SURCO
CUATRO
“Todos los niños
crecen, excepto uno”, leyó Tío Abue con tanta emoción que sus ojos negrísimos
se volvieron un aljibe. Hizo una pausa, sacó su pañuelo inmaculado para secarse
las lágrimas a punto de correr mejillas abajo y cuando quiso continuar la
lectura su voz oscura se fue haciendo tan blanca como la de un infante,
entonces respiró profundo, se aclaró la garganta, y repitió la primera oración:
Todos los niños crecen, excepto uno.
Yo
estaba expectante, sentado frente a Tío Abue, quien continuó con su voz oscura
pero trémula: “No tardan en saber que van a crecer y Wendy lo supo de la
siguiente manera. Un día, cuando tenía dos años, estaba jugando en un jardín,
arrancó una flor más y corrió hasta su madre con ella. Supongo que debía estar
encantadora, ya que la señora Darling se llevó la mano al corazón…”
Tío
Abue, emulando a la señora Darling, también se llevó una mano al corazón, luego me sonrió nerviosamente, pero en vez de
continuar la con lectura hizo silencio y colocó el libro, que ya había agitado
mi curiosidad, sobre la mesita redonda donde solían descansar sus lentes, el
periódico y las tazas de café. La brisa que circulaba por el patio, de pronto, despojó
el libro de la sobrecubierta de papel de
seda con la que Tío Abue acostumbraba a proteger sus joyas bibliográficas. “James
Barrie. Peter Pan”, pude leer. Y es lo único que he leído de aquel libro que desde
entonces he llevado en mi mochila, en mi maletín, en mi maleta o en mi mano.
Yo conocía personas que habían crecido, pero seguían en la niñez. Gelindo, por
ejemplo. La gente siempre comentaba que él era un inmaduro, y se preguntaban
cuándo crecería, pero en sentido figurado, desde luego, porque Gelindo era tan
alto que si seguía creciendo parecería a Gulliver en Liliput. El otro era Tío
Abue. Tío Abue tenía sesenta y siete años y su mirada nunca mostraba cansancio,
era viva e inquieta como la de un niño. Él siempre sonreía burlón cuando
alguien tropezaba, se caía o era reprendido, y le formaba berrinches a mi
abuela cuando le daba menos chocolate o menos torta debudeque que a los demás.
―Es
un niño. Es un niño encanecido ―nos decía mi abuela con ese tono que se emplea
cuando se está resignado.
Tío
Abue me enseñó muchos juegos, y siempre que le hacían un pago especial en el telégrafo
llegaba a casa con un juguete para mí. Yo se lo agradecía eufórico, aunque en
el fondo sabía que quien disfrutaría aquel juguete era él, que yo era la excusa
para que él diera rienda suelta a su niñez dilatada, yo sabía que él, apenas yo abriera la caja, se apoderaría del Lego,
del Viewmaster, de la pista de
carreras, de los carritos, de los trencitos, y yo me quedaría con la cajita
solamente, disfrutando de sus dibujos de colores brillantes, porque a mí
siempre me gustaban más las cajas que sus contenidos, para mí la caja era el
verdadero juguete.
―Ya regreso ―me advirtió Tío Abue, y
así fue.
Al
poco tiempo estuvo de vuelta con un frasco de un líquido verde que él llamaba bay rum, pero que en realidad era Alcolado Glacial, una loción que utilizaba para todas sus dolencias. En esta
oportunidad se dio una friega con Alcolado en su brazo izquierdo. Después me pidió un
vaso de agua.
Cuando
llegué a la cocina en busca del agua, mi abuela, quien deshojaba una rama de
orégano y guardaba en un frasco dicha
especia, me preguntó si el Tío Abue ya había terminado tan rápido de
leerme el cuento.
―Es
una novela ―le aclaré―. No. Apenas me leyó unas líneas. Tiene una dolencia en
un brazo ―le informé.
Mi
abuela fue a toda prisa hasta el corredor donde Tío Abue seguía dándose friegas
con Alcolado, y luego de ver su cara
descompuesta, como nunca, comenzó a persuadirlo de que fuesen al hospital.
―Qué
hospital ni qué ocho cuartos. ¿Para qué, para que me pongan una inyección y en
vez de un dolor sienta dos? Noooo.
Pero
tanto insistió mi abuela, que Tío Abue vistió nuevamente su camisa blanca, de
la que se había despojado hacía un rato para quedar cómodo en guardacamisa, y ambos
se fueron a la esquina de la casa a esperar un transporte público que los
dejase en el hospital.
―Cuando
regrese, te seguiré leyendo Peter Pan.
Espérame ―me pidió Tío Abue antes de traspasar la puerta de nuestra casa y
alcanzar la calle. La solicitud me la hizo porque reconoció en mi rostro la
impaciencia por conocer la historia, e intuyendo lo que yo le diría, añadió: ―Sííí,
yo sé que tú ya sabes leer. Luego leerás todos los libros que quieras, pero déjame
Peter Pan a mí.
*
Pero
Tío Abue no regresó. Mi abuela sí. Mi abuela volvió llorosa, y yo de inmediato
entendí lo que había sucedido, así que no le pregunté nada, solo me abracé a su
cintura y la acompañé en el llanto. Luego fui con ella hasta el cuarto de Tío
Abue y la ayudé a escoger la mejor camisa blanca, el mejor traje, uno gris, y
la mejor corbata, una color mostaza con paramecios marrones. Mi mamá y mi papá
también habían ido tras mi abuela hacia el cuarto. Tampoco le preguntaron nada,
ambos la abrazaron al mismo tiempo, y yo intenté abarcarlos a los tres con mis
cortos brazos, y así estuvimos un rato los cuatro, fundidos en el dolor.
*
El
sepelio de Tío Abue fue el sábado en la tarde. Yo me negaba a ir, pero mi papá
insistió, me dijo que no temiera, que Tío Abue siempre estaría acompañándome y
cuidándome, por eso desde entonces he llevado conmigo el libro de Peter Pan y cuando estoy en un sitio
tranquilo lo extraigo de mi valija, lo coloco entre mis piernas o sobre una
mesa como a la espera de que Tío Abue lo abra y comience a leer con su voz
oscura: “Todos los niños crecen, excepto uno”.
Ese
domingo fueron los comicios para elegir un nuevo presidente del país. Todos
en casa se levantaron muy temprano para ir a ejercer su derecho al voto. Mi
abuela estaba muy triste, sin embargo fue la primera en irse a la escuela donde
le correspondía sufragar. Quería ser la primera de la fila. Quería que su voto
fuese el primero en atravesar la ranura de la urna, ella creía que si el primer
voto que se introducía en cada urna era para su partido este ganaría las
elecciones, pero esta vez a pesar de que ella logró ser la primera de la fila,
su partido no logró ganar la contienda, por lo que la tristeza de mi abuela,
durante muchos días, fue doble.
Aquel
ha sido el diciembre más lúgubre que he vivido. En la casa había un gran
silencio. No estaba permitido encender el televisor ni la radio, en aquellos
tiempos el luto se guardaba de manera rigurosa. Mis primos y yo durante ese mes
no pudimos escuchar el programa Disco y juventud,
y no hubo adornos de navidad en la puerta ni se decoró el arbolito plateado que
Tío Abue había comprado, en la tienda por departamentos La Casa del Japón, el año
anterior.
Las
noticias que teníamos del programa de Gelindo nos llegaban por las amigas de mi
prima, sobre todo por boca de Ricardita Gamero o por los amigos de mi primo.
Así supimos que Gelindo había recibido una encomienda con un lote grande de long plays, y que Claret Capiello y
Lourdes Llamozas se habían ganado sendos discos de Village People en un concurso que consistió en dar los nombres de
cada integrante de esta agrupación y decir de qué estaba disfrazado.
*
Los
primeros días de enero, ya pasado el furor de las fiestas decembrinas y las
celebraciones de los ganadores de la contienda electoral, y ya superado un poco
el dolor, por parte de los perdedores, los fanáticos del programa Disco y juventud comenzamos a caer en
cuenta de que al maestro Teodosio le quedaba poco tiempo como gobernador y que
lo más probable era que regresara a Caracas. Esta preocupación la teníamos, a
decir verdad, no tanto por la partida del maestro Teodosio, sino por la de Gelindo,
pues si el maestro se iba de la ciudad, su familia lo acompañaría.
El
Día de Reyes, doña Céfora ofreció una fiesta para los niños de la ciudad, en la
que pronto dejaría de ser su residencia. En cada sector habían nombrado a un
responsable de hacer una lista de niños y buscarlos en un autobús. La fiesta
comenzó a las dos de la tarde en el amplio patio de La Huerta. Había payasos,
cantantes, magos y un juguete de regalo para cada uno de nosotros. También había
mucha comida, refrescos, globos y banderines policromos.
La
fiesta fue animada por Gelindo y por Juancito, quienes desde una tarima iban
presentando cada una de las atracciones e iban motivándonos para que
participáramos en los juegos y concursos.
Uno
de los concursos consistía en hacernos preguntas y el que respondiera bien
recibía un premio. Las preguntas a los niños mayores de ocho años eran de
conocimiento, de acuerdo con el grado que cursaran, pero las que le hacían a
los más pequeños tenían que ver con su edad, su nombre y su apellido. Cuando
los niños respondían, Gelindo lanzaba un grito diciendo: ¡Síííí, ga-nó, ga-nó!
Y nos conminaba a que canturreáramos con él “ga- nó, ga-nó”. Recuerdo claramente
el caso de un niño moreno de ojos tan azules como los del animador.
―¿Cuál
es tu nombre? ―le preguntó Gelindo colocando el micrófono ante su carita con
expresión de susto.
―Maco
―dijo el niño.
―¿Maco?
―le preguntó Gelindo con picardía.
―¡Noooo!
¡Maco! ―le constestó el niño con un tono de molestia.
―Ah,
es que había escuchado mal. Disculpa, Marcos. Oye, Marcos, tienes los ojos
igualitos a los míos ―y diciendo esto le quitó a la madre el niño de los brazos
para cargarlo por unos minutos y colocar su cara junto a la del pequeño para
que los presentes observaran el parecido.
Al
devolvérselo a su madre, le anunció su premio:
―Marcos,
te has ganado el disco de los payasos Popy y Popyna.
―Noooo
―protestó el niño―. Yo ya teno el dico de Popy y Popyna.
―¿Y
entonces, qué te regalo, Marcos?
―Una
pelota.
―Se
nos terminaron las pelotas, Marcos…
―Loco
Lindo, yo tengo la solución ―intervino Juancito Trucupey. ―Aquí tengo varios
discos de salsa. ―Y dirigiéndose al niño: ―¿Marcos, te gusta la salsa?
―¡Sííí!
―respondió Marcos emocionado. ―Cono epagueti.
Todos
rieron, y Juancito le aclaró al niño:
―¿Con los espaguetis? Me
refiero al género musical, Marcos. Toma, te llevas este disco de Ray Barreto con
la Fania donde está la canción La pelota,
esa que dice: “Mamá no quiere/ que yo juegue/ a la pelota…/ mamá no quiere/ que
yo juegue/ a la pelota…”
Cuando
el niño Marcos se retiró en brazos de su madre, Gelindo se dirigió a mí y antes
que hiciera cualquier pregunta le advertí:
―Si
me vas a dar un premio que sea un disco de Village
People.
Gelindo
lanzó una estruendosa carcajada, monosilábica, demás está decir, y me informó luego:
―Solo tenemos discos de Popy y Popyna.
―Es que ellos no cantan música disco ―protesté.
―No,
pero ellos, como Village People,
también usan un bonito disfraz.
―Ah,
sí, está bien ―acepté―. ¿Cuál es la pregunta?
―Es
fácil. ¿A qué distancia del Sol, exactamente, se encuentra el sistema estelar
Alfa Centauri?
―¿Quééééééé?
Mejor hazme una pregunta sobre la comiquita Los
Supersónicos.
Gelindo
volvió a reír y luego conminó a todos los niños a que canturrearan: “Ga-nó,
ga-nó, ga-nó”. Yo me puse feliz y cuando llegué a mi casa guardé muy bien mi
disco, en el mismo lugar donde reposaba mi libro de Peter Pan, a la espera de que pasara en casa el luto para poder
escucharlo.
*
La
discoteca Stadium 45, de Gelindo y
Juancito Trucupey, abrió sus puertas el sábado de la semana anterior al
carnaval. La apertura del local fue un acontecimiento como jamás ha habido otro
en la ciudad. Recuerdo que, días antes, por mi casa pasaron muchas señoritas
con revistas de farándula o figurines para pedirle a mi mamá que les
confeccionase trajes parecidos a los que lucían Liza Minnelli, Bianca Jagger o
Farrah Fawcett en las fiestas de Hollywood y en las discotecas neoyorkinas. Muchos
fueron a comprar en Las Antillas Neerlandesas la vestimenta que lucirían y los
más adinerados volaron a Miami, donde aprovecharon de comprar las aspirinas
para aliviar el malestar de la resaca que les dejaría la fiesta. Según ellos,
las aspirinas de Miami eran mejores y más baratas.
“Como
en las grandes ciudades del orbe, nace entre nosotros una leyenda: Stadium 45. Sé parte de la historia.” decían
Juancito y Gelindo en la publicidad que transmitían a cada rato en las emisoras
de radio. Cada uno, con voz atronadora y el intro de I Will Survive de fondo, decía una oración.
En
mi casa y en casa de mis primos seguíamos de duelo, así que mi primo consiguió prestado
un radio transistor en miniatura para poder escuchar el programa de Gelindo y
seguir las incidencias de la inauguración de Stadium 45 sin que los mayores de la familia se enteraran.
―Tío
Abue no se molestará si escuchamos el programa de Lindo Petit. Más bien se
alegrará. Ya debe de estar aburrido con tanto silencio en estas dos casas ―aseguró
mi primo.
A
partir de entonces, todas las tardes, nos reuníamos en el cuarto de mi prima y
nos apretujábamos a escuchar las voces y la música que salían del radiecito. Teníamos
que acercarnos mucho al aparatico porque si no, como este tenía poco volumen,
lo que escuchábamos era un sonido de chicharra.
Por
mi primo nos enteramos de los intríngulis de la inauguración de la discoteca.
Mi primo no tenía edad para entrar, pero eso no fue impedimento, pues un amigo suyo,
que ya había cumplido los dieciocho años le prestó su cédula de identidad. El
portero no se dio cuenta porque supuso que el niño que aparecía en la foto era
la persona que portaba el documento, ocho años más tarde.
Tampoco
tenía mi primo el permiso de mis tíos para ir a la inauguración, pero eso, de
ninguna manera, fue un obstáculo. Esa tarde mi primo inventó que debía realizar
una tarea de matemáticas en casa de su amigo Atilio Navas, y aunque a mis tíos
les pareció extraño el hecho, porque estábamos de asueto por la cercanía del
carnaval, confiaron en su hijo.
Al
día siguiente, cuando mi primo retornó a su casa, mi prima y yo lo
interrogamos. Mi prima quiso saber cómo andaban vestidas sus amigas y
conocidas, pero mi primo no recordaba esos detalles, solo se limitaba a decir
si andaban, según sus gustos, guapas o no. Aunque valga aclarar que él no
utilizaba la palabra guapa, él decía “buena”:
―¿Y
cómo andaba Xiomara Borregales? ―le preguntó mi prima, por ejemplo.
―Se
veía bien buena ―respondió él.
―¿Y
la Pelo Lindo?
―Más
buena que nunca.
―¿Y
Ricardita Gamero? ―quiso saber mi prima.
―¡Ah,
mundo! ―fue la respuesta
Ese
“¡ah mundo!” era una condena. Con esa expresión, mi primo destruía la labor de
horas de la desafortunada frente al espejo. Mi prima no perdió la oportunidad
para criticar a su hermano por sus comentarios imprecisos.
―Las
mujeres somos de detalles, no de generalizaciones. Cuando te pregunto por
alguien debes decirme el color de su vestido, el diseño de sus zapatos, la
forma de sus zarcillos, si sus medias estaban raídas y si tenía las uñas
pintadas. ¿Es mucho pedir?
―Si
hubiese estado pendiente de esas pendejadas, no hubiese disfrutado la fiesta ―le
respondió mi primo, entre risas, a su hermana.
Yo,
en cambio, quería saber qué música había sonado, cómo eran esas luces que,
según se comentaba, habían traído de Nueva York. Si la pista de baile tenía
luces en el piso. Qué había en las paredes. Dónde se sentaba la gente cuando no
estaba bailando. Qué bebían. Si habían venido los artistas de la televisión que
habían anunciado.
Mi
primo me fue respondiendo las preguntas y yo fui imaginando todo, incluso fui
imaginando cómo estaban vestidas las mujeres, así él no nos diera detalles.
El
lugar tenía una pista amplia, rectangular, con luces incrustadas en el piso, y
gradas, como las de un estadio de béisbol, ubicadas en sus lados más largos. Tres
bolas de espejos giraban, suspendidas del techo, rebotando hacia todas las
direcciones las luces de todos los colores que se estrellaban contra ellas.
Antes
de llegar a la pista había que pasar por un salón donde estaba situada una
barra con taburetes de cojines plateados y sofás rojos, metalizados. Las
paredes blancas del lugar estaban desnudas y hacían las veces de pantallas
sobre las cuales se proyectaba el ir y venir de la concurrencia. Solo había una
pared decorada, sobre esta dos rostros enfrentados, con la barbilla inclinada
hacia arriba, parecían aspirar sendas líneas serpenteantes del polvo de
estrellas que algún hada madrina debió haber esparcido sobre el fondo estelar.
El
toque caribeño no estaba ausente de Stadium
45, todos lo pudimos ver desde la noche de la inauguración, tanto los que
asistieron a la apertura como los que no, pues el caribe de Juancito Trucupey
fue condensado en una palmera de neón colocada en lo alto de la entrada. Pero aquella
no era una palmera cualquiera, sino una metamorfoseada en una espigada mulata
de frondoso cabello afro dividido en mechones similares a las palmas de un
cocotero. Eso. Un cocotero. Ese era el guiño de Juancito a su “amor encendido”
y sin respuesta, aseguraban casi todos.
Se
dijo que aquellos rostros de la pared interior y aquel cocotero habían sido
diseñados por un pintor de Nueva York, muy amigo de Gelindo. Tal vez el mismo
que le regaló el retrato de un chino de piel azul y labios amarillos.
Yo
no perdí la oportunidad de dibujar todo lo que nos contó mi primo, y lo que no
nos contó también. Cuando le mostré a este los dibujos contenidos en cuatro
cuadernos, quedó impresionado. Me dijo que todo era tal cual yo lo había
dibujado y que, incluso, ahora que lo recordaba, Xiomara Borregales, la Pelo
Lindo y Ricardita Gamero andaban vestidas así como yo lo había imaginado.
Más
que la inauguración de la discoteca Stadium
45 en sí, lo que tenía tan contentos a los seguidores de Gelindo era que
ese acontecimiento echaba por tierra los comentarios de que este se iría de la
ciudad con su familia luego de que el maestro Teodosio entregase la gobernación
del estado a su sucesor, cosa que ocurrió mes y medio más tarde al llegar a la
ciudad el doctor Valverde Sierra, nombrado gobernador por el nuevo presidente
del país.
Una
muchedumbre recibió al nuevo gobernador en el aeropuerto, y solo unos pocos
despidieron al maestro Teodosio, a doña Céfora y a Olguita un día después. Esos
pocos, para ser exactos, fueron Gelindo, Evelín Leyba, Tinche Jordán y mi
abuela, siempre tan leal. Esa misma tarde, Gelindo se mudó a la planta alta del
local donde funcionaba Stadium 45.
Ahí, a partir de entonces, según contaba la leyenda, las fiestas fueron más
divertidas y prolongadas que en la planta baja, al punto que se convirtió en
una discoteca paralela, solo para los privilegiados que encontraron en Gelindo
a un hermano. Decían ellos. Para seguir con la tradición de las grandes
familias, la planta alta fue bautizada por “los hermanos” de Gelindo como: El
Cuarto del Loco.
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FUENTES DE IMÁGENES
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