SURCO CUATRO
“¿De
qué color es el Camaro rojo de
Gelindo Petit?”. Esa era una adivinanza que yo inventé y que anduvo en boca de
toda mi escuela durante un buen tiempo. La inventé unas tres semanas después
que Gelindo hizo su aparición por las calles de la ciudad en su carro
deportivo, despertando la admiración o la envidia de los muchachos de su edad y
el enamoramiento de las muchachas de todas las edades. Los primeros días todo
el mundo se preguntaba quién era aquel joven, pero poco a poco se fue corriendo
la voz de que aquel larguirucho, vestido como los actores de las películas
hollywoodenses, era el hijo del maestro Teodosio Petit, a quien varios meses antes
habían nombrado gobernador del estado.
Yo
no tuve la suerte de conocer a Gelindo sino hasta varias semanas después de su
segunda llegada a la ciudad porque el sarampión me había mantenido refugiado en
casa por un buen tiempo. Pero mis primos, que iban a visitarme todos los días,
no hacían más que hablar de Lindo Petit, el mismo del programa nuevo de radio, el
hijo del maestro Teodosio que vivía en Nueva York y que vino por unos días a
nuestra ciudad y le había gustado tanto el jugo de semeruco, una manzana
liliputiense, que no quería regresar a
la gran manzana. Claro, eso era lo que se decía, porque alguna explicación
tenían que darle al hecho de que alguien cambiase una metrópolis por una ciudad
pequeña en la que a los pocos policías, a falta de delincuentes, se les había
encomendado la tarea de vigilar a los burros que merodeaban por las cercanías
de la pista del aeropuerto, para evitar una tragedia.
En
serio. La medida, que había dado origen a los más hilarantes chistes que se
hayan escuchado en la plaza Falcón, y había hecho las delicias de la
oposición, había sido tomada por el
maestro Teodosio el día que tres burros habían decidido desfilar por la pista
de aterrizaje en el momento en que el avión que traía a un cantante famoso a la
ciudad alcanzaba tierra. Estoy intentando recordar si aquel cantante era Noel
Petro, también conocido como el “Burro Mocho”. Creo que escuché en aquel
entonces a alguien decir que aquellos burros habían sido comisionados por el
maestro Teodosio para darle la bienvenida al cantante.
El
maestro Teodosio lo que hacía era reírse de aquellas ocurrencias de la gente.
Cada vez que Curazaíto, uno de los porteros de la gobernación, le comentaba lo
que decía la gente en el mercado o en la plaza Falcón, él se reía tanto que lo
atacaba una fuerte tos, entonces Curazaíto salía corriendo a buscarle agua.
―Aquí
tiene, tómese esta agüita para que le calme la Felipa Morris ―le pedía
Curazaíto al maestro, quien, entonces, se reía aún más porque le hacía mucha
gracia el nombre que el portero le había dado a su tos.
El
maestro Teodosio, quien en realidad no era maestro sino sindicalista y
activista del partido político que estaba en el poder, y recibía ese título por
parte de sus seguidores no por su sapiencia sino por pura adulancia, nació
aquí, y aquí vivió hasta los cuarenta años, según contaba mi abuela. Aquí se
casó con doña Céfora Torres de Petit e inició su carrera política en tiempos de
la dictadura del coronel Marcos Pérez Jiménez, pero se había ido a Caracas en
los inicios de la democracia, cuando salió elegido diputado al Congreso
Nacional. En Caracas nacieron dos de sus cuatro hijos: Olguita, la menor, y
Gelindo, el dolor de cabeza. Las hijas mayores nacieron aquí: Nereida, la esposa
de un miembro de Casa Militar; y Ceforita, la esposa de un viceministro.
Todas
las hijas del maestro Teodosio y doña Céfora siempre fueron estudiosas y
obedientes; no así su hijo, Gelindo Gregorio ―así prefería llamarlo doña Céfora―.
A él desde niño debían obligarlo a ir al colegio y a hacer las tareas, sin
embargo, era poseedor de una inteligencia tan aguda que asombraba a sus
maestros.
Cuando
se graduó de bachiller, Gelindo le comunicó al maestro Teodosio su deseo de
irse a estudiar a los Estados Unidos, entusiasmado por dos de sus compañeros,
quienes habían obtenido sendas becas Gran Mariscal de Ayacucho. Tanto el
maestro Teodosio como doña Céfora estuvieron de acuerdo al instante. No habían
contemplado esa posibilidad, pero era lo más sensato que Gelindo Gregorio había
decidido hasta ese entonces. Ellos, desde hacía tiempo, estaban preocupados por
el futuro de su hijo, pues este no había mostrado interés por ninguna carrera
universitaria, por ningún oficio, y muchísimo menos por la actividad política,
que le había dado tantas satisfacciones a su padre y bienestar a toda la familia.
Tanto
el maestro Teodosio como doña Céfora respiraron aliviados al escuchar la
propuesta de Gelindo porque pensaban en el futuro del muchacho, pero también en
que disminuirían el consumo de píldoras para sus jaquecas.
―¿Y
qué piensas estudiar en Estados Unidos, Lindo? ―le preguntó el maestro
Teodosio, por no dejar.
―Algo
que tenga que ver con la música ―le respondió.
―¿Y
a ti te gusta la música, Lindo? ―le preguntó el maestro Teodosio, nuevamente
por no dejar.
―Claro,
papá. ¿A quién no?
―Ah,
qué bien, así tendré quien me componga la musiquita de mi campaña cuando me
lance a presidente. En este país nadie vota por un candidato que no tenga una
cancioncita pegajosa. Abrazar viejas ya no da votos.
*
Durante
dos años vivió Gelindo en Nueva York. El primer año se dedicó a estudiar
inglés. Vivía con sus otros dos compañeros en un apartamento con vista al Central Park, si mal no recuerdo,
propiedad de un exministro de Minas e Hidrocarburos que le debía muchos favores
al maestro Teodosio y por ello le había prestado a este el apartamento para que
Gelindo viviese en él todo el tiempo que quisiera.
Cada día los tres muchachos iban a sus clases y
retornaban al apartamento sin desviarse nunca de su ruta habitual y sin ser
protagonistas de ningún suceso extraordinario, pero sí atentos y alucinados espectadores.
Los tres veían todo a su paso como si estuviesen en un cine de Caracas
disfrutando de una película rodada en aquellas interminables calles y avenidas atestadas
de personajes insólitos, o en el subway,
albergue de un bestiario urbano fascinante e inquietante al mismo tiempo, para
ellos.
Pero
sucedió que un día, mientras abordaban un vagón del subway, escucharon tras ellos una voz con un acento tan familiar
que los tres sintieron que estaban a punto de abordar más bien un autobús rumbo
a Chacaíto. Entonces voltearon y se encontraron con la mirada vivaz de un joven
moreno claro, alto y de bigotes espesos.
―Excuse me. Where are you from? ―le preguntó Gelindo.
―De
Pariata, brother. Y tú eres de Caracas,
específicamente de El Cafetal.
―¿Y
tú cómo lo sabes? ―le preguntó Gelindo asombrado.
―Porque
cada urbanización y barrio de Caracas tiene un acento particular. De eso me di
cuenta después de mudarme para acá y leer a Bernard Shaw.
Los
cuatro abordaron el vagón y siguieron conversando.
―Mi
nombre es Gelindo, pero me puedes llamar Lindo.
―¿Lindo?
¡Ja, ja, ja, ja! Debes tener la autoestima muy alta con semejante nombre.
Gelindo
se sonrojó y le ripostó:
―Son
vainas de los viejos de uno. ―Y luego señalando a sus compañeros agregó: ―Ah,
ellos son Orángel y Guillermo.
―Mi
nombre es Rubén Darío.
*
Cuando
el tren se detuvo, Rubén Darío les comentó:
―Apuesto
que no conocen Nueva York realmente, apuesto que solo han ido a las clases de
inglés y al Central Park.
Los
tres asintieron
―Vengan
conmigo ―les sugirió Rubén Darío.
Orángel
y Guillermo esperaron la respuesta de Gelindo, quien, con los ojos más azules y
brillantes de lo habitual, respondió:
―Vamos.
Desde
que alcanzaron la superficie, Gelindo comenzó a sentirse protagonista, pero sus
compañeros seguían temerosos, reacios a abandonar su rol de espectadores.
―Rubén
Darío, ¿y qué haces aquí? ¿Qué viniste a estudiar? ―le preguntó Orángel a su guía.
―Yo
no vine a estudiar, yo vine a vivir. No pienso en la muerte, pero si muero
mañana seguro habré vivido más en este año que llevo aquí que lo que habría
vivido en Caracas en ochenta años.
Al
escuchar esto, a Gelindo los ojos le cambiaron de azul a verde agua y de verde
agua a amarillo limón. A Orángel y a Guilllermo solo le cambió la altura de una
ceja.
―Pero,
¿cómo te mantienes aquí? ―le preguntó Guillermo.
―Pues,
brother, a falta de Beca Gran
Mariscal de Ayacucho, Dios me proveyó de buena dotación y puso en mi camino a
un amigo complaciente.
Gelindo
rio, pero los otros dos permanecieron en silencio, serios, dudando de lo que
habían entendido.
―¿Y
para dónde nos llevas, Rubén Darío? ―quiso saber Gelindo.
―Para
que conozcan a la beautiful people.
Llegaron
a un edificio y abordaron un ascensor de carga que los condujo hasta el quinto
o sexto piso. En el momento que Rubén Darío buscaba en un bolsillo de su
ajustado pantalón de cuero negro la
llave de la puerta de acceso al apartamento, esta se abrió y aparecieron dos gigantescos
drag queens que, empujando a un lado
a los recién llegados, traspasaron el umbral lanzando maldiciones contra
alguien. Uno de los dos, tras dar una serie de pasos, giró y, mirando hacia el
interior del apartamento, gritó:
−Fucking vampire!
Y
ambos corrieron hacia el ascensor envueltos en la pirotecnia de su risa seca.
Lo
que vieron los tres muchachos al entrar al apartamento desorbitó sus miradas: por
aquí y por allá pululaban personajes estrambóticos, unos cargando cuadros
recién pintados y otros llevando cedazos recién fabricados, por aquí unos drags se maquillaban unos a otros y por
allá unos chicos musculosos enfundados en ropa de cuero se besaban, y más allá
otros dos chicos orinaban sobre telas dispuestas en el piso. En el centro del
lugar estaba el amigo de Rubén Darío, blanquísimo, vestido de negro, sentado de
piernas cruzadas en una silla giratoria sobre cuyo espaldar apoyaba su codo izquierdo.
El antebrazo siniestro del hombre se prolongaba vertical y su mano se extendía
para sostener su barbilla.
―Oh,
Rubén Di, come here ―dijo el hombre
con una voz débil.
Los
cuatro se le acercaron y Rubén Darío hizo la presentación de sus acompañantes.
―They are some friends from Caracas.
―Oh! Caracas? Really? That
beautiful people!
Orángel
y Guillermo se sentían muy incómodos en aquel lugar y a los pocos minutos
decidieron marcharse. Gelindo no quiso acompañarlos. Ellos intentaron
persuadirlo advirtiéndole del peligro que corría en aquel lugar, pero en él
habían quedado resonando las palabras de Rubén Darío. Él también quería vivir
en un año lo que en Caracas viviría en ochenta.
―No
se preocupen. Yo me sé cuidar. Nos vemos en unas horas ―les dijo para
tranquilizarlos.
Pero
esas horas prometidas se convirtieron en tres días al cabo de los cuales
Gelindo llegó al apartamento con el retrato de un chino de piel violeta y
labios turquesa, y también con un nombre nuevo:
―G. Cute. Así me llama el amigo de Rubén
Darío, y amigo mío también a partir de ahora, ¡jaaaaaa! ―les dijo a sus
compañeros.
*
Por
esos días los tres amigos finalizaron sus clases de inglés. Orángel y Guillermo
decidieron regresar a Caracas, muertos de añoranza, pero Gelindo no dudó en quedarse, vivo de curiosidad.
―¿Sigues
pensando en estudiar algo que tenga que ver con la música? ―le preguntó el
maestro Teodosio una mañana al llamarlo.
―No.
Ahora quiero estudiar algo que tenga que ver con el cine ―le respondió.
―¿Con
el cine? Entonces cuando me lance para presidente tendré que decirle a mi amigo
Chelique que componga la cancioncita de mi campaña. Pero tú serás quien me haga
las cuñas de televisión. Eso sí, no me pongas a saltar charcos para demostrar
que estoy en forma porque después van a querer que ande por todo el país
saltando charcos y me voy a morir de un ataque de asma.
Unos
meses más tarde, el maestro Teodosio, en una de sus habituales llamadas a
Gelindo le preguntó por sus estudios de cine, a lo que el muchacho con un tono entusiasta
le respondió:
―Por
ahora los aplacé. Tengo mejores planes, quiero cambiarme para una carrera que
tenga que ver con las letras.
―¿Con
las letras? ―preguntó el maestro Teodosio asombrado―. Lindo, ¿y desde cuándo te
gusta leer? Me gustaría decirte que me alegra la idea, porque tendré quien me
escriba los discursos del Día de la Batalla de Carabobo, cuando sea presidente,
pero sé que un día de estos te voy a llamar y me vas a decir que decidiste cambiarte
para una carrera que tiene que ver con el cultivo de batatas en la luna.
Y
diciendo esto, el maestro Teodosio colgó y por varios meses Gelindo no volvió a
escuchar su voz. El muchacho recibía puntualmente, a fin de mes, su remesa y
sabía de su padre gracias a doña Céfora o a sus hermanas. El día que el
presidente llamó a su compadre Teodosio para nombrarlo gobernador del estado
que lo había visto nacer y le había conferido el cargo de diputado de la
República, el maestro Teodosio llamó a Gelindo para darle la noticia y
aprovechar de hacerle una petición:
―Vente
por unos días, Lindo, y te vas con nosotros al interior, así visitas a tus
abuelos en la sierra y a tus tías en la península.
Pero
Lindo estaba muy ocupado viviendo para decidir en ese momento retornar.
―Dame
unos meses. Dos o tres. Te prometo que voy, aunque sea una semana, pero no
creas que voy a quedarme. Tú sabes que no me gusta la provincia.
Y
cumplió su promesa. Dos meses después arribaba a la ciudad con una pequeña
maleta, vestido de Fiorucci de pies a
cabeza, con una mueca de fastidio, que iba y venía, la cual desapareció totalmente
cuando vio a doña Céfora y a su hermana menor, quienes lo esperaban ansiosas de
abrazarlo, de besarlo, de decirle lo hermoso que estaba, de preguntarle cómo se
sentía, cómo le iba en Nueva York y cómo había hecho para aparecer el mes anterior
en la Cosmopolitan al lado un
escritor y un pintor famosos, en aquella discoteca nueva de la que tanto
hablaban en todas las revistas. Nadie le preguntó por los estudios, la
respuesta que habría dado ya todos la suponían.
El
maestro Teodosio no había podido ir al aeropuerto a recibirlo porque se
encontraba conversando con una comisión de criadores de caprinos venidos de algún
recóndito pueblo del estado. Demás está decir que en aquella reunión todas las
peticiones de los campesinos fueron aprobadas por el gobernador, no tanto por
ser un año electoral, que de eso algo había, sino porque él quería irse pronto a encontrar con su hijo en
torno a una mesa provista con comidas de la región: chivo guisado, arepas,
dulce de leche de cabra; y frutas de plantas xerófitas: datos, buches y
lefarias, nombres que a Gelindo le causaron mucha gracia.
Casi
una semana estuvo Gelindo en la ciudad. Dos días los pasó durmiendo, dos días
los dedicó a visitar a sus abuelos en la sierra y a sus tías de la península y el
último día estuvo dando vueltas por la ciudad en el LTD del papá, mientras Tinche, el chofer, le contaba las historias
de las casas coloniales del centro o de las personas que encontraban en las
calles del barrio El Pantanal Abajo donde él había pasado su infancia elevando papagayos
con su amigo Teo, el mismo que ahora era gobernador del estado.
Gelindo
estaba atento a los cuentos que Tinche Jordán le relataba. Agrandaba los ojos cuando
la historia le resultaba asombrosa, como aquella referida a unos túneles donde
la gente se refugiaba en la colonia cuando los piratas tomaban la ciudad; y se
reía con ganas si las anécdotas se referían a hechos graciosos, como aquellos de
Martín Yánez, un legendario locutor que pronunciaba “Maisaisaipai”, en vez de
Mississippi, porque alguien le dijo en cierta oportunidad que en inglés la “i”
se pronunciaba “ai”.
―¿Verdad,
Tinche? ¿Tú no me estás mintiendo, Tinche? ―le preguntaba Gelindo al chofer,
con un gesto de incredulidad, cada vez que este le contaba una historia nueva.
―¡Ah,
vaina, Gelindo, por mi madre santa que no te miento! Pregúntale a Teo ―era la
respuesta del hombre.
El
cuento que más divirtió a Gelindo fue el de la vez que al locutor le llegó una
carta con una lista de vagos que molestaban a los vecinos de una calle del
centro. La lista contenía como veinte nombres y él comenzó a leerla al aire con
total indignación y voz atronadora, pero cuando estaba terminando de leerla se
dio cuenta de que acababa de pronunciar los nombres de tres de sus hijos, entonces
avergonzado bajó la voz mientras decía: disculpen, amigos oyentes, me equivoqué
y les estaba leyendo la lista de los cumpleañeros de hoy.
*
Cuando
terminaron el paseo, Gelindo estaba fascinado con la ciudad. Con las historias
que había escuchado. Con la gente que Tinche le había presentado, esa que después
de decirle “mucho gusto”, le hacían dos preguntas: “¿Cuándo llegaste?”… “¿Y cuándo te vas?”, y finalizaban el fugaz
encuentro con las expresiones: “vos si te parecés a…” o “vos te das un aire a…”
y después de esa “a” insertaban el nombre de algún familiar del maestro
Teodosio, un cantante, un actor de cine
o cualquier desconocido. Lo cierto es que al final de la tarde, Gelindo tenía
la nariz de Chento Petit, su tío, los ojos Paul Newmann, el Pelo de Michael
Jackson, el torso y los brazos del profesor Jirafales y las piernas del
cantante Nelson Ned.
Gelindo
le comentó a Tinche lo curioso que le resultaba que todos le hicieran las
mismas preguntas y le hallasen algún parecido con alguien, por lo que el chofer
le explicó:
―Esas
son costumbres nuestras, Lindo. Teo y Céfora las han perdido porque tienen
mucho tiempo viviendo en Caracas. Con esas preguntas lo que queremos
expresarles a los visitantes es que estamos contentos con su visita y que ellos
no son para nosotros personas extrañas.
Camino
a La Huerta, como llamaban la residencia oficial del gobernador, por aquellas
avenidas bordeadas de piedras coloreadas de verde para mitigar tanta visión
desértica, Gelindo volvió a interesarse por aquel locutor tan ocurrente cuyas
historias hilarantes lo habían cautivado.
―Me
habría gustado conocer a ese locutor. ¿Sigue vivo?
―Sí,
Lindo, sigue vivo, aunque un poco enfermo.
―¿Verdad,
Tinche? ¿Y se disgustará si me llevas a conocerlo?
―No
creo que se disguste. Más bien se va a poner contento. Él estima mucho a tu
papá. Él era de los pocos que se atrevían a entrevistar a Teodosio en la radio durante
la dictadura.
Tinche
cruzó el vehículo en una esquina y luego tomó una calle que se prolongaba hasta
el centro de la ciudad. Llegaron a una pequeña casa de estilo colonial como casi
todas las casas del sector. Nada más bajarse del LTD, distinguieron, a través de la celosía de una ventana, la
figura de un anciano que desde el interior exclamó:
―¡Tinche
Jordán, dichosos los ojos que te ven! Como ahora estás en las alturas del poder
ya no conocés a nadie, ¡gran carajo!
Y
ambos rieron.
―Traigo
a alguien que te quiere conocer. Este es el hijo de Teo.
Transcurridos
unos segundos se escucharon unos pasos por el zaguán y el sonido de los goznes del
portón. Luego, con medio cuerpo afuera, el anciano le preguntó a Tinche:
―¿Este
zagaletón no es el que andaba para que los gringos? ―y sin esperar la respuesta
del amigo, el veterano locutor le extendió la mano a Gelindo y le preguntó:
―Ve,
¿y pudiste conocer el río Maisaisaipai? ―entonces soltó una sonora carcajada con
más sílabas que las palabras parangaricutirimícuaro y supercalifragilisticoespialidoso
juntas.
Mientras
seguía riendo, pero con tenues y entrecortados “jejejés”, Martín Yánez condujo
a la visita por el zaguán de la casa hasta desembocar en los corredores
atestados de helechos y trinitarias. Gelindo no podía creer que mientras en las
calles y avenidas la aridez agobiaba, en esta casa se guardaba un pequeño
bosque tropical.
Yánez
pidió a la visita sentarse frente a él en unas cómodas mecedoras, sacó de un
bolsillo una caja de cigarrillos Marlboro
y una larga pitillera de carey blanco, y cruzó las piernas. Tinche y Gelindo,
que habían acordado no tardarse mucho en casa de Martín Yánez, al instante
comprendieron que con aquellos gestos el anfitrión los invitaba a una tertulia
dilatada, así que no les quedó otra opción que disfrutar, entre tazas de café, de
las hilarantes anécdotas del anciano veterano de la radio.
Cuando
Tinche cayó en cuenta, al mirar el reloj de madera que pendía de una de las
paredes, que habían transcurrido cuatro horas desde su llegada a la casa de
Martín Yánez, se lo comunicó a Gelindo, un poco alarmado.
―Lindo,
ya son las diez. Vamos, que tú tienes que tomar un avión mañana temprano.
Todos
se pusieron de pie. Antes de despedirse, Gelindo le preguntó a Martín Yánez:
―Señor
Yánez, ¿todas esas historias que se cuentan de usted son ciertas?
A
lo que Martín Yánez respondió:
―Se
han repetido tanto que ni yo mismo sé si son ciertas o no. Pero si no fueran
ciertas yo no las desmentiría, no ves que si no me olvidan ―y volvió a soltar
una carcajada con más sílabas que las palabras parangaricutirimícuaro y supercalifragilisticoespialidoso juntas.
*
Cuando
llegaron a La Huerta, Olguita, la hermana de Gelindo, salió a su encuentro un
tanto disgustada, pues le había preparado una pequeña fiesta de despedida a la
que había invitado a sus nuevos amigos: compañeros del colegio e hijos de
algunos compañeros de su papá a los que había conocido en una romería del
partido. Gelindo se disculpó con Olguita por haber olvidado la fiesta y, aunque
estaba muy cansado y sin ganas de compartir con aquel grupo, no quiso seguir decepcionando
a su hermana por lo que decidió estar un rato, “solo un rato”. Así se lo hizo
saber a ella.
Olguita
tomó a Gelindo de una mano y lo condujo hasta la terraza, donde lo esperaba el
grupo de jóvenes. Allí hizo una presentación general:
―Muchachos,
él es mi hermano Lindo.
Y
Gelindo, que había aprendido muy bien el oficio de la zalamería de su padre,
fue estrechándole la mano a cada uno sin que su sonrisa disminuyera de tamaño.
Sonaba
la canción Sansón y Dalila,
interpretada por una agrupación argentina de nombre Flash, y todos canturreaban
el estribillo onomatopéyico que decía: lalalá lalá/ lalalá lalala/ lalalá lalá
lalalalalá.
Cuando
Gelindo terminó de estrecharle la mano a aquella docena de jóvenes, les dijo en
tono de reproche, pero sin perder la sonrisa:
―¿Cómo
pueden escuchar esa música?
―Pero
a ti antes te gustaba, Lindo ―le ripostó Olguita, quien para atender el
reproche de su hermano fue hasta el tocadiscos y colocó un long play que al
ser surcado por la aguja del aparato dejó escuchar:
“Como
los reyes en Galilea/ siguieron la estrella del pastor/ te seguiré, a donde
irás iré,/ tan fiel como tu sombra/ hasta la eternidad…”
―¡Noooo,
Olguita! ―exclamó Gelindo levantándose de la poltrona donde se había
arrellanado―. Eres la peor disc jockey
que he conocido, lo que falta es que pongas a la cantante Martinha. Déjenme
poner algo que valga la pena.
―No
quites todavía esa canción, Lindo. Déjanos al menos cantar el “pau, pau, pau”,
del coro.
Pero
Gelindo simuló no escucharla, fue hasta su cuarto y regresó con el long play de la banda sonora de la
película Fiebre de sábado por la noche,
que cargaba en su maleta como si fuese un libro de oraciones. Sin pérdida de
tiempo, el muchacho colocó el disco en el artefacto de sonido, y mientras fluían los primeros acordes invitó a Olguita a bailar, pero
esta se negó apenada, alegando que no sabía bailar disco music.
Evelín
Leyba, a la que todos llamaban la Pelo Lindo, quien estudiaba en Caracas y había venido a la
ciudad a pasar unos días en casa de sus padres, al ver la negativa de su nueva
amiga Olguita, caminó presurosa hacia Gelindo y le expresó:
―Yo
sí quiero bailar.
―Casualmente
es sábado ―le dijo Gelindo tomándole una mano―, y si esto que sentí al verte no
es fiebre debe tener el nombre de un pecado.
En
un primer momento, Evelín Leyba no estuvo segura de haber entendido a Gelindo,
pero luego no le quedaron dudas al mirar sus ojos y notar que en el azul de
estos parecía reflejarse la llama de su cigarrillo, el mismo que había dejado
reposando en un cenicero. Entonces sonrió pícaramente y, sin soltar la mano de
Gelindo, giró hasta acercar su cuerpo al del muchacho. Gelindo la presionó unos
segundos contra sí, luego la hizo girar nuevamente como un trompo y no hubo en
aquella terraza quien no aplaudiera a la pareja.
*
Cuando
Tinche Jordán llegó a La Huerta, tan temprano como se lo había indicado el
maestro Teodosio, para llevarlos a todos al aeropuerto a despedir a Gelindo,
recibió la orden de buscar al muchacho por toda la ciudad, este había tenido la
gentileza de acompañar a Evelín Leyba hasta su carro al terminar la fiesta y
desde ese momento nadie tuvo más noticias de él.
Doña
Céfora temió que lo hubiesen secuestrado, como al empresario norteamericano
McKenzie, del cual habían hablado tanto en los periódicos. Pero Tinche no creía
que eso hubiese sucedido, él tenía otra
sospecha, así que decidió dar unas vueltas por la ciudad, no en busca de
Gelindo, sino haciendo tiempo de que él apareciera por cuenta propia. Como en
efecto sucedió. A eso de las nueve de la mañana, cuando Tinche retornaba a La
Huerta vio el carro de Evelín Leyba
detenerse frente a la casa y vio bajar de él a Gelindo con su melena afro aplanada
en el lado izquierdo y en la parte superior, y la piel salpicada de arena.
Nadie
le dijo nada. Doña Céfora, apenas, hizo un movimiento negativo con la cabeza y el maestro Teodosio, desviando la mirada del
ejemplar de El Matutino que tenía en las manos, bajó sus lentes hasta la punta
de su nariz, y miró al muchacho, con los ojos desnudos, de arriba abajo. Solo
movió los labios para responder a la solicitud de bendición de Gelindo, y su
voz fue tan tenue, que solo se escuchó: “…diga”. Mejor dicho, se escuchó algo
así como: “ssstttttmmmdiga”, no el acostumbrado y sonoro: “Dios te bendiga”.
Gelindo
no se detuvo a besar a Doña Céfora, a
Olguita y al maestro Teodosio, como solía hacerlo, sino que fue directo
hasta su cuarto. Todos pensaron que se acostaría a dormir y que despertaría dos
días más tarde, pero se asombraron al verlo regresar, transcurridos unos veinte
minutos, acicalado, perfumado, con su afro redondeado y la maleta en una mano.
―Tenemos
media hora todavía ―dijo, dirigiéndose a
Tinche Jordán.
De
nada sirvieron las peticiones de Doña Céfora para que pospusiera el viaje. El
maestro no quiso intervenir, porque sabía que, con lo terco que había sido
siempre su hijo, nada haría que desistiera. Así que no les quedó otra que
abordar el LTD y acompañarlo al
aeropuerto.
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FUENTES DE IMÁGENES:
Amigo quede a la expectativa, espero lo más pronto posible un nuevo surco
ResponderEliminarAmigo por qué cada entrega de la novela se llama surco? sólo por curiosidad
ResponderEliminarSaludos, Mariana. La novela está estructurada como un "long play", o LP, aquellos discos de vinilo que fueron sustituidos por los CD. Los LP tenían dos caras: lado A y lado B. Cada lado tenía diversos surcos, así se le decía a cada espacio que contenía una canción y que era surcado por la aguja.
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