela, que la habían llamado para hacer la cuña del cigarrillo Sandy… y tiqui, tiqui, tiqui, tiqui, tiqui…
Mientras la Pelo Lindo hablaba, Gelindo Petit reflexionaba: “Los latinos estamos destinados al melodrama. Más que destinados, condenados. Condenados perpetuamente a vaciarnos las venas, a morir después de cada ruptura amorosa, y renacer al finalizar una noche de ron y de boleros. Para eso inventamos el bolero, para renacer; eso sí, sin culpas y sin temor a volvernos a enamorar, mucho menos a ser cursis una y otra vez, la cursilería nos ha convertido en aves fénix. Por mucho que reneguemos de la cursilería siempre terminaremos necesitados de ella, poseídos por ella. El que más reniega es el más cursi. Ahora me lo puedo explicar con mi filosofía de a real y medio.

Seguidamente el Loco Lindo se fue a vivir su despecho, a disfrutar su despecho. Y cómo lo disfrutó. Se embriagó, lloró y escuchó un bolero tras otro durante días, hasta que conoció a Luz Cecilia Carnevalli, una hermosa muchacha de pelo naranja natural, rizado, largo y abundante que llegó a dar clases de lenguaje en la universidad y se hospedó en casa de Trina, pues su madre había sido profesora de mi madrina en la Universidad Central y ambas se guardaban mucho afecto.
Luz Cecilia fue otro suceso en la ciudad. Cuando se desplazaba por las calles y avenidas en su bicicleta, y con su morral en la espalda, la gente no podía dejar de verla, sin disimular su curiosidad, y seguirla con la mirada hasta que se hacía un punto cítrico en la distancia.
Vestía siempre bluyines desleídos y franelas blancas percudidas; y calzaba zapatos Converse algo... mugrosos. Pero solo las muchachas envidiosas se daban cuanta de estos detalles, porque la belleza de Luz Cecilia era tal que su vestimenta pasaba inadvertida.  
Dibujando a la Pelizanahoria, así bautizaron en la ciudad a Luz Cecilia, gasté mi lápiz de color naranja; es que aquella muchacha tenía más pelo que Gelindo, Evelín Leyba y The Jackson 5 juntos. En aquellos dibujos también gasté mi lápiz de color marrón, pero este lo gasté pintándole las pecas a la Pelizanahoria. Qué cantidad de pecas tenía. Tantas, tantas, que su piel parecía el negativo de una  foto del cielo estrellado.
Según contaban, el día que Gelindo conoció a la Pelizanahoria, en casa de mi madrina, se mantuvo callado escuchando embobado las palabras de la  muchacha. Dicen que la inteligencia de ella lo dejó sin habla, pero yo estoy seguro de que Gelindo no hablaba porque trataba de contarle las pecas. Es más, yo estoy convencido de que eso fue lo que lo volvió más loco. “La Pelizanahoria tiene más loquito al Loco Lindo.”, decía la gente. Al escuchar aquella oración por primera vez, yo recordé lo que siempre me decía mi  abuela cuando se iba la luz y salíamos al patio: “No cuentes las estrellas, que el que cuenta las estrellas se vuelve loco”. Entonces pensé: cómo no se iba a  volver más loco Gelindo, contando tantas pecas.
Mientras más pecas contaba Gelindo, más rápido rodaba hacia el fondo de su memoria el recuerdo de Evelín Leyba. A los dos días de haberse conocido, Gelindo y la Pelizanahoria fueron vistos recorriendo las calles de la ciudad, conversando, riéndose y mirándose como tontos, como todos los enamorados. Ella iba en su bicicleta y él iba despacito en su Camaro rojo. Con el paso de los días, como a ella no le gustaba bailar, él desistió de invitarla a Stadium 45, y comenzó a invitarla a tomar vino y a ir a la laguna San Isidro para pedir deseos ante el paso de estrellas fugaces. En verdad, estaba enamorado el Gelindo para haber hecho lo que antes consideraba cursilería. Bueno, realmente no había sido el amor, sino el desamor lo que lo había hecho cambiar de parecer y actitud. En otro tiempo, cuando andaba con Evelín Leyba, lo habían escuchado decir: “¡Bah!, qué cursilería ir a ver estrellas fugaces para pedir deseos. Para mirar estrellas me voy al Hollywood Walk of Fame. Yo soy kitsch, no cursi. Parece lo mismo, pero no lo es, así haya quien diga lo contrario. Para mí lo kitsch es lo tangible, lo cursi lo intangible. Lo cursi pudiera ser pasión, pero lo kitsch es la materialización de la pasión. Kitsch es Lila Morillo; cursi, lo que dice de ella mi amigo Juancito Trucupey”. Ahora no opinaba igual. Ahora su visión había cambiado: “Sí, soy kitsch, pero antes soy cursi porque no puede existir pasión materializada si antes esta no se ha invocado con palabras, sentimientos y deseos. Sin lo cursi no podría existir lo kitsch.

Ahora Gelindo estaba encantado subiendo con la Pelizanahoria a la laguna San Isidro a mirar las constelaciones, no tanto las del cielo como lo hacían todos los que iban al lugar, a decir verdad, sino las de la piel de aquella muchacha; y a disfrutar, desde la distancia, de las luces de la ciudad, en especial de las que emitía la mujer palmera enraizada, cual guarda, en lo alto de la fachada de Stadium 45.  

*
En la única ocasión que Luz Cecilia, la Pelizanahoria, fue a la discoteca de Gelindo y Juancito Trucupey, fue el día de su clausura. Claro, ni ella ni el mismo Gelindo sabían que esa sería la primera y la última vez que Bad Girls, de Donna Summers sonaría en aquel recinto.
La Pelizanahoria había accedido a ir a Stadium 45 por petición de su hermana Veruzka, una pintora muy bella y desmelenada que residía en Barcelona, España, y quien estaba de visita en nuestra ciudad. Veruzka era la antítesis de la Pelizanahoria. Vestía a la moda, cada media hora se retocaba el carmín de los labios, hablaba con un permanente tono sensual y decía palabras obscenas sin ningún pudor. Era una chica mala. Decía ella.
Al poco rato de estar en Stadium 45, ya conocía a todos los muchachos, los que andaban solos y los que andaban con sus novias, las cuales se mostraban recelosas de aquella extraña que al bailar maullaba como una gata, se retorcía como una serpiente y batía la melena como una leona con peluca.
Los chicos estaban enloquecidos con aquella mujer. Todos querían invitarla a bailar, se apresuraban a encenderle el cigarrillo y a obsequiarla con un Curazao Blue.
A eso de las  dos de la madrugada, la Pelizanahoria, apenada, quiso convencer a su hermana de que se marcharan porque ya era muy tarde, pero ella se  negó, pues justo en ese instante se escucharon los primeros acordes de Bad Girls, de Donna Summer, una canción que ella adoraba:
“Toot toot, hey, beep beep.// Bad girls/ talking about the sad girls/ sad girls/ talking about the bad girls, yeah”.  


Veruzka no lo pensó dos veces antes de montarse  en la barra a bailar aquella canción. Al poco tiempo todos imitaban sus pasos de baile. Como los zapatos de tacón alto la exponían al peligro se los quitó y los lanzó al aire. Alguien saltó y los atrapó. Segundos después todos los zapatos de los  presentes subieron al techo y se precipitaron sobre aquella masa agitada y sudorosa. Como la chaquetica de lentejuelas le impedía mover los brazos, Veruzka se despojó de ella y también la lanzó al aire. La prenda quedó atascada en una de las bolas de espejo donde en breves instantes quedarían atascadas también las blusas y camisas  de algunos de los presentes.
En la pista ya no quedaba nadie.  Todos se habían congregado frente a la barra y allí gritaban, aplaudían e imitaban los movimientos de  Veruzka, quien ya compartía el tope de la barra con un gran número de chicos y chicas. Con el cutis más rojo que nunca, por la vergüenza, la Pelizanahoria se había retirado a una esquina. Gelindo la acompañaba, fascinado con el acontecimiento.
―A esta ciudad le estaba haciendo falta un momento como este. Mira como todos se divierten, escúchalos gritar… Cuando yo vivía en Nueva York…
Gelindo atrajo hacia su cuerpo a Luz Cecilia al  tiempo que iniciaba su anécdota, la cual debió ser muy divertida, pero la muchacha nunca lo supo, pues estaba atenta a lo que acontecía en la barra. Quiso prestarle atención a Gelindo por un momento, así que lo miró a los labios, pero solo unos segundos, , pues su instinto le avisó que lo temido por ella estaba muy cerca, solo que no calculó qué tanto. Cuando volteó hacia la barra ya era muy tarde. Veruzka bailaba eróticamente ante un muchacho que llamaban Alfredo Croes mientras lo despojaba de su corbata, de su chaqueta, de su camisa. Luego hizo lo mismo con un tal Ramón Tellería, pero con este llegó un poco más lejos: le desabotonó el pantalón y le bajó la cremallera. Después le tocó el turno a los morochos Faneite y a Chente Weffer, quienes quedaron en ropa interior, así como Lucas Lilo, el cual se negó a despojarse de sus calzoncillos con un estampado de piel de leopardo, que provocaron la burla de los espectadores. Y ya comenzaba a organizarse una fila de hombres frente a Veruzka cuando uno de ellos quiso tocarla en sus partes nobles. Ella empujó al desdichado desde lo alto de la barra y este cayó aparatosamente sobre el piso.
Juancito Trucupey, quien veía junto a los bartender los acontecimientos, dentro del semicírculo que formaba la barra, presintió que se aproximaba una catástrofe. Por eso, llevándose por delante a todo  aquel que se interpusiera en su camino, corrió como un toro hacia la cabina del disc jockey para detener la música y encender todas las luces, pero cuando llegó al lugar ya iban de un lado a otro, por el aire de Stadium 45, discos, botellas, vasos, trozos de hielo, zapatos, butacas y… ¡ufff!, cualquier cosa que pudiera volar.
Luz Cecilia intentaba llegar hasta la barra donde su hermana luchaba por zafarse de una turba de hombres enfebrecidos, pero la multitud formaba un muro infranqueable. Gelindo intervino. Tomó a Veruzka por un brazo y, con la rapidez de un mago, la introdujo por una de las portezuelas ubicadas en la parte inferior de la estantería de la barra. Tras la portezuela había un corto túnel, el cual conducía hasta los pies de una escalera de emergencia que desembocaba en El Cuarto del Loco.
Cuando al fin Juancito Trucupey  encendió todas las luces, ya Veruzka descansaba sobre una silla Barcelona naranja.
―Sólo hacía una performance. ¿Por qué a la gente le cuesta tanto entender mi propuesta artística? ―susurró Veruzka, no con su voz sensual de hacía un rato, sino con voz aniñada.
―¡Eres la única meretriz virgen sobre la faz de la tierra! ―le reprochó Luz Cecilia
―¿Cómo? ―le preguntó Gelindo a su novia, asombrado por el comentario.
―Lo que escuchas. Veruzka, la doña, la devoradora de hombres de Caurimare, es virgen.

*

En su historia, esta ciudad ha sido visitada por dos huracanes. Al  primer huracán, llegado a estas tierras en 1681, nadie le puso un nombre propio; al segundo, todos lo llamaron “el huracán Veruzka”.

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miércoles, 21 de diciembre de 2016

LADO B - SURCO CUATRO


SURCO CUATRO

  “Todos los niños crecen, excepto uno”, leyó Tío Abue con tanta emoción que sus ojos negrísimos se volvieron un aljibe. Hizo una pausa, sacó su pañuelo inmaculado para secarse las lágrimas a punto de correr mejillas abajo y cuando quiso continuar la lectura su voz oscura se fue haciendo tan blanca como la de un infante, entonces respiró profundo, se aclaró la garganta, y repitió la primera oración: Todos los niños crecen, excepto uno.
Yo estaba expectante, sentado frente a Tío Abue, quien continuó con su voz oscura pero trémula: “No tardan en saber que van a crecer y Wendy lo supo de la siguiente manera. Un día, cuando tenía dos años, estaba jugando en un jardín, arrancó una flor más y corrió hasta su madre con ella. Supongo que debía estar encantadora, ya que la señora Darling se llevó la mano al corazón…”
Tío Abue, emulando a la señora Darling, también se llevó una mano al corazón, luego me sonrió nerviosamente, pero en vez de continuar la con lectura hizo silencio y colocó el libro, que ya había agitado mi curiosidad, sobre la mesita redonda donde solían descansar sus lentes, el periódico y las tazas de café. La brisa que circulaba por el patio, de pronto, despojó el  libro de la sobrecubierta de papel de seda con la que Tío Abue acostumbraba a proteger sus joyas bibliográficas. “James Barrie. Peter Pan”, pude leer. Y es lo único que he leído de aquel libro que desde entonces he llevado en mi mochila, en mi maletín, en mi maleta o en mi mano.
Yo conocía personas que habían crecido, pero seguían en la niñez. Gelindo, por ejemplo. La gente siempre comentaba que él era un inmaduro, y se preguntaban cuándo crecería, pero en sentido figurado, desde luego, porque Gelindo era tan alto que si seguía creciendo parecería a Gulliver en Liliput. El otro era Tío Abue. Tío Abue tenía sesenta y siete años y su mirada nunca mostraba cansancio, era viva e inquieta como la de un niño. Él siempre sonreía burlón cuando alguien tropezaba, se caía o era reprendido, y le formaba berrinches a mi abuela cuando le daba menos chocolate o menos torta debudeque que a los demás.
―Es un niño. Es un niño encanecido ―nos decía mi abuela con ese tono que se emplea cuando se está resignado.
Tío Abue me enseñó muchos juegos, y siempre que le hacían un pago especial en el telégrafo llegaba a casa con un juguete para mí. Yo se lo agradecía eufórico, aunque en el fondo sabía que quien disfrutaría aquel juguete era él, que yo era la excusa para que él diera rienda suelta a su niñez dilatada, yo sabía que él, apenas yo abriera la caja, se apoderaría del Lego, del Viewmaster, de la pista de carreras, de los carritos, de los trencitos, y yo me quedaría con la cajita solamente, disfrutando de sus dibujos de colores brillantes, porque a mí siempre me gustaban más las cajas que sus contenidos, para mí la caja era el verdadero juguete.
            ―Ya regreso ―me advirtió Tío Abue, y así fue.
Al poco tiempo estuvo de vuelta con un frasco de un líquido verde que él llamaba bay rum, pero que en realidad era Alcolado Glacial, una loción que utilizaba para todas sus dolencias. En esta oportunidad se dio una friega con Alcolado  en su brazo izquierdo. Después me pidió un vaso de agua.
Cuando llegué a la cocina en busca del agua, mi abuela, quien deshojaba una rama de orégano y guardaba en un frasco dicha  especia, me preguntó si el Tío Abue ya había terminado tan rápido de leerme el cuento.
―Es una novela ―le aclaré―. No. Apenas me leyó unas líneas. Tiene una dolencia en un brazo ―le informé.
Mi abuela fue a toda prisa hasta el corredor donde Tío Abue seguía dándose friegas con Alcolado, y luego de ver su cara descompuesta, como nunca, comenzó a persuadirlo de que fuesen al hospital.
―Qué hospital ni qué ocho cuartos. ¿Para qué, para que me pongan una inyección y en vez de un dolor sienta dos? Noooo.
Pero tanto insistió mi abuela, que Tío Abue vistió nuevamente su camisa blanca, de la que se había despojado hacía un rato para quedar cómodo en guardacamisa, y ambos se fueron a la esquina de la casa a esperar un transporte público que los dejase en el hospital.
―Cuando regrese, te seguiré leyendo Peter Pan. Espérame ―me pidió Tío Abue antes de traspasar la puerta de nuestra casa y alcanzar la calle. La solicitud me la hizo porque reconoció en mi rostro la impaciencia por conocer la historia, e intuyendo lo que yo le diría, añadió: ―Sííí, yo sé que tú ya sabes leer. Luego leerás todos los libros que quieras, pero déjame Peter Pan a mí.   

*
Pero Tío Abue no regresó. Mi abuela sí. Mi abuela volvió llorosa, y yo de inmediato entendí lo que había sucedido, así que no le pregunté nada, solo me abracé a su cintura y la acompañé en el llanto. Luego fui con ella hasta el cuarto de Tío Abue y la ayudé a escoger la mejor camisa blanca, el mejor traje, uno gris, y la mejor corbata, una color mostaza con paramecios marrones. Mi mamá y mi papá también habían ido tras mi abuela hacia el cuarto. Tampoco le preguntaron nada, ambos la abrazaron al mismo tiempo, y yo intenté abarcarlos a los tres con mis cortos brazos, y así estuvimos un rato los cuatro, fundidos en el dolor.

*
El sepelio de Tío Abue fue el sábado en la tarde. Yo me negaba a ir, pero mi papá insistió, me dijo que no temiera, que Tío Abue siempre estaría acompañándome y cuidándome, por eso desde entonces he llevado conmigo el libro de Peter Pan y cuando estoy en un sitio tranquilo lo extraigo de mi valija, lo coloco entre mis piernas o sobre una mesa como a la espera de que Tío Abue lo abra y comience a leer con su voz oscura: “Todos los niños crecen, excepto uno”.
Ese domingo fueron los comicios para elegir un nuevo presidente del país. Todos en casa se levantaron muy temprano para ir a ejercer su derecho al voto. Mi abuela estaba muy triste, sin embargo fue la primera en irse a la escuela donde le correspondía sufragar. Quería ser la primera de la fila. Quería que su voto fuese el primero en atravesar la ranura de la urna, ella creía que si el primer voto que se introducía en cada urna era para su partido este ganaría las elecciones, pero esta vez a pesar de que ella logró ser la primera de la fila, su partido no logró ganar la contienda, por lo que la tristeza de mi abuela, durante muchos días, fue doble.
Aquel ha sido el diciembre más lúgubre que he vivido. En la casa había un gran silencio. No estaba permitido encender el televisor ni la radio, en aquellos tiempos el luto se guardaba de manera rigurosa. Mis primos y yo durante ese mes no pudimos escuchar el programa Disco y juventud, y no hubo adornos de navidad en la puerta ni se decoró el arbolito plateado que Tío Abue había comprado, en la tienda por departamentos La Casa del Japón, el año anterior.
Las noticias que teníamos del programa de Gelindo nos llegaban por las amigas de mi prima, sobre todo por boca de Ricardita Gamero o por los amigos de mi primo. Así supimos que Gelindo había recibido una encomienda con un lote grande de long plays, y que Claret Capiello y Lourdes Llamozas se habían ganado sendos discos de Village People en un concurso que consistió en dar los nombres de cada integrante de esta agrupación y decir de qué estaba disfrazado.

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Los primeros días de enero, ya pasado el furor de las fiestas decembrinas y las celebraciones de los ganadores de la contienda electoral, y ya superado un poco el dolor, por parte de los perdedores, los fanáticos del programa Disco y juventud comenzamos a caer en cuenta de que al maestro Teodosio le quedaba poco tiempo como gobernador y que lo más probable era que regresara a Caracas. Esta preocupación la teníamos, a decir verdad, no tanto por la partida del maestro Teodosio, sino por la de Gelindo, pues si el maestro se iba de la ciudad, su familia lo acompañaría.
El Día de Reyes, doña Céfora ofreció una fiesta para los niños de la ciudad, en la que pronto dejaría de ser su residencia. En cada sector habían nombrado a un responsable de hacer una lista de niños y buscarlos en un autobús. La fiesta comenzó a las dos de la tarde en el amplio patio de La Huerta. Había payasos, cantantes, magos y un juguete de regalo para cada uno de nosotros. También había mucha comida, refrescos, globos y banderines policromos.
La fiesta fue animada por Gelindo y por Juancito, quienes desde una tarima iban presentando cada una de las atracciones e iban motivándonos para que participáramos en los juegos y concursos.
Uno de los concursos consistía en hacernos preguntas y el que respondiera bien recibía un premio. Las preguntas a los niños mayores de ocho años eran de conocimiento, de acuerdo con el grado que cursaran, pero las que le hacían a los más pequeños tenían que ver con su edad, su nombre y su apellido. Cuando los niños respondían, Gelindo lanzaba un grito diciendo: ¡Síííí, ga-nó, ga-nó! Y nos conminaba a que canturreáramos con él “ga- nó, ga-nó”. Recuerdo claramente el caso de un niño moreno de ojos tan azules como los del animador.
―¿Cuál es tu nombre? ―le preguntó Gelindo colocando el micrófono ante su carita con expresión de susto.
―Maco ―dijo el niño.
―¿Maco? ―le preguntó Gelindo con picardía.
―¡Noooo! ¡Maco! le constestó el niño con un tono de molestia.
―Ah, es que había escuchado mal. Disculpa, Marcos. Oye, Marcos, tienes los ojos igualitos a los míos ―y diciendo esto le quitó a la madre el niño de los brazos para cargarlo por unos minutos y colocar su cara junto a la del pequeño para que los presentes observaran el parecido.
Al devolvérselo a su madre, le anunció su premio:
―Marcos, te has ganado el disco de los payasos Popy y Popyna.
―Noooo ―protestó el niño―. Yo ya teno el dico de Popy y Popyna.
            ―¿Y entonces, qué te regalo, Marcos?
―Una pelota.
―Se nos terminaron las pelotas, Marcos…
―Loco Lindo, yo tengo la solución intervino Juancito Trucupey. ―Aquí tengo varios discos de salsa. ―Y dirigiéndose al niño: ―¿Marcos, te gusta la salsa?
―¡Sííí! ―respondió Marcos emocionado. ―Cono epagueti.
Todos rieron, y Juancito le aclaró al niño:
―¿Con los espaguetis? Me refiero al género musical, Marcos. Toma, te llevas este disco de Ray Barreto con la Fania donde está la canción La pelota, esa que dice: “Mamá no quiere/ que yo juegue/ a la pelota…/ mamá no quiere/ que yo juegue/ a la pelota…”




Cuando el niño Marcos se retiró en brazos de su madre, Gelindo se dirigió a mí y antes que hiciera cualquier pregunta le advertí:
―Si me vas a dar un premio que sea un disco de Village People.
Gelindo lanzó una estruendosa carcajada, monosilábica, demás está decir, y me informó luego:
 ―Solo tenemos discos de Popy y Popyna.
 ―Es que ellos no cantan música disco protesté.
―No, pero ellos, como Village People, también usan un bonito disfraz. 
―Ah, sí, está bien ―acepté―. ¿Cuál es la pregunta?
―Es fácil. ¿A qué distancia del Sol, exactamente, se encuentra el sistema estelar Alfa Centauri?
―¿Quééééééé? Mejor hazme una pregunta sobre la comiquita Los Supersónicos.
Gelindo volvió a reír y luego conminó a todos los niños a que canturrearan: “Ga-nó, ga-nó, ga-nó”. Yo me puse feliz y cuando llegué a mi casa guardé muy bien mi disco, en el mismo lugar donde reposaba mi libro de Peter Pan, a la espera de que pasara en casa el luto para poder escucharlo.

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La discoteca Stadium 45, de Gelindo y Juancito Trucupey, abrió sus puertas el sábado de la semana anterior al carnaval. La apertura del local fue un acontecimiento como jamás ha habido otro en la ciudad. Recuerdo que, días antes, por mi casa pasaron muchas señoritas con revistas de farándula o figurines para pedirle a mi mamá que les confeccionase trajes parecidos a los que lucían Liza Minnelli, Bianca Jagger o Farrah Fawcett en las fiestas de Hollywood y en las discotecas neoyorkinas. Muchos fueron a comprar en Las Antillas Neerlandesas la vestimenta que lucirían y los más adinerados volaron a Miami, donde aprovecharon de comprar las aspirinas para aliviar el malestar de la resaca que les dejaría la fiesta. Según ellos, las aspirinas de Miami eran mejores y más baratas.
“Como en las grandes ciudades del orbe, nace entre nosotros una leyenda: Stadium 45. Sé parte de la historia.” decían Juancito y Gelindo en la publicidad que transmitían a cada rato en las emisoras de radio. Cada uno, con voz atronadora y el intro de I Will Survive de fondo, decía una oración.
En mi casa y en casa de mis primos seguíamos de duelo, así que mi primo consiguió prestado un radio transistor en miniatura para poder escuchar el programa de Gelindo y seguir las incidencias de la inauguración de Stadium 45 sin que los mayores de la familia se enteraran.
―Tío Abue no se molestará si escuchamos el programa de Lindo Petit. Más bien se alegrará. Ya debe de estar aburrido con tanto silencio en estas dos casas ―aseguró mi primo.
A partir de entonces, todas las tardes, nos reuníamos en el cuarto de mi prima y nos apretujábamos a escuchar las voces y la música que salían del radiecito. Teníamos que acercarnos mucho al aparatico porque si no, como este tenía poco volumen, lo que escuchábamos era un sonido de chicharra. 
Por mi primo nos enteramos de los intríngulis de la inauguración de la discoteca. Mi primo no tenía edad para entrar, pero eso no fue impedimento, pues un amigo suyo, que ya había cumplido los dieciocho años le prestó su cédula de identidad. El portero no se dio cuenta porque supuso que el niño que aparecía en la foto era la persona que portaba el documento, ocho años más tarde. 
Tampoco tenía mi primo el permiso de mis tíos para ir a la inauguración, pero eso, de ninguna manera, fue un obstáculo. Esa tarde mi primo inventó que debía realizar una tarea de matemáticas en casa de su amigo Atilio Navas, y aunque a mis tíos les pareció extraño el hecho, porque estábamos de asueto por la cercanía del carnaval, confiaron en su hijo.
Al día siguiente, cuando mi primo retornó a su casa, mi prima y yo lo interrogamos. Mi prima quiso saber cómo andaban vestidas sus amigas y conocidas, pero mi primo no recordaba esos detalles, solo se limitaba a decir si andaban, según sus gustos, guapas o no. Aunque valga aclarar que él no utilizaba la palabra guapa, él decía “buena”:
―¿Y cómo andaba Xiomara Borregales? ―le preguntó mi prima, por ejemplo.
―Se veía bien buena ―respondió él.
―¿Y la Pelo Lindo?
―Más buena que nunca.
            ―¿Y Ricardita Gamero? ―quiso saber mi prima.
―¡Ah, mundo! ―fue la respuesta
Ese “¡ah mundo!” era una condena. Con esa expresión, mi primo destruía la labor de horas de la desafortunada frente al espejo. Mi prima no perdió la oportunidad para criticar a su hermano por sus comentarios imprecisos.
―Las mujeres somos de detalles, no de generalizaciones. Cuando te pregunto por alguien debes decirme el color de su vestido, el diseño de sus zapatos, la forma de sus zarcillos, si sus medias estaban raídas y si tenía las uñas pintadas. ¿Es mucho pedir?
―Si hubiese estado pendiente de esas pendejadas, no hubiese disfrutado la fiesta ―le respondió mi primo, entre risas, a su hermana.
Yo, en cambio, quería saber qué música había sonado, cómo eran esas luces que, según se comentaba, habían traído de Nueva York. Si la pista de baile tenía luces en el piso. Qué había en las paredes. Dónde se sentaba la gente cuando no estaba bailando. Qué bebían. Si habían venido los artistas de la televisión que habían anunciado.
Mi primo me fue respondiendo las preguntas y yo fui imaginando todo, incluso fui imaginando cómo estaban vestidas las mujeres, así él no nos diera detalles.
El lugar tenía una pista amplia, rectangular, con luces incrustadas en el piso, y gradas, como las de un estadio de béisbol, ubicadas en sus lados más largos. Tres bolas de espejos giraban, suspendidas del techo, rebotando hacia todas las direcciones las luces de todos los colores que se estrellaban contra ellas.
Antes de llegar a la pista había que pasar por un salón donde estaba situada una barra con taburetes de cojines plateados y sofás rojos, metalizados. Las paredes blancas del lugar estaban desnudas y hacían las veces de pantallas sobre las cuales se proyectaba el ir y venir de la concurrencia. Solo había una pared decorada, sobre esta dos rostros enfrentados, con la barbilla inclinada hacia arriba, parecían aspirar sendas líneas serpenteantes del polvo de estrellas que algún hada madrina debió haber esparcido sobre el fondo estelar.
El toque caribeño no estaba ausente de Stadium 45, todos lo pudimos ver desde la noche de la inauguración, tanto los que asistieron a la apertura como los que no, pues el caribe de Juancito Trucupey fue condensado en una palmera de neón colocada en lo alto de la entrada. Pero aquella no era una palmera cualquiera, sino una metamorfoseada en una espigada mulata de frondoso cabello afro dividido en mechones similares a las palmas de un cocotero. Eso. Un cocotero. Ese era el guiño de Juancito a su “amor encendido” y sin respuesta, aseguraban casi todos.
Se dijo que aquellos rostros de la pared interior y aquel cocotero habían sido diseñados por un pintor de Nueva York, muy amigo de Gelindo. Tal vez el mismo que le regaló el retrato de un chino de piel azul y labios amarillos.
Yo no perdí la oportunidad de dibujar todo lo que nos contó mi primo, y lo que no nos contó también. Cuando le mostré a este los dibujos contenidos en cuatro cuadernos, quedó impresionado. Me dijo que todo era tal cual yo lo había dibujado y que, incluso, ahora que lo recordaba, Xiomara Borregales, la Pelo Lindo y Ricardita Gamero andaban vestidas así como yo lo había imaginado.
Más que la inauguración de la discoteca Stadium 45 en sí, lo que tenía tan contentos a los seguidores de Gelindo era que ese acontecimiento echaba por tierra los comentarios de que este se iría de la ciudad con su familia luego de que el maestro Teodosio entregase la gobernación del estado a su sucesor, cosa que ocurrió mes y medio más tarde al llegar a la ciudad el doctor Valverde Sierra, nombrado gobernador por el nuevo presidente del país.

Una muchedumbre recibió al nuevo gobernador en el aeropuerto, y solo unos pocos despidieron al maestro Teodosio, a doña Céfora y a Olguita un día después. Esos pocos, para ser exactos, fueron Gelindo, Evelín Leyba, Tinche Jordán y mi abuela, siempre tan leal. Esa misma tarde, Gelindo se mudó a la planta alta del local donde funcionaba Stadium 45. Ahí, a partir de entonces, según contaba la leyenda, las fiestas fueron más divertidas y prolongadas que en la planta baja, al punto que se convirtió en una discoteca paralela, solo para los privilegiados que encontraron en Gelindo a un hermano. Decían ellos. Para seguir con la tradición de las grandes familias, la planta alta fue bautizada por “los hermanos” de Gelindo como: El Cuarto del Loco. 

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FUENTES DE IMÁGENES