SURCO CINCO
“¡No
disparen, que soy McKenzie!”, escuché a un periodista decir en la televisión
una noche, luego de que la fanfarria inquietante del noticiero se aplacara, y
la voz atronadora que repetía
insistentemente ¡EXTRA, EXTRA, EXTRA!, se apagara.
―Con esas palabras salió al encuentro de una
comisión policial el empresario Peter McKenzie, secuestrado desde hacía tres
años… ―continuó el presentador de noticias.
Frente
al televisor estábamos todos. Ya habían transcurrido seis meses desde la muerte
de Tío Abue, y por esos días mi abuela había decidido que ya se podía encender
el televisor. Estábamos esperando que comenzara la telenovela. Yo les estaba
contando sobre el baile que ensayábamos en la escuela para presentarlo en el
acto de fin de curso que ya estaba cerca.
―¡Sssssshhhhh!
―escuchamos a mi papá solicitar silencio.
―En
el día de hoy una comisión policial dio con el paradero del empresario norteamericano Peter
McKenzie, secuestrado desde hacía tres años en nuestro país ―dijo el narrador de
noticias con esa voz que los de su oficio tienen reservada para los
acontecimientos extraordinarios―. El rescate ocurrió fortuitamente cuando los
funcionarios policiales andaban tras la pista de una banda de criminales
dedicada al abigeato…
Todos
en casa quedaron atónitos, e hicieron breves comentarios para dejar por sentada
su sorpresa. Yo quise saber qué era “abigeato”, pero mi papá volvió a ordenar:
―¡Sssssshhhhh!
Entonces
entendí que aquella noticia era realmente importante y estaqué mi mirada en el
televisor, justo cuando aparecía en pantalla un Jeep del que bajaron unos policías,
los cuales ayudaron luego a bajar a un hombre que…
―¡Por
Dios! ―exclamó mi abuela cuando yo lancé aquel grito con toda mi fuerza y me
aferré a ella, apretando mis ojos lleno de pavor―. ¿Qué tienes? ―me preguntaron
todos alarmados.
―El
fantasma, príncipe de los bisures ―dije lloriqueando.
―¡¿Otra
vez con eso?! ―me preguntó mi mamá con tono de reproche.
―¿Dónde
está? ―me preguntó mi abuela, dándome a entender que ella sí me creía.
―En
el televisor, abuela ―le respondí.
―¿En
la pantalla? ―quiso saber mi papá.
―Sí.
―No
es un fantasma, es McKenzie.
Yo
fui abriendo el ojo derecho lentamente para mirar la pantalla del televisor y comprobar que no estaba
alucinando. Y en efecto así era. En la pantalla, la cámara seguía a un hombre de piel transparente, muy
alto y de pelo tan rubio que casi era blanco.
―¿Viste?
Ese es McKenzie, el secuestrado que rescataron hoy.
Abrí
el otro ojo y miré con estupefacción el parecido de aquel hombre con el
fantasma, príncipe de los bisures.
―Pensé
que era el fantasma, príncipe de los bisures ―les comenté apenado―. Se parecen
mucho. Voy a buscar mis cuadernos donde lo dibujé para que ustedes lo vean.
Corrí
a buscar los cuadernos de dibujo, los de la etiqueta blanca de líneas rojas con
la inscripción “Fantasma, príncipe de los bisures”. Los busqué afanosamente en
la caja donde los guardaba, pero no aparecieron.
Cuando
regresé al corredor donde estaba el televisor, ya la telenovela había comenzado
y nadie volvió a hablar en casa, por esa noche, de McKenzie, excepto mi abuela,
quien muy quedito me hizo algunas preguntas sobre el fantasma antes de que yo
me quedara profundamente dormido en su regazo.
Al
día siguiente, no hubo rincón de la ciudad donde aquel nombre no estuviese
presente. Inclusive, en mi salón de clases nadie quiso quedarse atrás. Todos
querían contar al mismo tiempo su versión de lo ocurrido y la maestra tenía que
golpear con una regla su escritorio a cada rato porque nosotros hablábamos
tanto que no la dejábamos escuchar lo que sus colegas le contaban sobre McKenzie.
―McKenzie
es igualito al fantasma, príncipe de los bisures ―les comenté a mis amigos en
cuanto llegué a la escuela.
―¿Y
no será que el fantasma se está haciendo pasar por McKenzie? ―elucubró
Palencia.
―¿Tú
crees? ―le pregunté no muy convencido de su hipótesis.
*
En
el recreo yo inventé un juego que llamé “no disparen, que soy McKenzie”. Así
expliqué a mis compañeros las reglas del juego:
―Comienzo
yo. Cuando nombre a alguien, este tiene que decir: “¡no disparen que soy McKenzie!”;
si no lo dice, todos le lanzaremos bolas de papel. Luego, él pronunciará el
nombre de otro compañero y haremos lo mismo. Gana quien jamás deje de decir la
frase mágica “¡no disparen que soy McKenzie!”.
Por
varios días, nuestros recreos fueron más divertidos de lo habitual. Pero así como
poco a poco fue dejándose de hablar de
McKenzie, nosotros también fuimos dejando en el olvido nuestro juego.
*
“Evelín,
llegó Gelindo, lánzame tu pelo lindo”. Yo compuse aquella cantinela, parodiando
la frase que pronunciaba el príncipe de Rapunzel. Lo hice luego de escuchar, echado
como un gato cerca del pedal de la máquina de coser de mi mamá, la historia que
Isbelia Navarrete contaba sin pausa mientras mi mamá le tomaba las medidas para
un nuevo vestido.
En
poco tiempo la cantinela estuvo en boca de todos en la ciudad. Nada más hice
llevarla a la escuela, se diseminó como piojos. En el café Paraíso, en la
entrada del cine Rex y en la plaza Falcón, no faltó por esos días alguien que
entre risas canturreara: “Evelín, llegó Gelindo, lánzame tu Pelo Lindo”.
Y
los niñitos que iban o venían del catecismo, en lugar de entonar los cánticos a
la Virgen, como era la costumbre, iban, con sus voces blancas, coreando la
cancioncita de la Pelo Lindo.
El
tema de la Pelo Lindo terminó de opacar el del rescate de McKenzie, ahora “el
cuento de los Lindos”, como dieron en llamar esa historia, era lo que se
comentaba en todo hogar y en toda reunión sin importar que esta fuese de las
damas salesianas o del Club de Leones.
Un
momento muy emotivo de esta historia fue cuando en su programa, Juancito le
dedicó a Gelindo esta canción de la Dimensión Latina:
“Le
fui a dar una serenata a mi adorada,/ le canté lo más lindo de mi repertorio,/
me porté como un verdadero Juan Tenorio,/ y para qué si no estaba allí mi
amada.// Me dijeron que cuando ausente me encontraba/ sufría mucho porque mis
cartas no llegaban,/ fue su padre que al oponerse a nuestro idilio/ no le
entregó ni una sola de mis cartas,/ y ella creyó que era yo quien la engañaba…”.
Ay,
cuánto lloró Gelindo al escuchar esa canción, según contaban los que lo
acompañaban en el estudio y fueron testigos del hecho desde el momento en que
el operador, que nunca había dejado de monitorear el programa de Trucupey, le avisó
que este le acababa de dedicar una canción. Gelindo le pidió al operador que le
diera volumen a la melodía y ya antes de la segunda estrofa sus mejillas
parecían el Delta Amacuro.
Cuando
la canción “Mi adorada” llegó a su fin, el operador dejó sonar la canción que
Gelindo le había solicitado para responderle a Trucupey como en los tiempos de la
guerra de los acetatos. Fue así como, desde aquel momento y por muchos días, los
niñitos que iban para el catecismo o venían de él, tuvieron una nueva canción, y
de Gloria Gaynor, para animar su marcha: “At
first, I was afraid,/ I was petrified./ I kept thinking/ I could
never live without you by my side./ But then I spent so many nights/ Just
thinking how you did me wrong./ And I grew strong./ I learned how to get along…”
Y luego: “I will survive./ I
will survive./ Yeah, yeah”.
―Yo no sabía hasta ahora que quería
tanto a Evelín. Pensaba que estaba con ella por la compañía, porque a ambos nos
gusta la música disco, porque nos llevábamos la corriente el uno al otro y nos
necesitábamos como cómplices de nuestra inmadurez ―decían que le comentó esa
noche a quienes acudieron a El Cuarto del Loco para consolarlo. Otros aseguraban
que aquellas palabras se las dijo fue a Trina y a Epifanio, de quienes se había
alejado luego del incidente de la crónica sobre su viaje a la sierra, y a quienes
buscó una noche para contarles su tristeza.
También
decían que Trina y Epifanio, animados por los tragos, y envueltos por la
sensualidad de los boleros de Toña La Negra, lo abrazaron, lo cubrieron de
mimos y lo condujeron a su cama. Él se quedó quieto, muy quieto, mientras la
noche se desplazaba como serpiente por toda su piel.
*
“Evelín,
llegó Gelindo, lánzame tu pelo lindo”. No me cabía dudas de que aquellas habían
sido las palabras exactas que Gelindo le dijo a Evelín la misma noche que Gastón
Leyba lo encontró saliendo del cuarto de la muchacha por el balcón.
Gastón
Leyba, un próspero constructor de la ciudad y padre de la Pelo Lindo, había
sido un entusiasta colaborador del gobierno regional del maestro Teodosio Petit,
si es que se puede llamar colaborador a alguien que recibe onerosas sumas de
dinero por sus servicios. La relación política y laboral había acercado mucho
al maestro Teodosio y al viejo Gastón, por lo que el gobernador y su familia siempre
recibieron en casa de los Leyba los mejores agasajos. El viejo Gastón y su
esposa, la señora Maigualida, estuvieron siempre contentos con el noviazgo de
su hija Evelín y Gelindo. El número de
veces que le repitieron al muchacho: “Estás en tu casa”, ya él no podía cuantificarlo.
Pero
luego de las elecciones y de la partida del maestro Teodosio, Gelindo fue
dejando de caerle en gracia al viejo Gastón. Si bien antes el hombre celebraba
las ocurrencias del muchacho, ahora las cuestionaba y las llamaba sandeces. Si
bien antes reía con estrépito por las opiniones irreverentes del joven sobre
cualquier tema, ahora, al escucharlas, arrugaba
el entrecejo y movía con su índice regordete el hielo de su whisky; lo hacía con una prisa desquiciada, y luego, de un solo
trago, vaciaba el contenido del
vaso.
Ante
el giro de la historia, Gelindo sabía que una bomba estaba por estallar. Y no
se equivocó. Una noche llegó a casa de los Leyba en busca de Evelín y encontró
al gobernador Valverde Sierra con su familia ocupando en el comedor de la casa
los puestos que antes habían ocupado los esposos Petit Torres y sus hijos.
Gelindo
entró al comedor justo cuando el viejo Gastón
celebraba con grandes carcajadas algún chiste malo del gobernador. Al darse cuenta de la presencia del muchacho,
el hombre cortó su carcajada en seco y arrugó el entrecejo.
No
hubo para el recién llegado una invitación a sentarse, como en otros tiempos, sino
una respuesta fugaz y casi inaudible para su saludo afable. Ni hubo una presentación del “novio
de Evelincita” a los comensales, como sucedía tiempo atrás. Hubo, sí, movimientos
incómodos de los esposos Leyba en sus sillas rococós.
―Evelín
está en su cuarto. Espérala en la sala ―le pidió a Gelindo la señora Maigualida.
En
otro tiempo le habría dicho: “Evelín está en su cuarto, sube. Estás en tu casa”.
Esa
noche, Gelindo confirmó que ya no era bienvenido en aquel hogar. Él pensaba que
el viejo Gastón no se atrevería a decírselo directamente porque su astucia le
indicaba que no era prudente, pues al cabo de cinco años las cosas tal vez pudieran
cambiar. Sin embargo, consideró que lo
mejor era, a partir de ese momento, al buscar a Evelín, esperarla en el carro
para no tener que ver caras malhumoradas, y compartir con ella en El Cuarto del
Loco o en cualquier otro sitio. Y en último caso, visitarla en su dormitorio entrando
a él por el balcón. A Gelindo le pareció interesante esta última opción, le
pareció hasta romántica, muy Romeo, muy Julieta y muy Rapunzel. Pero no desechó las otras opciones, así que a veces las empleaba
todas. Dejaba el carro en una de las calles cercanas, saltaba la cerca lateral y
entraba al cuarto de Evelín por el balcón; estaba un largo rato con ella, luego
bajaba, saltaba la cerca y la esperaba en el carro para llevarla a la heladería
El Sol, a El Cuarto del Loco o a la discoteca Stadium 45.
Esa
misma rutina quiso hacerla la noche que el viejo Gastón vio el inconfundible Camaro rojo estacionado en una calle adyacente
a la avenida La Heroína, donde quedaba su casa. Algo supuso el viejo, así que
aceleró la marcha. Si bien nunca le había prohibido a Gelindo la entrada a su
casa, esperaba que el muchacho hubiese entendido que su presencia resultaba
incómoda.
―Claro
que lo ha entendido ―pensó el viejo Gastón―, por algo deja el carro retirado de
la casa. El desgraciado debe de estar metido en el cuarto de Evelincita.
Y
así lo comprobó cuando llegó a su casa y vio a Gelindo descender por un árbol
lindante con el balcón. Eso decían, que descendió por el árbol, pero yo estaba
convencido de que lo había hecho por el cabello trenzado de la Pelo Lindo. Y
esto lo digo porque yo no recuerdo haber visto nunca en los jardines de aquella
casa un árbol cuyas ramas se desparramaran cerca del balcón de la habitación de
la Pelo Lindo.
―¿Con
esto es que nos retribuyes, Gelindo Petit, la confianza que te brindamos en
esta casa? ¿Entrando como un ladrón?
―¿Qué
le puedo decir, Gastón? ¿Cómo voy a explicar lo que usted está viendo? No le
puedo decir que no es lo que usted está pensando, porque sí es lo que usted
está pensando.
―Te
vas inmediatamente de esta casa.
―¿Vio
que hasta le he facilitado las cosas? Al fin me pidió lo que no se atrevía a
pedirme.
―Tú
no eres más que un pobre loquito. Un malandro bien vestido. Un delincuente
pervertido que ha traído a esta ciudad, que era tan tranquila, todas sus mañas.
No sacaste nada de tu padre, un hombre intachable.
―Claro
que sí, Gastón. De mi padre heredé la lealtad.
Gelindo
le dio la espalda al viejo Gastón y se dirigió hacia la puerta de la cerca, que el dueño de
casa había dejado abierta.
―Tanto
que yo me burlo de las telenovelas ―pensó Gelindo cuando ponía en marcha su Camaro― y ahora yo soy el protagonista
de mi propio melodrama. Tendré que comprarme una bata de seda, como las que usa
el galán Raúl Amundaray en las telenovelas, porque todo galán de telenovelas que
se precie usa bata de seda y chaqueta cruzada. Ah, y bebe brandy.
Y
tuvo toda razón Gelindo. Aquel era solo el primer capítulo de una telenovela de
las 8:00 pm. Al día siguiente, Evelín lo llamó para decirle que se iba a
Caracas, que no quería enfrentarse con su papá, que además estaba aburrida ya
en esta ciudad, que quería participar en el Miss Venezuela, que la habían
llamado para hacer la cuña del cigarrillo Sandy… y tiqui, tiqui, tiqui, tiqui,
tiqui…
Mientras la Pelo Lindo hablaba,
Gelindo Petit reflexionaba: “Los latinos estamos destinados al melodrama. Más
que destinados, condenados. Condenados perpetuamente a vaciarnos las venas, a morir
después de cada ruptura amorosa, y renacer al finalizar una noche de ron y de
boleros. Para eso inventamos el bolero, para renacer; eso sí, sin culpas y sin
temor a volvernos a enamorar, mucho menos a ser cursis una y otra vez, la
cursilería nos ha convertido en aves fénix. Por mucho que reneguemos de la
cursilería siempre terminaremos necesitados de ella, poseídos por ella. El que
más reniega es el más cursi. Ahora me lo puedo explicar con mi filosofía de a
real y medio.
Seguidamente el Loco Lindo se fue a
vivir su despecho, a disfrutar su despecho. Y cómo lo disfrutó. Se embriagó, lloró
y escuchó un bolero tras otro durante días, hasta que conoció a Luz Cecilia
Carnevalli, una hermosa muchacha de pelo naranja natural, rizado, largo y
abundante que llegó a dar clases de lenguaje en la universidad y se hospedó en
casa de Trina, pues su madre había sido profesora de mi madrina en la
Universidad Central y ambas se guardaban mucho afecto.
Luz
Cecilia fue otro suceso en la ciudad. Cuando se desplazaba por las calles y
avenidas en su bicicleta, y con su morral en la espalda, la gente no podía
dejar de verla, sin disimular su curiosidad, y seguirla con la mirada hasta que
se hacía un punto cítrico en la distancia.
Vestía
siempre bluyines desleídos y franelas blancas percudidas; y calzaba zapatos Converse algo... mugrosos. Pero solo las
muchachas envidiosas se daban cuanta de estos detalles, porque la belleza de
Luz Cecilia era tal que su vestimenta pasaba inadvertida.
Dibujando
a la Pelizanahoria, así bautizaron en la ciudad a Luz Cecilia, gasté mi lápiz de color naranja; es que aquella muchacha tenía más pelo que Gelindo, Evelín Leyba y The Jackson 5 juntos. En aquellos
dibujos también gasté mi lápiz de color marrón, pero este lo gasté pintándole las pecas
a la Pelizanahoria. Qué cantidad de pecas tenía. Tantas, tantas, que su piel
parecía el negativo de una foto del
cielo estrellado.
Según
contaban, el día que Gelindo conoció a la Pelizanahoria, en casa de mi madrina,
se mantuvo callado escuchando embobado las palabras de la muchacha. Dicen que la inteligencia de ella lo
dejó sin habla, pero yo estoy seguro de que Gelindo no hablaba porque trataba
de contarle las pecas. Es más, yo estoy convencido de que eso fue lo que lo
volvió más loco. “La Pelizanahoria tiene más loquito al Loco Lindo.”, decía la
gente. Al escuchar aquella oración por primera vez, yo recordé lo que siempre
me decía mi abuela cuando se iba la luz
y salíamos al patio: “No cuentes las estrellas, que el que cuenta las estrellas
se vuelve loco”. Entonces pensé: cómo no se iba a volver más loco Gelindo, contando tantas
pecas.
Mientras más pecas contaba Gelindo,
más rápido rodaba hacia el fondo de su memoria el recuerdo de Evelín Leyba. A los
dos días de haberse conocido, Gelindo y la Pelizanahoria fueron vistos recorriendo
las calles de la ciudad, conversando, riéndose y mirándose como tontos, como
todos los enamorados. Ella iba en su bicicleta y él iba despacito en su Camaro rojo. Con el paso de los días,
como a ella no le gustaba bailar, él desistió de invitarla a Stadium 45, y comenzó a invitarla a
tomar vino y a ir a la laguna San Isidro para pedir deseos ante el paso de
estrellas fugaces. En verdad, estaba enamorado el Gelindo para haber hecho lo
que antes consideraba cursilería. Bueno, realmente no había sido el amor, sino
el desamor lo que lo había hecho cambiar de parecer y actitud. En otro tiempo,
cuando andaba con Evelín Leyba, lo habían escuchado decir: “¡Bah!, qué
cursilería ir a ver estrellas fugaces para pedir deseos. Para mirar estrellas
me voy al Hollywood Walk of Fame. Yo
soy kitsch, no cursi. Parece lo mismo,
pero no lo es, así haya quien diga lo contrario. Para mí lo kitsch es lo tangible, lo cursi lo
intangible. Lo cursi pudiera ser pasión, pero lo kitsch es la materialización de la pasión. Kitsch es Lila Morillo; cursi, lo que dice de ella mi amigo
Juancito Trucupey”. Ahora no opinaba igual. Ahora su visión había cambiado: “Sí,
soy kitsch, pero antes soy cursi
porque no puede existir pasión materializada si antes esta no se ha invocado
con palabras, sentimientos y deseos. Sin lo cursi no podría existir lo kitsch.
Ahora Gelindo estaba encantado
subiendo con la Pelizanahoria a la laguna San Isidro a mirar las constelaciones,
no tanto las del cielo como lo hacían todos los que iban al lugar, a decir
verdad, sino las de la piel de aquella muchacha; y a disfrutar, desde la
distancia, de las luces de la ciudad, en especial de las que emitía la mujer palmera
enraizada, cual guarda, en lo alto de la fachada de Stadium 45.
*
En
la única ocasión que Luz Cecilia, la Pelizanahoria, fue a la discoteca de
Gelindo y Juancito Trucupey, fue el día de su clausura. Claro, ni ella ni el
mismo Gelindo sabían que esa sería la primera y la última vez que Bad Girls, de Donna Summers sonaría en aquel
recinto.
La
Pelizanahoria había accedido a ir a Stadium
45 por petición de su hermana Veruzka, una pintora muy bella y desmelenada
que residía en Barcelona, España, y quien estaba de visita en nuestra ciudad. Veruzka
era la antítesis de la Pelizanahoria. Vestía a la moda, cada media hora se
retocaba el carmín de los labios, hablaba con un permanente tono sensual y
decía palabras obscenas sin ningún pudor. Era una chica mala. Decía ella.
Al
poco rato de estar en Stadium 45, ya
conocía a todos los muchachos, los que andaban solos y los que andaban con sus
novias, las cuales se mostraban recelosas de aquella extraña que al bailar
maullaba como una gata, se retorcía como una serpiente y batía la melena como
una leona con peluca.
Los
chicos estaban enloquecidos con aquella mujer. Todos querían invitarla a bailar,
se apresuraban a encenderle el cigarrillo y a obsequiarla con un Curazao Blue.
A
eso de las dos de la madrugada, la
Pelizanahoria, apenada, quiso convencer a su hermana de que se marcharan porque
ya era muy tarde, pero ella se negó, pues
justo en ese instante se escucharon los primeros acordes de Bad Girls, de Donna Summer, una canción
que ella adoraba:
“Toot toot, hey, beep beep.// Bad girls/ talking about the sad girls/
sad girls/ talking about the bad girls, yeah”.
Veruzka
no lo pensó dos veces antes de montarse
en la barra a bailar aquella canción. Al poco tiempo todos imitaban sus
pasos de baile. Como los zapatos de tacón alto la exponían al peligro se los
quitó y los lanzó al aire. Alguien saltó y los atrapó. Segundos después todos
los zapatos de los presentes subieron al
techo y se precipitaron sobre aquella masa agitada y sudorosa. Como la
chaquetica de lentejuelas le impedía mover los brazos, Veruzka se despojó de
ella y también la lanzó al aire. La prenda quedó atascada en una de las bolas
de espejo donde en breves instantes quedarían atascadas también las blusas y
camisas de algunos de los presentes.
En
la pista ya no quedaba nadie. Todos se
habían congregado frente a la barra y allí gritaban, aplaudían e imitaban los
movimientos de Veruzka, quien ya
compartía el tope de la barra con un gran número de chicos y chicas. Con el
cutis más rojo que nunca, por la vergüenza, la Pelizanahoria se había retirado
a una esquina. Gelindo la acompañaba, fascinado con el acontecimiento.
―A
esta ciudad le estaba haciendo falta un momento como este. Mira como todos se
divierten, escúchalos gritar… Cuando yo vivía en Nueva York…
Gelindo
atrajo hacia su cuerpo a Luz Cecilia al
tiempo que iniciaba su anécdota, la cual debió ser muy divertida, pero
la muchacha nunca lo supo, pues estaba atenta a lo que acontecía en la barra.
Quiso prestarle atención a Gelindo por un momento, así que lo miró a los
labios, pero solo unos segundos, , pues su instinto le avisó que lo
temido por ella estaba muy cerca, solo que no calculó qué tanto. Cuando volteó
hacia la barra ya era muy tarde. Veruzka bailaba eróticamente ante un muchacho que llamaban Alfredo Croes mientras lo
despojaba de su corbata, de su chaqueta, de su camisa. Luego hizo lo mismo con
un tal Ramón Tellería, pero con este llegó un poco más lejos: le desabotonó el
pantalón y le bajó la cremallera. Después le tocó el turno a los morochos Faneite
y a Chente Weffer, quienes quedaron en ropa interior, así como Lucas Lilo, el
cual se negó a despojarse de sus calzoncillos con un estampado de piel de leopardo,
que provocaron la burla de los espectadores. Y ya comenzaba a organizarse una
fila de hombres frente a Veruzka cuando uno de ellos quiso tocarla en sus
partes nobles. Ella empujó al desdichado desde lo alto de la barra y este cayó
aparatosamente sobre el piso.
Juancito
Trucupey, quien veía junto a los bartender
los acontecimientos, dentro del semicírculo que formaba la barra, presintió que
se aproximaba una catástrofe. Por eso, llevándose por delante a todo aquel que se interpusiera en su camino, corrió
como un toro hacia la cabina del disc jockey
para detener la música y encender todas las luces, pero cuando llegó al lugar
ya iban de un lado a otro, por el aire de Stadium
45, discos, botellas, vasos, trozos de hielo, zapatos, butacas y… ¡ufff!,
cualquier cosa que pudiera volar.
Luz
Cecilia intentaba llegar hasta la barra donde su hermana luchaba por zafarse de
una turba de hombres enfebrecidos, pero la multitud formaba un muro
infranqueable. Gelindo intervino. Tomó a Veruzka por un brazo y, con la rapidez
de un mago, la introdujo por una de las portezuelas ubicadas en la parte
inferior de la estantería de la barra. Tras la portezuela había un corto túnel,
el cual conducía hasta los pies de una escalera de emergencia que desembocaba
en El Cuarto del Loco.
Cuando
al fin Juancito Trucupey encendió todas las
luces, ya Veruzka descansaba sobre una silla Barcelona naranja.
―Sólo
hacía una performance. ¿Por qué a la
gente le cuesta tanto entender mi propuesta artística? ―susurró Veruzka, no con
su voz sensual de hacía un rato, sino con voz aniñada.
―¡Eres
la única meretriz virgen sobre la faz de la tierra! ―le reprochó Luz Cecilia
―¿Cómo?
―le preguntó Gelindo a su novia, asombrado por el comentario.
―Lo
que escuchas. Veruzka, la doña, la devoradora de hombres de
Caurimare, es virgen.
*
En
su historia, esta ciudad ha sido visitada por dos huracanes. Al primer huracán, llegado a estas tierras en
1681, nadie le puso un nombre propio; al segundo, todos lo llamaron “el huracán
Veruzka”.
___________________________________
FUENTES DE IMÁGENES