SURCO CINCO
Me
gustaba cuando destapaba mi cajita de zapatos agujereada y veía en su interior
cientos de colores moverse nerviosamente, mezclándose sin volverse nunca un
tono homogéneo. Me gustaba ver los azules y verdes despedir repentinamente
destellos amarillos, naranjas y púrpuras.
Yo
solía recorrer el solar de mi casa levantando las pequeñas piedras y hurgando
en los escasos yerbajos, cazando colores y metiéndolos dentro de mi cajita de
zapatos agujereada con la punta de un compás para que los prisioneros pudieran
respirar. Yo tenía las manos ágiles, y pocas veces los colores, al
perseguirlos, se me lograban escapar. Cuando lo hacían era porque conseguían,
en la tierra o en algún muro de la casa, algún intersticio tan pequeño que mi
mano no podía penetrar.
Eso
fue lo que sucedió aquella tarde cuando, luego de hacer las tareas escolares,
me fui al solar y vi aquella extraordinaria iridiscencia desplazarse con sus
patas cortas de un lado a otro. Aquella iridiscencia era ágil, muy ágil, más
ágil que mis manos, tanto que en dos ocasiones se me escabulló segundos antes
de atenazarla por la cola, sutilmente, con mis dedos índice y pulgar.
Me
gustaba el nombre que le dábamos a aquellos colores que llenaban de
fosforescencia nuestro solar: bisures. Aquellos bisures tenían forma de
lagartija y sus colores eran los mismos de los ojos de Gelindo Petit. Esa
comparación se me ocurrió la tarde a la que me refiero, al salir de cacería y
ver un ejemplar tan grande que era del tamaño de mi pequeño pie. Y su piel era
la más iridiscente que vería en mi vida.
Era
un bisure que debía provenir de otro mundo, porque del mundo de nuestro solar
no era. Yo conocía los bisures de nuestros dominios, eran hermosos, sí, pero
no como este. Y digo que conocía bien nuestros bisures porque yo siempre los recolectaba en mi cajita
de zapatos agujereada, los observaba durante horas y los recreaba en mis
cuadernos de dibujo, remedando con mis lápices de color su policromía. Luego los
soltaba.
Cuando
lo quise atrapar, aquel bisure se hizo un meteorito. Así que yo también tuve
que hacerme un meteorito. Fue así como pude perseguirlo por los bordes del solar
hasta que él encontró una hendija por donde se introdujo para alcanzar la
calle. Rápidamente arrimé al muro de adobes, que cercaba la parte de nuestro
solar lindante con la calle, un viejo taburete que estaba por allí, subí a este
y me lancé hacia el borde superior de la barda. Con esfuerzo logré asirme de
unas tejas para alcanzar la cima, ya en
ella salté hasta la acera. Caí de rodillas. Al levantarme y sacudirme la tierra
que cubría mis raspaduras, recorrí con la mirada, presurosamente, el lugar para
ubicar el bisure. Este ya había cruzado la calle y en ese momento buscaba
ansiosamente un intersticio en el muro que separaba de la calle una parte del
solar de la casa de mi madrina. Corrí hacia allá, porque me dio la impresión de
que el bisure me estaba invitando a conocer un lugar maravilloso. Eso siempre
sucedía en los cuentos y en las películas cuando un niño perseguía un animal.
*
Al
parecer el lugar maravilloso, al que me invitaba el bisure, estaba en casa de
mi madrina. Suponer esto me hizo cruzar la calle a toda prisa, pero al llegar
al otro lado el bisure ya se había introducido por una hendija al solar de
Trina Payares. Rápidamente estudié el muro y noté en él unas grietas de las que
me podía sostener, no sin dificultad, para escalarlo. Eso hice. Para alcanzar
el suelo del otro lado fue más fácil, aunque un poco doloroso, pues bajé por las
ramas espinosas de un árbol que parecía estar sosteniendo el muro.
No
vi el bisure por ninguna parte. Este se había escapado, lo que me hizo pensar
que si había hecho esto era porque, lógicamente, huía de mí, y si huía de mí,
entonces, no era cierto que me estuviese invitando a lugar maravilloso alguno.
Tal vez eso solo lo hacían los conejos.
En
el momento en que decidí regresar a mi casa, vi el bisure salir de detrás de
unas tejas apiladas. Sonreí y fui tras él a los corredores del traspatio de la
casa, al que ya nadie iba y la soledad estaba convirtiendo en escombros.
La
casa de mi madrina era muy grande, había abarcado una manzana completa en los
buenos tiempos de la familia, pero fue derrumbándose a medida que la fortuna de
los Payares fue disminuyendo y las muertes en la familia se fueron sucediendo.
El
primero en morir fue el padre, Evaristo Payares, quien hizo una gran fortuna
comercializando víveres y pieles de cabra con los pueblos de la sierra. Luego
murió Alcides, el hermano menor, quien había decidido presentarse al servicio
militar en un mal año, y cayó en combate en un alzamiento militar, conocido
como El Porteñazo, contra el gobierno de esa época. Por mucho tiempo se dijo
que el soldado que aparecía exánime en
los brazos de un sacerdote, en una foto que le dio la vuelta al mundo,
era Alcides, pero doña Mélida, la madre, siempre lo negó; decía que aunque
aquel soldado de la foto, cuyo rostro, a decir verdad, casi no se distinguía, y
Alcides tenían cierto parecido, ella estaba convencida de que no era él. Cuando
le preguntaban por qué estaba tan segura, decía que aquel soldado de la foto,
en su agonía, confundía los brazos del cura con los de su madre. Luego
explicaba que al momento de morir la gente quiere estar en los brazos de quien
le dio la vida, como en la infancia. Ninguna madre olvida la forma en que sus
hijos se han aferrado a ellas buscando protección, y esa forma en que el hombre
herido se aferraba a los brazos del cura
no era la misma con la que Alcides, cuando era niño, se aferraba a ella para
que lo cargara.
Un
año más tarde de la tragedia de Alcides, murió doña Mélida. La encontraron, una
mañana, aferrada a su camándula de cuentas desgastadas, sentada en su cama, con
la mirada fija en la llama del velón que iluminaba la foto de Alcides vestido con
su uniforme de soldado.
*
Al
fondo del corredor del traspatio, a donde había acudido siguiendo el bisure, divisé
una puerta abierta a punto de desplomarse, y en el umbral vi el reptil
iridiscente, seguramente, aguardando por mí. El animal traspasó el umbral y yo
me apresuré a hacer lo mismo. La habitación a la que accedí era la primera de
una hilera de cinco o seis que se comunicaban entre sí. Decidí cruzar aquellos
espacios, guiado por el bisure. Cada vez que recorría una de las amplias
habitaciones y estaba ante la puerta de la siguiente, me preguntaba si del otro
lado estaría el mundo maravilloso al que, creía, me estaba guiando el animal. Pero
la decepción llegaba pronto, en aquellos espacios solo había polvo, excrementos
de murciélagos y más bisures, algunos mimetizados con los hermosos dibujos de
los mosaicos del piso.
Al
entrar en la última habitación y verla tan asolada como las otras, tuve la sospecha
de que aquel reptil no me llevaría a lugar fantástico alguno, y que nunca estuvo
guiándome a ninguna parte, simplemente había sido casualidad que se cruzara en
mi camino. Entonces pensé que tal vez no era tan iridiscente como creía, ni tan
ágil, ni tan grande. ¿Grande? Lo verdaderamente grande quizás era, como solía
decir mi mamá, mi imaginación. Tanto que posiblemente aquel reptil ni siquiera
existía, como tampoco debía existir aquella puertecita, de menos de un metro de
altura que visualicé al fondo, en el costado izquierdo, semioculta por una
alacena desvencijada desde donde me miraban fijamente unos ojitos resguardados
en el espacio libre entre la madera y el piso.
O,
probablemente, sí existía tal puertecita. Dios. Claro, aquella puertecita sí
existía, esa era la entrada al mundo maravilloso, en todo mundo maravilloso hay
una puertecita. Pero era mejor no emocionarme tanto porque tal vez aquella era
solo la entrada del cuarto del loco. Sí, lo más factible era que hubiese
descubierto el cuarto del loco. En la ciudad siempre se había dicho que en
todas aquellas casas coloniales de familias ricas, como lo fue la familia de mi
madrina en un tiempo, tenían un cuarto oculto destinado al loco. Quizás en el
cuarto del loco era dónde estaba el lugar maravilloso.
Cuando me acerqué a la puertecita, los ojitos
desaparecieron. Quise saber a dónde se habían ido, quise saber si detrás de aquella
puertecita estaba el mundo que esperaba, por lo que con mucho esfuerzo moví la
alacena hasta dejar completamente al descubierto la pequeña puerta, la cual
estaba asegurada con una tranca.
Presuroso
quité la tranca y abrí la puerta. Accedí con los ojos muy abiertos para no
dejar fuera de mis recuerdos ningún detalle del lugar.
Adentro
un ojo de buey, en lo alto de una pared, arrojaba con violencia su chorro de
luminiscencia. Seguí con la mirada el chorro de luz desde su nacimiento hasta
su desembocadura, donde percibí un volumen que se movía y emitía leves quejidos.
Retrocedí. Y Retrocedí más cuando el volumen fue creciendo y tomando forma.
Primero emergió de la luz una cabeza con un rostro muy blanco y un cabello
largo, liso y de un amarillo más incandescente que la luz. Luego pude
distinguir un torso desnudo, casi transparente, sin extremidades. Quise gritar,
pero por un rato el grito estuvo girando en mi garganta negándose a salir. Cuando
lo hizo y quise acallarlo se negó a obedecerme, por lo que estuvo sonando hasta
que quedé sin aire y mi cuerpo se desplomó sobre la luz, la cual se fue
apagando en el mismo momento que la figura del ser transparente que había surgido de ella se iba desvaneciendo.
Tendido en el piso pude escuchar una voz, la del fantasma o la del bisure, no
sé, que decía algo en inglés. Sí, en inglés.
*
Desperté
en las piernas de mi mamá cuando me llevaba al hospital en el Volkswagen Brasilia de Epifanio Colina. Manejaba mi madrina Trina Payares y
nos acompañaban mi abuela y mi prima,
ambas habían dejado a un lado la antipatía que sentían por Trina Payares en
aquel momento de angustia.
Cuando
abrí los ojos, mi mamá sonrió y les comunicó a las otras:
―Ya
reaccionó.
Entonces
todas, menos Trina Payares, dijeron:
―Gracias
a Dios.
―¿Y
el fantasma? ―pregunté.
―¿Cuál
fantasma? ―me contestó mi prima.
―El
fantasma que estaba en el cuarto del loco.
Mi
madrina rio por mi respuesta, pero luego me reprochó:
―Nos
has dado un gran susto. Y para tu información en mi familia nunca ha habido
locos…
―Nuuunca.
Sí, es verdad ―la interrumpió mi abuela con un tonito irónico.
Mi
madrina se hizo la desentendida y continuó:
―En
mi familia nunca ha habido locos, por lo tanto en nuestra casa no hay un cuarto
del loco. Te encontré desmayado en el lugar donde mi papá almacenaba el maíz y
las legumbres. Tal vez las palomas que se refugian en ese sitio te asustaron.
―Si
el niño dice que vio un fantasma, yo le creo ―la atajó mi abuela.
―Ay,
mamá, tú sabes muy bien que él tiene mucha imaginación ―salió mi mamá en defensa
de mi madrina.
Yo,
para calmar la tensión, comencé a quejarme de unos dolores que no sentía.
―Debió
golpearse muy duro cuando saltó el muro. Tiene raspaduras en las rodillas y en
los brazos ―expresó mi abuela, preocupada. Luego continuó, dirigiéndose a mí: ―Tranquilo,
mi amor, que ahora te vamos a comprar muchos cuadernos bonitos para que dibujes
lo que quieras.
―Voy a dibujar al fantasma, príncipe de los bisures,
que vi en el cuarto del loco.
Todos
rieron y mi madrina risueña me preguntó:
―¿Y
cómo era ese fantasma, príncipe de los bisures, que viste? ¿Lo recuerdas bien?
―Recuerdo
que era muy blanco, con el cabello largo, parecía un príncipe, pero un príncipe
pobre. Su rostro lo recuerdo más o menos.
―Si
no recuerdas su rostro, invéntale uno. Sí, invéntale uno, pero, por favor, que
no se parezca al Loco Lindo ―me dijo mi madrina, risueña, señalando una
fotografía Polaroid que descansaba en el tablero del carro y que, sin atreverse
a levantar el vuelo, era movida de vez en cuando por la brisa. Yo alcé un
poco la cabeza y pude observar detalladamente la instantánea, en ella aparecía
mi madrina junto a su esposo Epifanio, Juancito Trucupey y Gelindo Petit.
¿Gelindo
Petiiiiit? Mi mamá como que tenía razón, yo imaginaba mucho. Seguro aquel
fantasma también lo imaginé, como imaginaba ahora una fotografía de Trina
Payares y Gelindo Petit juntos y revueltos, y para colmo con Juancito Trucupey.
Si hubiese estado Gelindo con Epifanio, no habría dudado de que era una foto
verdadera, pero Gelindo con esos otros dos no, no, no. “Como que en verdad fue
duro el golpe que me di al lanzarme del muro. Me está haciendo imaginar más de la cuenta”, pensé.
“Si mi madrina se entera de que la he imaginado en una foto con Gelindo, no me
regala nunca más un cuaderno de dibujo”.
*
Estuve
dos días sin asistir a la escuela. Mi mamá consideraba que era mejor que me
repusiera completamente de los golpes y raspaduras antes de volver a mis clases.
Ella temía que me diera un vahído y, lo que era peor, que volviera a imaginar
fantasmas. Durante esos días no hice más que dibujar. Dibujé al fantasma, príncipe
de los bisures, tantas veces que mis manos se agarrotaron. Lo dibujé con el rostro
del hombre que aparece en el envase de la avena Quaker, pero no tan rozagante, porque mi fantasma seguro no tomaba
avena, pues estaba muy flaquito.
El
día que al fin me dejaron ir a la escuela, todos mis compañeros al verme me
rodearon. Sabían que a mí me gustaba mucho ir a clases y solo faltaba cuando
estaba enfermo, como la vez que tuve sarampión, por lo que suponían que mi
ausencia debió ser por algo extraordinario. Así lo comprobaron al escuchar mi
relato.
Les
hablé del reptil iridiscente que había visto, el más grande del mundo, y Veroes
preguntó:
―¿No
sería un dinosaurio?
―¿Cómo
va a ser un dinosaurio? ―le respondió Dirinot―. Los dinosaurios se extinguieron.
Yo creo que pudo haber sido un dragón. ¿Lo viste echar fuego por la boca?
―No
me acuerdo, de lo que sí me acuerdo es del fantasma que vi en casa de mi
madrina.
―¿Un
fantasma? ¿Y cómo era el fantasma? ―interrogó Palencia.
―Blaaaaanco
y con el pelo largo y amarillito ―le respondí―. Pero yo creo que lo imaginé, mi
mamá dice que yo soy muy imaginativo y a veces me creo lo que imagino.
―¿Y
si de verdad existe ese fantasma? ―volvió a preguntar Palencia. Luego propuso: ―Deberías
volver y comprobarlo.
―No
puedo volver, ya le di un susto a mi mamá, a mi abuela, a mi madrina y a mi
prima, porque cuando vi el fantasma me desmayé, si les doy otro susto me van a
castigar.
Noté
a todos un poco desconcertados con mi respuesta por lo que, para animarlos, les
prometí regresar cualquier día al traspatio de la casa de mi madrina en busca
del fantasma, príncipe de los bisures, que habitaba en el cuarto del loco
En
los días siguientes intenté en un par de oportunidades llegarme hasta el confín
de la casa de los Payares, pero cada vez que pretendía saltar el muro me
encontraba con mi madrina quien, sentada en el poyo de una de las enormes ventanas,
donde solía leer sus gruesos libros, me pedía con voz amorosa que no volviese a
saltar la cerca porque podía golpearme nuevamente. Así que no hubo un tercer
intento. No lo hubo por esos días.
*
Lo
que sí hubo por esos días fue un revuelo en la ciudad, pues el maestro
Teodosio, por recomendación de su tren ejecutivo, había ordenado desmontar una escultura
ubicada en la redoma que unía las avenidas El Indio y Las Arenas. Aquella obra
había sido colocada en el sitio a comienzos de la democracia. Todos la llamaban
Las tres nubes. Consistía en tres platillos ovoides de poca profundidad,
suspendidos, a distintas alturas, por tubos delgados. El primer platillo, de
abajo hacia arriba, era amarillo y el más grande; el segundo era naranja y de
menor tamaño, y el último, era el más pequeño y estaba pintado de rojo.
Nadie
sabía con exactitud quien era el autor de la obra, unos decían que era de un
escultor norteamericano, otros decían que aquella estructura no era más que los restos de una fuente de agua que había
funcionado en los años sesenta y que había sido clausurada porque los fuertes
vientos de la ciudad dispersaban el agua mojando a los transeúntes. De ahí,
decían algunos, se derivaba su nombre Las tres nubes, pues su agua caía como
lluvia sobre esa parte de la ciudad.
Esa
mañana, cuando leyeron el artículo, publicado tanto en El Matutino como en El Pasquín,
donde Trina Payares expresaba su queja por la destrucción de la escultura, muchos
se lamentaron, pero nadie hizo el menor intento por detener el trabajo de los
obreros, los cuales iban y venían con herramientas con las que desmontaban los
platos para subirlos luego a un
camión.
Cuando
embarcaban el último plato, el amarillo, Gelindo pasó frente al lugar y se
orilló para presenciar mejor el momento.
―¿Qué
destino les esperará a Las tres nubes? ¿Han escuchado algo? ―le preguntó
Gelindo a un obrero.
―Dicen
que se las llevan para un museo de Caracas ―le respondió el hombre.
Tanto
los obreros como los transeúntes que reconocieron a Gelindo sonrieron porque
tenían fresco el recuerdo del día cuando el muchacho se despojó de su calzado con
la intención de introducirse en las tibias aguas de la más baja de las nubes.
Había
preguntado a su acompañante, la Pelo Lindo, sobre aquellas bandejas tan grandes
y coloridas. Ella le había comentado lo que decía todo el mundo, que las llamaban
Las tres nubes y las habían colocado ahí a comienzos de la democracia, que
habían sido una fuente, pero que ahora contenían agua solo en tiempos de lluvia,
y que eran el abrevadero de los pájaros de los paisajes circundantes.
Gelindo
le dio varias vueltas a la redoma observando la estructura de bandejas ovoides.
Luego orilló su recién adquirido Camaro,
se despojó de sus zapatos y caminó por el asfalto encendido hasta la fuente, su
intención era mojar sus pies en ella, pero al llegar se dio cuenta de que la
bandeja inferior, ubicada a la altura de su cintura, estaba seca, entonces
trepó hasta la segunda bandeja, y al verla también seca decidió trepar hasta la
última bandeja, no lo hizo con la intención de mojarse en ella, porque ya sabía
que ninguna de las bandejas contenía agua, sino para llevar a cabo una idea que
se le había ocurrido al sentir la fuerte brisa: enarbolar en lo más alto del
asta central su propia bandera, la multicolor camisa Fiorucci que cubría su torso.
Cuando
descendió, la Pelo Lindo lo esperaba riendo. También lo esperaba un policía dándose
golpecitos en la palma de la mano con la porra.
―Cédula
de identidad, ciudadano, y documentación del vehículo ―le pidió el oficial de
estatura diminuta y poco peso, con voz engolada y actitud histriónica.
―Disculpe,
señor policía, en este momento no cargo mis documentos.
―Mal,
muy mal… Acaba de cometer usted varios delitos. ¿Sabía eso?
―No
lo sabía. ¿Cuáles delitos?
―Alteración
del orden público, entre otros…. Como mínimo le sale la aplicación de la Ley sobre
Vagos y Maleantes. Tiene que acompañarme a la comandancia.
La
Pelo Lindo, al escuchar esta orden del policía, batió su brillante melena de un
lado a otro y trató de intervenir en favor de Gelindo:
―Disculpe,
sargento…
―Sargento
no. Cabo. Cabo Matute.
Gelindo
al escuchar el apellido del policía no pudo seguir conteniendo la risa, que
desde hacía rato pugnaba por liberarse, así que dejó escapar un largo ¡jaaaaaaaaaaaaaa!
que la brisa se encargó de lanzar una, dos, tres cuadras hacia el oeste.
Aquella risa enfureció al agente del orden, quien de inmediato lo amenazó:
―¡¿Usted
me ve cara de payaso, ciudadano?! ¡Usted se está burlando de la autoridad.
Mínimo le salen setenta y dos horas de arresto!
La
Pelo Lindo, conciliadora, reanudó su intervención:
―Discúlpelo,
cabo Matute. Usted por lo visto no sabe quién es él.
―¿Y
quién se supone que es el caballerito? ―le increpó el policía con tono irónico.
Gelindo
conteniendo la risa, le respondió.
―Yo
soy un cantante muy famoso, cabo Matute. Vine a la ciudad invitado por esta
señorita. ¿Sí sabe quién es ella? Ella es Evelín Leyba, la que hacía la cuña
del champú. La de: “Hola, Pelo Lindo…”
El
policía escrutó a Evelín con la mirada y pareció emocionarse, luego tras una
leve tos le expresó:
―Disculpe,
señorita Pelo Lindo, pero la ley es la ley, ni que este caballero fuera el hijo
del gobernador dejaría de cumplir con mi deber. Usted se puede ir, señorita,
pero el cantante queda arrestado.
Gelindo
le dio las llaves del Camaro a Evelín
y le pidió que fuese a avisarle del inconveniente a doña Céfora.
―No,
ciudadano ―lo atajó el cabo Matute―, el carro también queda retenido por falta
de documentación.
―¿Usted
nos escoltará en la patrulla hasta la comisaría? ―le preguntó Gelindo.
―Negativo,
ciudadano, yo voy con ustedes en el vehículo, yo ando a pie porque no tenemos
patrullas disponibles.
Gelindo
no pudo disimular la risa y nuevamente su “¡jaaaaaaaaa!” recorrió una, dos,
tres cuadras hacia el oeste, pero esta vez también hacia el este. El cabo
Matute levantó una ceja y se volvió a dar golpecitos con la porra, esta vez más
fuertes, en la palma de la mano.
―Perdone,
cabo Matute. Vamos a la comisaría. Haremos lo que usted diga.
Los
tres abordaron el Camaro. Evelín se
sentó en el asiento trasero, Gelindo en el del piloto y el cabo Matute, más que
sentarse, se arrellanó en el asiento del
copiloto, lo hizo como si abordara el carro de su mejor amigo. Abrió las
piernas, sacó el brazo por la ventanilla y comenzó a silbar la canción que
salía en aquel momento del reproductor de casetes.
*
―Solo
a ti se te ocurre, Matute, arrestar al hijo del maestro Teodosio Petit. ¿Tú
quieres irte para el aeropuerto a vigilar burros? ―le reprochó el
comisario jefe al policía una hora más tarde.
―No
lo arresté, jefe, lo invité a la comisaría para aconsejarlo.
―¿Y
quién te dijo, Matute, que tú eres cura para andar dando consejos?
*
Aquel
fue el acontecimiento más comentado durante un mes, aproximadamente, en el café
Paraíso, en la plaza Falcón y en la entrada del cine Rex. Sucedió a eso de las
cuatro de la tarde, al día siguiente de la segunda llegada de Gelindo a la
ciudad, el mismo día que el gerente de la agencia Libia, le entregó las llaves
de su Camaro rojo.
Gelindo
llegó a la ciudad sin que nadie lo esperara. Solo habían transcurrido unos
quince días desde su partida, por eso todos en su casa se impresionaron cuando
lo vieron bajarse del taxi, el cual entró a los jardines de La Huerta tocando insistentemente
la corneta, a petición de él. Cuando doña Céfora, Olguita y la servidumbre
salieron alarmadas, ya Gelindo se había bajado del taxi y parado frente a la
casa, con tres grandes maletas descansando a sus pies, sonriendo mientras se
atusaba su melena afro.
Doña
Céfora y Olguita, asombradas y risueñas, fueron hasta él y lo besaron tanto que Gelindo tuvo que zafárseles
y correr hacia la casa por temor a ser devorado por su madre y su hermana.
Uno
de los hombres que trabajaba en la casa se ofreció a cargar las maletas, pero
una de ellas estaba tan pesada que resbaló de la mano del obrero y rodó por los
escalones de la entrada. Cuando la maleta se detuvo se abrió y saltaron de ella
decenas de elepés y pequeños discos de 45 rpm. Los que veían la escena quedaron
fascinados con las imágenes que ilustraban las carátulas regadas por el jardín,
había muchos colores en ellas, fuentes tipográficas luminosas, personajes y
paisajes fantásticos. Era aquella la maleta de un mago.
El
obrero que cargaba las maletas se apresuró a recoger los discos y otro obrero
corrió a alcanzar un tubo de cartón que rodaba, por el sendero enladrillado,
hacia la calle. La tapa del cilindro se soltó y del interior se escapó un lienzo,
el cual fue lanzado por la brisa contra la cerca, y ahí estuvo sostenido por el
viento durante unos segundos, los suficientes para que todos pudieran ver la
imagen de un hombre de ojos rasgados y labios pintarrajeados de carmín.
―Lindo,
todos estamos contentos por tenerte aquí nuevamente- le dijo el maestro
Teodosio esa noche cuando llegó a casa―, pero no voy a hacer una fiesta como le
hicieron al hijo pródigo, porque eres capaz de querer irte mañana. Ojalá esta
vez permanezcas con nosotros un poco más de tiempo.
―No,
maestro Teodosio…
A
Gelindo le hacía gracia llamar a su padre así: maestro Teodosio. Especialmente
cuando este lo regañaba, pues sabía que con ello lo molestaba.
―No
me digas que te vas mañana ―lo interrumpió el papá.
―Pero
déjame hablar, maestro Teodosio. Me vine, no sé por cuánto tiempo.
―Pero
si vas a estar aquí, tienes que ir pensando qué vas a hacer con tu vida, ya has
perdido casi tres años en los Estados Unidos ―le reprochó el padre.
―Yo
no he perdido ese tiempo, maestro Teodosio. He vivido y vivir no es perder
tiempo. No sé hasta cuándo estaré aquí. Yo me vine porque me gustaron las
historias de esta ciudad, me gustó como me trató la gente; y porque quiero ser
locutor y tener un programa de música disco en la radio. Iré a Caracas a
presentar la prueba para obtener el certificado de locución. Solo te pido algo
muy sencillo, necesito un carro, no voy a andar con Tinche Jordán todo el día, como
señorita de colegio de monjas, en tu carro que más bien parece el carro de un
mafioso de la cosa nostra.
―Respeeeta,
Lindo. Respeeeta ―le pidió el maestro Teodosio sonriendo―. Te puedo dar un “volvagito”
―agregó, refiriéndose a un Volkswagen
escarabajo.
―No.
Yo quiero un Camaro. Yo soy un hijito
de papá, no el cobrador de una casa comercial.
Y
al día siguiente, el único Camaro rojo
que había en la Agencia Automotriz Libia comenzó a recorrer las calles de la
ciudad con la melena de la Pelo Lindo ―quien había volado a la ciudad en cuanto
se enteró de que Gelindo había vuelto― flotando en su interior y moviéndose, por
la acción del viento, al ritmo de canciones como esta: “Night fever, night fever./ We know how to do it./ Gimme
that night fever, night fever/. We
know how to show it”.
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FUENTES DE IMÁGENES
https://www.pinterest.com/pin/16395986122795878/http://cinicosdesinope.com/cine-y-series/don-gato-y-su-pandilla-nombres-de-personajes-y-capitulos-de-la-caricatura/attachment/oficial-matute-don-gato-y-su-pandilla-personaje/
Excelente José. ¿Quién no ha perseguido bisures atraído por sus colores? Vivencial. Muy buen capítulo.
ResponderEliminarGracias, Ricardo.
Eliminar"He vivido, y vivir no es perder tiempo" Qué maravilla, José. Un abrazo!
ResponderEliminarUn gran abrazo Cheché.
EliminarHermosoooooooo. Quede intrigada con el fantasma, principe de los bisures
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