SURCO
TRES
El
lunes, el primero de nuestras vacaciones escolares, en la tarde, hubo una gran
caravana para pasear a uno de los candidatos a la presidencia, un señor regordete
que solo con su mención le producía a mi
abuela una fuerte jaqueca. La ciudad en esos días semejaba un bisure, se había
llenado de banderolas y afiches de todos los colores. Desde lo alto de los
postes del alumbrado público, muchos señores risueños parecían ofrecer hasta las
pócimas de Blacamán, el personaje de un cuento que por esos días me leyó Tío
Abue.
Esa
tarde, mi papá había salido más temprano que de costumbre de su trabajo en el
telégrafo, había solicitado permiso para llevarnos a pasear a dos primos, que
habían venido de Maracaibo a pasar sus vacaciones en nuestra casa, y a mí. Su
compadre Arístides Bueno le había prestado su camioneta ranchera, un carro que
tenía bien puesto su nombre, pues era grande como un sombrero de charro, y en
aquella camioneta nos fuimos de paseo. Nos acompañó mi abuela. Ella iba muy
contenta, hasta que nos topamos con la caravana del candidato regordete y bigotón.
Ahí, zuas, le cambió el humor. En la caravana había muchos carros, pero mi
abuela decía que iban cuatro carros con cuatro gatos que ni siquiera tenían
edad de votar, que más carros había tenido la caravana de su candidato, un
señor chiquitito que andaba siempre de traje y corbata, a diferencia del
candidato regordete que vestía siempre uno de esos trajes que usaba Epifanio,
que llamaban safaris.
Mi
papá, para divertirse un poco viendo a mi abuela disgustada, la contradijo. Le
aseguró que había contado los carros de la caravana del candidato chiquitito y tenía
menos carros que la del bigotón.
Mi
abuela se puso más furiosa, y mi papá para contentarla nos llevó a la heladería
El Sol. Mi abuela y papá siempre discutían porque eran de partidos políticos
distintos, se enfurecían, pero como se querían mucho al rato estaban contentos
y risueños. Mi abuela esta vez estaba más furiosa que nunca, tan furiosa como
la mañana de ese mismo día, cuando leyó la crónica que Trina Payares publicó en
El Pasquín.
En
aquella crónica Trina relataba el viaje que el fin de semana había hecho a la
sierra, a media hora de la ciudad, con Epifanio, Evelín y Gelindo. La noche
anterior habían estado reunidos en casa de Trina, escuchando tangos, boleros y
un poco de la música de los Beatles, que Trina aceptaba y escuchaba con
nostalgia al recordar sus días de estudiante de la Universidad Central, antes
de decidir unirse a la lucha armada que grupos subversivos llevaban a cabo en
aquellos tiempos.
―Me
gustan los Beatles porque su música es contracultural ―le explicó a Gelindo―,
no como esa música que pones en tu programa. Un producto frívolo, de un
hedonismo insoportable.
―Yo me asumo frívolo y hedonista, Trina ―le
replicó Gelindo―. Y me asumo irresponsable. Y kitsch. Algún mérito debe tener “asumirse”
―esta última palabra la pronunció con énfasis― en una comarca en la que muchos
esconden algo. Y si no tiene méritos, qué importa, soy hedonista, no ególatra,
y no tienen por qué importarme los méritos, que pudieran no ser más que la
aprobación de los otros. Pero vamos a escuchar una música que nos guste a
todos, porque, aunque tú no lo creas, Trina, tenemos muchas cosas en común.
Incluyendo nuestros gustos musicales.
Y,
dicho esto, tomó una carátula de las que había llevaba consigo, extrajo de ella
un long play, el cual colocó en el tocadiscos. Cuando la música comenzó, Trina
esbozó una sonrisa, una de esas que hacen evocar una patilla cuando le quitan
una tajada. Gelindo también sonrió y tocó, brevemente, una guitarra imaginaria.
Me
habría encantado estar presente en aquella conversación. Lo que sé es lo que le
escuché a mi madrina contarle a mi mamá. Trina y mamá eran amigas desde la
infancia y solían tener largas tertulias donde se contaban sus problemas, sus
tristezas, alegrías y secretos. Solían encerrarse en el taller de costura
buscando mayor intimidad. Yo muchas veces escuchaba sus conversaciones porque
cuando mi madrina llegaba a nuestra casa yo ya estaba echado en el piso, cerca
del pedal de la máquina Singer y, como estaba tan quietecito dibujando, a mi
madrina y a mi mamá se les olvidaba mi presencia. A veces mi mamá recordaba que
la sombra que veía de reojo no era la del gato sino la mía y le hacía señas a
Trina para que cambiaran el tema. Así sucedió uno de esos días, luego de la
polémica de la crónica del viaje a la sierra y después de muchas visitas de
Gelindo a casa de los Colina Payares.
―Las
cosas entre Epifanio y yo no andan nada bien. Cada vez somos menos compañeros y
más rivales. Cada día estamos más enamorados, pero no el uno del otro. Sabes
que yo no puedo mentir, por lo que ayer se lo hice saber a Lindo…
En
ese momento vi a mi mamá hacerle señas a Trina, advirtiéndole de mi presencia,
y esta hizo silencio. Mi mamá, que había permanecido inmóvil, atenta a las
palabras de mi madrina, comenzó a pedalear y el sonido de la aguja de la Singer
se desparramó por toda la casa.
*
Antes
de enrumbarse hacia la sierra, Gelindo pasó en busca de Evelín. Cuando Trina la
vio acercarse al carro, se pasó al asiento de atrás para cederle a ella el
puesto del copiloto. Epifanio, ante este hecho, emitió una risa muda, una de
esas con las que el cuerpo se mueve levemente al impedírsele dejar salir el
sonido. Trina miró los ojos de Epifanio y estos brillaban de satisfacción. Ella
no sintió rabia ante la burla silenciosa de su marido, más bien sintió ternura,
pues le pareció una actitud infantil. Entonces le tomó una mano y se la
acarició, pero él la retiró rápidamente. Gelindo, atento a lo que sucedía tras
de sí, mirando por el retrovisor, se apresuró a comentar, para aliviar la
tensión:
―Le
propuse a Juancito una idea y ya comenzamos a trabajar para concretarla.
―¿Ah
sí? ¿De qué se trata? ―quiso saber Epifanio.
―No
nos digas que van a comenzar un programa de radio juntos ―expresó Trina
tratando de acertar.
―Caliente,
caliente ―dijo Gelindo en tono juguetón.
―Van
a formar una orquesta de salsa-disco ―aseveró Epifanio.
―Caliente,
caliente ―volvió a decir Gelindo, y ya a estas alturas todos reían.
―Ya
sé −aseguró Trina―. Van a abrir juntos
una emisora de radio.
―Caliente,
caliente ―repitió Gelindo.
Ya
habían alcanzado la carretera de la sierra y comenzaban a elevarse y a observar
el paisaje pigmentarse de verdes. Luego de varios intentos más de sus
acompañantes por acertar la respuesta correcta, Gelindo, con entonación de
suspenso, decidió revelar el
misterio:
―Vamos
a…. vamos a…. ―comenzó a decir tratando de mantener el suspenso y mirando por
el retrovisor los rostros intrigados de Trina y de Epifanio―. Vamos a abrir una
discotecaaaaa… una discoteca contemporánea, no como las que hay en la ciudad,
oscuras, con unos bombillitos rojos de bar de mala muerte y música de hace una
década. Vamos a abrir una discoteca con miles de luces multicolores y
parpadeantes. Con la música que suena en la actualidad en Nueva York y en
Caracas.
―¡Liiiiindooooo,
qué gran noticia! ―exclamó Evelín.
―¡Jaaaaaaa!
―rio Gelindo por la emoción que le había causado la noticia a su novia.
―¿Cómo
te parece la idea, Trina? ―solicitó Gelindo la opinión a su amiga.
―No
quisiera desanimarte, Lindo, pero ¿qué beneficios puede traer una discoteca de
esas magnitudes a una ciudad con tantos problemas como esta…?
―Pues,
a mí me parece una idea extraordinaria, Lindo ―interrumpió Epifanio a su esposa―.
¿Y cómo se va a llamar?
―Stadium 45, ¡jaaaaaaa!
―¿Y
no hay una discoteca con ese nombre en Nueva York? ―preguntó Trina.
―Casi.
Aquella se llama Studio 54 porque
está en la calle que posee ese número. La nuestra se llamará Stadium 45, también por razones
geográficas, está en la calle Estadio, número 45. Y es una estrategia nuestra
para que los clientes se sientan como en un sitio de una gran metrópolis.
―Lo
que quieres decir es que van a usar una treta capitalista que se llama engaño ―espetó
Trina.
―No
es un engaño, Trina, es hacerlos partícipes de una ilusión, como quien va al
cine o al teatro ―aclaró Gelindo.
―No
veo la diferencia ―agregó Trina.
―Eres
genial, Lindo, me encanta el nombre. ―le celebró Evelín.
―¿Y
por qué no le pones un nombre más parecido a nuestra idiosincrasia
latinoamericana? ―sugirió Trina.
―¿Cuál?
¿La Cabra Mocha? ―espetó Epifanio en tono de burla. Evelín dejó escuchar una
risita que rápidamente silenció
―Porque
la gente, querida Trina, quiere participar de lo que sucede en el mundo y no
podemos negarle la oportunidad. Ya hay aquí, en cada esquina, un bar con nombre
de bolero o de tango, incluso hasta hay un bar ahora que lleva mi nombre de
guerra: Loco Lindo, El Bar de Loco Lindo ―explicó Gelindo antes de soltar una
carcajada de las suyas.
―Pero
Nueva York no es el mundo, Lindo ―le cuestionó Trina.
―Tienes
razón, pero es su capital.
Trina
decidió hacer silencio. Ella sabía que su visión del mundo distaba mucho de la
visión de Gelindo y de Evelín. Además, en ese momento no contaba con la
simpatía de su esposo, por lo que supuso que sus opiniones a contracorriente
solo contribuirían a crear un ambiente incómodo, y la idea era disfrutar del
corto viaje, como habían acordado la noche anterior, ver el mar desde los
poblados de la sierra, disfrutar del viento frío, del verde en todos sus tonos
y buscar los duendes ―eso querían Epifanio y Evelín― que según la leyenda
habitaban esas montañas. En eso pensaba Trina cuando el estallido de una de las
ruedas delanteras del Camaro la hizo
volver de sus cavilaciones.
Tras
la explosión de la rueda, el carro comenzó a deslizarse zigzagueante por una
corta pendiente, con Gelindo maniobrando para detenerlo, Trina aferrada al espaldar
del asiento del copiloto, Epifanio aferrado al espaldar del asiento del piloto
y la Pelo Lindo gritando histéricamente.
Gelindo
detuvo el carro gracias a un montículo, en la orilla de la carretera, a pocos
metros de un precipicio. Todos salieron raudos del carro, respiraron profundo y
se contagiaron con la risa de Gelindo, que no era una risa nerviosa como la de los
demás, sino una risa de quien se está divirtiendo mucho. Epifanio se ofreció
para ayudar a cambiar la rueda, pero Gelindo lo decepcionó al decirle que no
cargaba ni gato hidráulico ni herramientas. Que tendrían que esperar que pasara
algún carro que les facilitara los implementos que necesitaban.
Pasaron
varios carros, camiones cargados de mangos, pero ninguno poseía los dos
implementos requeridos. Los que tenían un gato hidráulico no tenían
herramientas, y viceversa. Luego de una hora de espera pasó una camioneta pickup y el chofer al ver a los cuatro
viajeros hacerle señales para que se detuviera, orilló el vehículo y se bajó a
prestarles ayuda. El hombre, de gigantesca
y robusta anatomía, y tez negrísima y brillante, no tenía un gato
hidráulico apropiado para un carro como aquel, pero se ofreció a levantar el
vehículo con sus propias manos para que ellos cambiaran la rueda. Así lo
habrían hecho, pero cuando Gelindo sacó la rueda del maletero y la colocó
verticalmente sobre la yerba, Epifanio en su afán de colaborar, al intentar
agarrarla le dio accidentalmente una leve patada que la empujó cerro abajo.
Tratar
de rescatar la rueda en aquel desfiladero les llevaría mucho tiempo y los
expondría al peligro, les advirtió el serrano, el cual se ofreció a llevarlos
hasta la finca más cercana donde podían pagarle a alguno de los trabajadores
para que los llevara a la ciudad a comprar una nueva rueda y buscar las
herramientas para cambiar la averiada. Todos consideraron que aquella era una
idea sensata y agradecieron al serrano su generosidad. Trina, Epifanio y
Gelindo abordaron la parte trasera de la camioneta y se sentaron en unos bancos
de madera improvisados bajo una especie de techo de latón abovedado en el que
había pintadas coloridas y brillantes formas geométricas, tanto en la parte
interior como exterior. Los bordes de la cabina quedaban al descubierto, lo que
hizo que los viajeros sintieran la generosidad de la brisa fresca de la sierra.
A los pocos minutos, cuando Trina y Epifanio miraron a Gelindo, no pudieron
contener la risa, su cabello parecía un cañaveral dividido por varios caminos.
Gelindo tanteó su cabello y al darse cuenta de las formas que había tomado unió
su risa a la de sus acompañantes. Por una pequeña ventanita, los tres miraron
hacia el asiento del copiloto y rieron con ganas al ver a Evelín aferrada al
felpudo naranja que cubría el tablero de la camioneta, e intentando a cada rato
recoger su cabello enredado en las borlas de la cenefa que se extendía de un
extremo a otro de del parabrisas.
*
El serrano los dejó enfrente de la finca y
siguió su camino, luego de recibir los agradecimientos y negarse a aceptar pago
alguno por el favor. Los cuatro caminaron hacia la entrada donde Gelindo tomó
una pequeña piedra para tocar con ella la hermosa reja de hierro forjado del
lugar. En vista de que nadie salía,
empujaron la reja y al percatarse de que estaba abierta decidieron pasar.
Un
joven de tez morena vino corriendo hacia ellos. Epifanio le explicó el percance
que habían tenido y el muchacho no dudó en prometerles ayuda, pero les pidió
que esperaran un rato, pues uno de los empleados andaba para el pueblo más
cercano en la Wagoneer con la que
contaban en la finca, y el otro carro que tenían, un camión 350, andaba
llevando una carga de mangos para la ciudad.
La casa, ubicada a unos trescientos metros de
la entrada, era una quinta de dos niveles rodeada de una grama salpicada con el
amarillo de las frutas que se desprendían de la arboleda de mangos, que trazaba
la senda desde la reja de entrada a la propiedad hasta la entrada del palacete.
Si se miraba hacia el sur se veían hermosas colinas cubiertas de un pasto verde
fosforescente y en ciertos descampados se apreciaban robustos ejemplares de
ganado vacuno. Y si se miraba hacia el norte se veía la ciudad en su magnitud;
y más allá, el mar. El dueño de la finca debía de tener mucho dinero, pensó
Trina.
―Una
pregunta: ¿Quién es el dueño de esta finca? ―preguntó Trina al joven―. Supongo
que algún magnate caraqueño…
―No.
Esta es la finca de Daniel Rincón, el diputado.
Trina
y Epifanio se miraron asombrados. Los ojos de ella amenazaron con salirse de
sus cuencas y Epifanio, al extraer su pañuelo del bolsillo, para secarse un
sudor inexistente, invadió el lugar con su aroma de lavanda.
―¿Podemos
hacer un recorrido? Digo, mientras esperamos. Así nos entretenemos un rato ―propuso
Trina, y sus acompañantes percibieron en ella una mirada maliciosa.
―Con
todo gusto, señora ―le respondió el muchacho y seguidamente los encaminó, por
un sendero de lajas, hacia la parte posterior derecha de la casa, donde estaba
ubicada una extraordinaria terraza bordeada con ocho antiguos faroles de hierro
forjado que hasta no hacía mucho tiempo habían iluminado y ornado la plaza
Bolívar de la ciudad.
Lindo
tuvo palabras de elogios para aquel espacio y Trina con un tono
histriónicamente irónico lo secundó:
―¡Síííí.
Muuuy hermoso este lugar! Creo haber visto un lugar con unas farolas parecidas,
pero no recuerdo dónde.
Evelín
vio de pronto unos gansos caminar hacia unos arbustos, y los siguió. Los gansos
desaparecieron tras el espeso follaje, y Evelín también. Luego, asomándose por uno
de los bordes de la mampara vegetal, Evelín llamó a sus compañeros.
―¡Hey!
Acérquense para que vean este tesoro oculto.
Ella
lo dijo en sentido figurado e inocentemente, pero cuando Trina y sus otros dos
acompañantes llegaron al sitio del hallazgo, estuvieron de acuerdo en que
Evelín no se equivocaba, que literalmente estaban mirando un tesoro, tal vez no
para muchos, pero sí para ellos: la escultura “Las tres nubes”, que antes diera
la bienvenida a la ciudad, convertida ahora en tres lagunas, rodeadas por
piedras y flores artificiales, donde abrevaba el ganado y los gansos nadaban
plácidamente.
Trina
agarró fuertemente a Gelindo y a Epifanio por un brazo. Ambos la sintieron
temblorosa, y la notaron muy sudorosa a pesar de la fresca brisa serrana.
―¿Te
sientes bien? ―le preguntó Epifanio.
―Mejor
que nunca ―le respondió ella―. Tan bien que prefiero irme caminando hasta la
ciudad antes que agradecerle un favor a este bandido de siete suelas.
Y
diciendo esto dio media vuelta y se encaminó hacia la salida de la finca. Sus
compañeros la siguieron. Epifanio iba murmurando adjetivos: “increíble,
insólito, inconcebible…”. Los otros iban callados. Gelindo, con una expresión
de vergüenza congelada en el rostro, en varias oportunidades se aclaró la
garganta con la intención de decirle algo a Trina y a Epifanio, pero se contuvo,
hasta que llegaron caminando al sitio donde estaba el Camaro con la rueda averiada. Ahí decidió decirles lo que tanto le había
dado vueltas en la cabeza.
―Yo
estoy seguro de que el maestro Teodosio no sabe nada de esto. Trina… Epifanio…
Todos
lo miraron. Trina esbozó una sonrisita que denotaba incredulidad, como quien
dice: ¡bah! Y Epifanio desvió rápidamente la mirada hacia el suelo, y dijo con
voz queda: “Bueh”. No “bueno”, sino “bueh”, como quien dice: “¿Qué podemos hacer?. Quedarnos callados. Quién nos manda a andar contigo. Y además quererte”.
Evelín si fue elocuente:
―Pero
claro, Lindo, al maestro Teodosio le falta poco para ser un santo.
―Tampoco
así ―le respondió Gelindo esbozando una sonrisa tímida.
Los
cuatro abordaron el primer camión cargado de mangos que pasó rumbo a la ciudad.
Este debía ser el último camión del día. Se sentaron, incluso la Pelo Lindo, en
la parte trasera, sobre los guacales y cestas, y desde ahí vieron cómo se
alejaban del Camaro, el cual se
quedaba ahí, íngrimo, hasta que Tinche Jordán fuese hasta el sitio esa tarde
con otro trabajador de la residencia oficial del gobernador, sustituyeran la
rueda averiada y retornaran el carro de Gelindo a la ciudad.
Durante
el viaje de retorno, Gelindo le lanzaba mangos a todo el que les decía adiós y
Evelín lo secundaba. Trina se mantuvo callada, distante, pero Epifanio de vez
en cuando, disimuladamente, también lanzaba algunos mangos y se reía bajito, no
como Gelindo y Evelín que reían enérgicamente como los niños cuando disfrutan
de sus travesuras.
El
camión, al llegar a la ciudad, llevó a Epifanio y a Trina hasta su casa. Ya
estos le habían indicado al chofer la dirección en un momento en que este disminuyó la velocidad y les preguntó por la
ventanilla su destino.
Los
niños que salimos a la calle, convocados por la gritería que armó Gelindo al
despedirse de ellos, fuimos obsequiados también con mangos que este nos lanzó. El
dueño del camión un tanto molesto se asomó por la ventanilla y le advirtió:
―Ya
has lanzado como tres guacales de mangos. Cuando te bajes te paso la cuenta. ¿Y
a ustedes en dónde los dejo?
―Me
pasas la cuenta por cuatro guacales, porque de aquí a que llegue a mi destino
mínimo habré lanzado un guacal de mangos más. Nos dejas en la avenida La
Heroína, en casa de la señorita. Yo te aviso ―fue la respuesta de Gelindo.
Antes
de que mi madrina entrara a su casa la escuché decir:
―Lindo,
nadie me creería si tú no hubieses estado presente.
Yo
le grité a Gelindo las gracias por la fruta, le dije adiós con la mano y traspasé
el zaguán de mi casa para llegarme al corredor donde me senté a dibujar a la Pelo
Lindo vestida como Blanca Nieves, comiéndose un amarillísimo y pulposo mango en
vez de una manzana… No. Por supuesto que ese mango no estaba envenenado.
*
Tanto
como saborear los helados de la heladería El Sol, que eran los mejores de la
ciudad, me gustaba verlos en los envases del mostrador. Todos los colores se
concentraban ahí, los colores más vivos. Aquel mostrador era como una caja de
acuarela gigante: el amarillo de los mangos, los rojos de las fresas y de la
patilla, el blanco del mantecado, el
verde del pistacho… Yo habría pintado un gran cuadro con todos los colores del
mostrador de la heladería El Sol. Me habría gustado además, que mi papá me
comprara un gran helado con todos esos colores, pero siempre a mi papá solo le
alcanzaba el dinero para comprarme una barquilla de dos tonos. Ese día de la
caravana yo pedí una de pistacho con mantecado, para congraciarme con mi papá,
a quien por esos días le gustaba mucho el verde; y con mi abuela, quien por
esos días solo se vestía de blanco.
Mis
tres primos pidieron helados de mango, “polos”, les decían ellos; mi papá, de
ron pasa y mi abuela, de torta suiza. En el momento en que estábamos más
entretenidos saboreando nuestros helados entró Gelindo y todos dirigimos
nuestras miradas hacia él. Después miramos a sus acompañantes: la Pelo Lindo e
Isbelia, quien ahora estaba empeñada en participar en el concurso Miss
princesita con la asesoría de Evelín.
Gelindo
junto con las dos muchachas caminaron hacia el mostrador. Él iba dando las
buenas tardes con una voz apenas audible, y saludando con un leve movimiento de
mano. Sus acompañantes, en cambio, iban con las miradas puestas en los colores
del mostrador, aunque a veces ―cuando alguien las miraba de arriba abajo, con
exagerada curiosidad―, ellas le devolvían la mirada y le obsequiaban una
sonrisa exageradamente amplia.
Cuando
pasaba frente a nuestra mesa, Gelindo se detuvo, saludó a mi abuela
estrechándole la mano, lo mismo hizo con mi papá. A mí me pasó la mano por mi
cabeza rapada como despeinando un cabello inexistente. Yo me sonreí. Y no pude
evitar lanzar una carcajada cuando uno de mis primos, el que era un año mayor
que yo, le dijo a Gelindo:
―Vos parecéis un micrófono.
Me reí mucho porque yo también
establecía siempre ese símil, solo que nunca se lo habría dicho a Gelindo, y
menos con ese tono tan musical con el que se lo dijo mi primito de Maracaibo.
Gelindo no se molestó, más bien celebró
la ocurrencia soltando su peculiar risotada. Mi abuela, por el contrario, sí
mostró su disgusto con mi primito, y con un prolongado “¡sssssshhhhhh!” lo
increpó a guardar silencio. Seguidamente, ella se disculpó con Gelindo.
―Despreocúpese ―le respondió Gelindo―,
los niños somos así.
Y todos reímos, incluyendo a mi
abuela. Cuando Gelindo siguió su camino hacia el mostrador mi abuela nos contó
que ella había viajado a Caracas cuando doña Céfora había traído al mundo a
Gelindo.
―Fue
un parto difícil, tanto Ceforita ―así le decía mi abuela a doña Céfora― como la
criatura estuvieron en peligro de muerte. Se salvaron gracias al doctor Gelindo,
un médico italiano que era una eminencia, por eso Ceforita quiso que su hijo
llevara ese nombre y no el de Teodosio, quien siempre soñó con tener un hijo
varón que se llamara como él. Teodosio no se opuso porque estaba muy agradecido
con el médico.
―Ahora
entiendo por qué el maestro Teodosio consiente tanto a su hijo― comentó mi
papá.
―Por
eso me molesta tanto que la bandida de enfrente ―refiriéndose a mi madrina
Trina Payares― haya intentado resquebrajar esa relación tan especial que tienen
ellos. Cómo pudo titular ese panfleto que publicó hoy “El maestro Alí Babá”, y
además finalizarlo con esa frase “si no me creen pregúntenle a Gelindo Petit”.
Qué culpa tienen Teodosio y Lindo de que el diputado Daniel Rincón haya
decidido resguardar en su finca esa escultura.
―¿Resguardar?
―preguntó mi papá, pero no obtuvo respuesta.
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FUENTES DE IMÁGENES
Ay José aunque a destiempo en relación al lanzamiento de los capítulos, estoy pegada con la historia.
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