SURCO SEIS
Creo
haber dicho que todos los niños crecen. Y yo no iba a ser la excepción. Mejor
dicho, yo no quería ser la excepción. Yo decidí crecer el día que, una vez más,
el mundo no llegó a su fin.
Crecí
en el mismo momento que tomé la decisión. Fue en el mes de julio, un domingo, dos
días después que el huracán Veruzka hiciera estragos en la ciudad y yo fuese promovido al cuarto grado con
veinte puntos.
Decidí
crecer porque ya no tenía sentido ser niño. Dos acontecimientos me motivaron a
tomar la determinación: el primero fue la muerte de Tío Abue, y el segundo
había ocurrido ese sábado, y siempre que lo recuerdo la tristeza que sentí revive.
Había
estado en la acera, frente a mi casa, lloroso, tomado de la mano de mi prima,
viendo el dibujo de un chino de piel magenta y labios violeta alzar el vuelo,
atascarse en los cables eléctricos y luego soltarse y perderse entre las nubes,
como siempre me había imaginado que le sucedería a mi madrina Trina Payares
cuando esta abría los brazos en mitad de la calle.
Cuando
regresé a la casa, ya sabía lo que haría, así que fui directo a la cocina, me
serví un vaso de agua para aplacar la sed que me producía la contención del
llanto, después tomé un cuchillo y partí un trozo de la torta debudeque que mi
abuela había puesto a reposar sobre la mesa. Al lado de la torta yo creí ver un cartel que
decía CÓMEME, así que no sentí culpa por no pedir permiso. Un solo trozo no fue
suficiente, ni dos, fue al comerme el tercer trozo cuando empecé a asentirme
grande. El tamaño de mi panza me lo confirmó.
*
Me
habría gustado estar en Stadium 45 el
día que el huracán Veruzka arrasó con el local. Siempre me perdía los mejores momentos
de la ciudad por ser un niño. Por culpa de mi edad estaba destinado a ser un
personaje secundario y no un personaje protagónico, por eso desde hacía un
tiempo estaba con la idea de crecer, pero no me decidía.
De
haber estado ese viernes en la discoteca de Gelindo y Juancito, al menos habría
evitado que los long play se
desplazaran por el aire como platillos voladores en una ciudad del futuro,
destrozaran las bolas de espejo y se estrellaran contra la frente de más de
uno, incluyendo a mi primo, porque mi primo también estaba en Stadium 45 esa noche, y gracias al
huracán Veruzka mis tíos se enteraron y lo castigaron no dejándolo ir, semanas
más tarde, a su fiesta de graduación de bachiller.
Me
habría encantado estar en Stadium 45
para participar de las tertulias que sobre el acontecimiento se formaban en el
café Paraíso, la entrada del cine Rex y la plaza Falcón. En casa nos enteramos
muy temprano de los sucesos; no por boca de mi primo: por él nos enteramos de
los detalles cuando salió del hospital con la cabeza vendada como una momia.
Nos enteramos por boca de mi papá, quien había ido muy temprano a comprar El
Matutino en la plaza Falcón y se encontró con los mejores comentaristas
vecinales de la ciudad, gente que iba todas las mañanas, muy temprano, al lugar
a llevar las buenas y malas nuevas. Más las malas que las buenas.
Los
primeros cuentos que llegaron a mi casa sobre el huracán Veruzka, llevados por
mi papá, tenían notables diferencias con los que más tarde llevó Isbelia Navarrete
y con los que al mediodía escuchamos de boca
de mi primo, entre quejidos de dolor.
―Todo
sucedió porque la hermana de la Pelizanahoria se tomó ella sola una botella de
cocuy y enloqueció. Se encaramó desnuda en una bola cubierta con espejitos, que
colgaba del techo de la discoteca, y comenzó a balancearse, haciendo los mismos
sonidos que hace Chita, la mona de Tarzán.
Esa
fue parte de la primera versión que escuchamos. Luego Isbelia Navarrete, quien extrañamente
no estaba en la discoteca, llegó contando:
―Dicen
que todo comenzó cuando la que llaman Veruzka, una perdida que llegó de
Caracas, una que, dice ella, es artista, entró a la discoteca montada desnuda
sobre un caballo blanco, creyéndose Bianca Jagger, y el caballo se puso a
corcovear y destrozó todo, las butacas, las botellas, las copas los discos, y
las bolas de espejo.
Al
mediodía, cuando mi primo salió del hospital y fue a mi casa, huyendo de los
regaños de mis tíos, escuchamos su versión, la versión de un testigo
presencial. A esa hora ya se había corrido la noticia de que Stadium 45 había sido allanada y
clausurada para siempre por órdenes del gobernador Valverde, atendiendo a una
solicitud de la Asociación de Damas Protectoras
de la Santa Moral, cuya presidenta, doña Justiniana de Andara, alegaba que aquel
lugar infestado de pecadores representaba un peligro para los jóvenes de
familias honorables y de moral inmaculada. Prueba de ello era que su hijo, un
joven de proceder ejemplar, presentaba serias lesiones, pues había sido
empujado desde una gran altura por la
licenciosa Veruzka cuando este quiso detener la conducta libertina de “la
susodicha”. Así bautizaron las Damas Protectoras de la Santa Moral a Veruzka, “la
susodicha”, por temor a pronunciar su nombre.
*
Desde
hacía días los medios venían anunciando una posible catástrofe mucho, mucho,
más grande que la causada por el huracán Veruzka. Sería una catástrofe que
acabaría con la vida en la tierra o en gran parte de ella, decían los más
pesimistas. La causaría una estación espacial descompuesta que caería inevitablemente
sobre la tierra.
Aquellas
noticias me tenían muy perturbado. Por varios días me negué a salir de la casa
por temor a que la nave chatarra, que pesaba todas las toneladas inimaginables,
cayera sobre mí. Sabía que si la nave iba a caer sobre nuestra ciudad caería de
todas maneras, así yo me negara a verla, pero yo no quería presenciar ese momento en
que la estación espacial fuese un punto visible, luego una imagen difusa y
finalmente un armatoste de hierro a pocos metros, centímetros, milímetros…
sobre nosotros.
Cuando
mi curiosidad decidió pelearse con mi temor, comencé a ir de vez en cuando al
patio a recorrer el cielo con la mirada, esperando ver aquel punto que me
indicaría la proximidad de la catástrofe. Y veía un punto, pero siempre resultaba ser un pájaro o un avión o
una mancha en mis lentes.
El
domingo en la mañana, la gente se había olvidado un poco del huracán Veruzka. Sus
conversaciones estaban centradas más en el Skylab,
la estación espacial que caería y acabaría con el mundo.
―Tranquilízate.
Desde que el mundo es mundo siempre ha salido alguien anunciando su fin y nunca pasa nada.
Eso
me lo había dicho mi abuela varias veces esa semana y me lo repitió el domingo
en la mañana cuando me vio temeroso buscando, por las ranuras de una ventana,
un punto en el cielo.
A
media mañana llegó a mi casa mi prima, agitada y a punto de llorar.
―Primito,
tienes que ver lo que está sucediendo allá afuera ―consiguió decir.
Me
puse lívido. Lo que tanto había temido seguro estaba sucediendo. Ya el Skylab
estaría a pocos metros de nosotros.
Comencé
a gimotear y a correr de un lugar a otro
exclamando:
―¡El
Skylab!, ¡el Skylab!
Mi
prima extrañada me dijo, tomándome de una mano:
―¡Qué
Skylab! Vamos.
Y
me condujo afuera. Yo había permanecido con los ojos cerrados y apretados, para no ver el fin del mundo, hasta que mi
prima me dijo en tono de reproche:
―¡Abre
los ojos!
Yo
abrí los ojos mirando hacia el cielo.
―¿Y
el Skylab? ―le pregunté confundido.
―Olvídate
del fulano Skylab. Mira hacia allá ―y
me señaló el Camaro de Gelindo
estacionado frente a la casa de mi madrina.
El
techo del Camaro estaba atestado de
maletas y cajas atadas con cuerdas.
―El
Loco Lindo se va de la ciudad ―me dijo mi prima con la voz fracturada.
Yo contuve
el llanto. El llanto suelto, digo, porque las lágrimas no las pude contener. Mi
prima se colocó detrás de mí y posó sus manos sobre mis hombros justo cuando
Gelindo salía de la casa con Trina, Epifanio, Juancito Trucupey, Luz Cecilia y
el huracán Veruzka, quien a esas alturas era solo una tormenta tropical en la
memoria frágil de la ciudad.
Luz
Cecilia y la tormenta tropical Veruzka acompañarían a Gelindo en el viaje hasta
Caracas, así que abordaron el Camaro.
Gelindo fue el último en abordar. Antes le dio un abrazo y un beso a Juancito
Trucupey, a Epifanio y a Trina. Gelindo nos miró y se dirigió hacia nosotros.
Le dio también un abrazo y un beso a mi prima y a mí me dijo, pasándome la mano
por la cabeza como lo había hecho otras veces:
―Adiós,
Chamín. Si vas a dibujar este momento, prométeme que no me dibujarás triste.
Sonreí, por no dejar, e hice con la cabeza un gesto afirmando que aceptaba la
promesa. Pude cumplir mi palabra porque siempre me negué a dibujar aquel
momento, de haberlo dibujado no habría podido mentir. Como los días
subsiguientes, cuando dibujaba, me veía tentado a recrear la despedida de
Gelindo, entonces decidí no dibujar nunca más.
―Adiós,
Loco Lindo ―dije con voz apagada, viéndolo desviar su mirada azul cayo Sal, afligida, de mis diez años.
Gelindo
se despidió, con movimientos de mano, de los vecinos que habían salido de sus
casas a presenciar su marcha, abordó el Camaro y aceleró. Al cruzar la esquina, del
techo del vehículo se desprendió un portaplanos cilíndrico, y al este caer
sobre el pavimento salió expelido de su interior el dibujo de un chino de piel cian
y labios magenta. Yo corrí para recoger el dibujo, pero inmediatamente una
ráfaga de viento, tal vez secuelas de la tormenta tropical Veruzkca, lo elevó
hasta los cables eléctricos y luego lo llevó al encuentro con el Skaylab.
Cuando
retorné al frente de nuestra puerta, dirigí la mirada hacia Trina y Epifanio, a
quienes por vez primera veía abrazarse y besarse en público. Luego ellos entraron
a su casa y cerraron el portón, igual que el resto de los vecinos.
Como
dije, ya no tenía sentido para mí ser niño. Sin Tío Abue y sin Gelindo, la niñez
que me restaba sería muy aburrida. Por eso me había comido toda la torta
debudeque. Si el mundo se iba a acabar ese domingo, al menos quería disfrutar
mis últimas horas sabiendo qué se sentía siendo grande.
Cayó
la tarde. Cayó la noche. Lo que nunca cayó fue el Skylab. Es decir, sí cayó, pero no en nuestra ciudad. Cayó muy
lejos, en Australia. De eso nos enteramos el miércoles, en la tarde, cuando
escuchábamos la radio y Epifanio dio la noticia. La voz de Epifanio, había
sonado muy triste durante todo el programa. Nos suponíamos la causa y lo
comprobamos cuando anunció la canción seleccionada para despedir el programa
del día, el cual se había prolongado por la inasistencia de Pablito
Barragán.
―Un viajero pasó por esta ciudad,
muy fugazmente, pero nos pareció que estuvo entre nosotros una eternidad. Una
noche, sentado en nuestro patio, el viajero sacó, de una carátula desgastada,
un long play y lo hizo sonar en el tocadiscos.
Ya conocíamos la canción, pero esa noche ella cobró para nosotros una gran significación.
En el momento que sonaba la melodía
observé a mi mamá. Ella pespunteaba algún vestido y se bamboleaba siguiendo el
ritmo de la canción. Mi abuela, desmenuzando hojas secas de albahaca, también
se bamboleaba e interpretaba la canción con bocaquiusa.
Las vi a ambas tan entretenidas en sus labores que entendí el porqué no se
habían dado cuenta de que yo ya no era un niño, de que desde el día anterior yo
había crecido. Creo que nadie se dio cuenta por mucho tiempo. Las vi tan
entretenidas que no me atreví a importunarlas comentándoles que aquella palabra
que tanto se repetía en la canción era la misma que le había escuchado al
fantasma, príncipe de los bisures.
*
Al finalizar la melodía, Epifanio
se despidió prometiendo volver el día siguiente, y mi mamá se dirigió hacia el
aparato transistor para cambiar de dial, pero, antes de llegar a su destino,
tanto ella como nosotros fuimos sorprendidos por un estruendo que agitó los enseres
de la cocina. Mi abuela pensó que se trataba de un terremoto y cargándome se
resguardó conmigo, a toda prisa, bajo la mesa. Mi mamá lanzó un grito y corrió
hasta el centro del patio. Nos calmamos cuando nos dimos cuenta de que el
sonido provenía del aparato transistor, del cual también surgió la voz que, seguidamente,
gritó:
―¡VIVA
EL ROCK AND ROOOOOLL!
Una vez que sus cuerdas vocales se
repusieron del grito, el locutor, que ocupaba en La Mensajera el otrora horario
de Gelindo, se identificó: Ronny Ramón Ruiz. Y seguidamente dijo el nombre de
la agrupación musical que sonaba y el título de la canción: AC/DC. Highway to Hell. No pude escuchar más lo
que decía el tal Ronny porque mi mamá, muy molesta, cambió de dial. Lo que sí
escuché fue la perorata de Juancito Trucupey en su programa de Ondas del Mar
después que sonaron dos canciones seguidas de la Fania:
―La
música es algo sublime, un regalo de Dios. Eso debería entenderlo alguien que
anda por ahí, transmitiendo en su programa música con mensajes diabólicos. ¡Uy!
Sí, dicen que si esos discos se giran al revés pueden oírse alabanzas al maléfico.
Pero no se preocupen, nosotros aquí tenemos esta canción para ahuyentar el mal…
―y el operador hizo que se escuchara la voz de Raphy Leavitt:
“Allá
muy alto en el cielo,/ se oye un sollozo de amor,/ lágrimas caen tras el velo,/
mientras se eleva oración./ El Buen Pastor./ Padre mío, tus hijos te han
olvidado./ Padre mío, cómo se burlan de tus mandatos,/ ni con mi muerte pude
enseñarles la que es tu ley…”
―Espero
que haya quedado claro que aquí al único diablo que queremos es al diablo de la salsa, Oscar D’León ―remató
Juancito al finalizar la melodía.
*
Cuando
finalizaron las vacaciones, fuimos todos a despedir a mi primo a la terminal de
autobuses. Había sido seleccionado para cursar estudios de Psicología en la
Universidad Central. Fue una despedida muy emotiva. Todos estábamos muy
tristes, excepto él. Él siempre había querido irse a Caracas y soñaba con ese
momento de la despedida.
Al
siguiente año, mi prima se graduó de maestra y se fue a trabajar al interior
del estado. La veía muy poco, porque, además, mi papá, tras renunciar a su
empleo de telegrafista, había conseguido trabajo en una compañía petrolera en
Maracaibo y nos habíamos mudado a esa ciudad él, mi mamá y yo. Me reencontré
con mi prima, tal vez, unas tres veces durante el primer año. Recuerdo que cada
vez que me veía me decía: “¡Primito, tú sí estás grande!”. Al fin alguien se
daba cuenta, aunque tardíamente, de que yo había crecido.
En
Maracaibo vivíamos en una casita pintada con todos los colores del mundo, y yo
me sentía muy contento, pero no tanto como cuando regresábamos cada mes a casa
de mi abuela de visita. Ahí, una o dos veces cada año, coincidía con mis dos
primos y recordábamos a Gelindo, a Juancito Trucupey, a la Pelo Lindo, a la
Pelizanahoria, a Veruzka… y los buenos tiempos del programa Disco y juventud. Nos reíamos mucho
recordando las anécdotas y nos preguntábamos qué habría sido de la vida del
Loco Lindo. Mi primo siempre tenía una respuesta. Decía, por ejemplo, que el
Loco Lindo tenía un programa en una emisora de radio en Pampatar o que tenía
una tienda de discos en el Centro Comercial Chacaíto, en Caracas.
Luego
de la muerte de mi abuela pasó mucho tiempo antes de que yo coincidiera
nuevamente con mis primos. Nos reencontramos cuando yo, al graduarme de
bachiller, me empeñé en irme a Caracas a
estudiar periodismo, como lo había
augurado Tío Abue. Me fui a Caracas, pudiendo estudiar en Maracaibo, porque quería
estar en la ciudad a donde se habían ido casi todos mis ídolos de la infancia.
Tal vez me había cansado muy rápido de ser adulto y pensé que podía revivir la
felicidad de mi niñez reencontrándome con ellos. Pero por más que pregunté por Gelindo, Evelín,
la Pelizanahoria y Veruzka, nunca nadie me dio una pista real sobre su
paradero.
Con
mis primos sí me reencontré. En mi primer día en Caracas nos reunimos en un
café. Ella se había mudado a Caracas hacía varios años y trabajaba en las
oficinas del Ministerio de Educación. Él ya era psicólogo. No fueron tan
espléndidos conmigo como en otros tiempos. Y cuando sonriendo les pregunté si
recordaban la vez cuando el Loco Lindo recorrió la ciudad en un camión lanzando
mangos, mi primo con cara de fastidio me contrarió:
―No
eran mangos. Eran naranjas.
―No.
Eran mangos, eso fue en un mes de cosecha de mangos, no de naranjas.
Luego,
la conversación se tornó muy incómoda, pues mi primo contradecía todo lo que yo
comentaba sobre el Loco Lindo; y mi prima contradecía a mi primo, pero con una
versión de los acontecimientos muy distinta a la mía.
―Trina
Payares no era tu madrina. Trina Payares era atea. ¿Cómo iba a ser tu madrina
de bautismo? ―me espetó mi primo cuando en un momento de la conversación nombré
a mi madrina.
Mi
prima me miró y asintió. Luego, en otro momento de la conversación mi primo con
tono irritado me contradijo:
―¿De
dónde sacaste que esa discoteca era de Gelindo Petit? Esa discoteca era de un
hijo de don Pepe López. Y no se llamaba Stadium
45. Se llamaba 45 RPM Discotheque.
―No.
Te equivocas ―le dije con firmeza―. Esos recuerdos están nítidos en mi mente.
―Eras
muy pequeño en ese tiempo. Cuando yo me vine a estudiar en la universidad tú ni
siquiera habías terminado la primaria. Eras tan pequeño que hasta te cargué en
la terminal de autobuses porque te caíste al enredarte con las trenzas de tus
zapatos.
―Quien
me cargó fue mi papá. No me caí. Me cargó porque los zapatos me apretaban. Yo ya
estaba muy grande para usar aquellos zapatos tan pequeños. Me quedaban como la
zapatilla de cristal a las hermanastras de la cenicienta.
―¡Ja, ja, ja! Tú siempre inventaste
mucho. Yo pienso que…
Sabía
lo que diría, por eso no lo dejé finalizar. Tomé mi libro de Peter Pan, que había colocado sobre la
mesa y, despidiéndome secamente de ambos, me marché.
Durante
los cinco años que siguieron, nos veíamos muy poco, y cuando lo hacíamos nos
saludábamos, preguntábamos por los familiares y nos despedíamos raudamente con
la excusa de estar complicados con múltiples ocupaciones. Desde luego, los
complicados serían ellos, porque yo llevaba una vida relajada que consistía en ir
a clases, estudiar, leer literatura e ir al cine, especialmente a la Cinemateca
Nacional, donde muchas veces recordé a Gelindo al ver películas como Historias de la radio, Días de radio y Buenos días, Vietnam. Ah, por supuesto,
también iba a las discotecas, pero ya en ellas el espíritu disco se había desvanecido.
El día de mi graduación me sorprendió ver a mis primos a la
salida del Aula Magna. Nos abrazamos y luego nos fuimos a almorzar en compañía
de mis padres. Cuando comíamos yo recordé la vez que Gelindo me preguntó en su
programa qué quería ser cuando fuese grande y yo le respondí que Tío Abue
pensaba que yo sería periodista porque preguntaba mucho. Mis primos se miraron
entre sí, extrañados. Yo lo noté, pero no quise indagar el porqué.
Cuando
nos despedíamos le pregunté a mi prima si aún conservaba el disco de Gloria
Gaynor que había ganado muchos años atrás en el programa del Loco Lindo.
―Creo
que estás confundido. Ese disco, que no sé en cuál de mis mudanzas desapareció,
no lo gané en ningún programa. Lo compré en la discotienda La Favorita. Es más,
ese muchacho, Gelindo, que yo recuerde, no tuvo ningún programa de radio. Él
estuvo en la ciudad solo unos días, durante unas vacaciones.
Yo
quedé helado con aquellas palabras de mi prima. Darme cuenta de que la memoria
es tan frágil me aterró. Hacía unos años reíamos recordando las anécdotas
divertidas de Gelindo. Hacía unos años decíamos que esta ciudad no fue nunca
más la misma desde que Gelindo se había marchado con su música disco a otra
parte. Ahora mis primos no compartían
mis recuerdos. Yo mantenía intacta mi memoria. Guardaba con celo cada vivencia,
cada detalle, cada aroma y color de mi niñez. Pero ellos no. Ellos habían
decidido olvidar.
―Yo
creo que has construido tus recuerdos con las historias que te leía Tío Abue, todos
los libros que has leído, las películas que has visto, lo que has deseado, lo
que has imaginado... ―me dijo mi primo antes de darme un abrazo de despedida.
Yo
me indigné por el comentario. Pero luego de reflexionar creí en las palabras de
mi primo. Creí por muchos años. Muchos. Hasta que hace unos días cambié de
opinión y comencé a pensar que mis recuerdos no son falsos, que fueron mis
primos los que vaciaron su memoria. Este cambio de opinión sucedió en mí caminando
por el bulevar, luego de haber visto en el cine la película El gran pez y escuchar,
coincidencialmente, tras de mí una voz familiar que cantaba: When
I was younger, so much younger than today,/ (I never needed)/ I never needed/
anybody’s help in any way (now)./ But now these days are gone,
I’m not so self/ assured (and now I find)./ Now I find, I’ve changed my mind, I’ve
opened up the/ doors.// Help me if you can, I’m feeling down/ And I do
appreciate you being round./ Help me get my feet back on the ground./ Won’t
you, please, please help me?
Era una canción de los Beatles.
Aquella que Epifanio había anunciado, al final de su programa, para homenajear
a su amigo Gelindo, varios días después de que este se despidiera. Era la canción
que repetía las palabras que le escuché pronunciar al fantasma, príncipe de los
bisures: “¡Help me! ¡Help me!”. Me
quedé atónito por lo que el recuerdo ahora me revelaba.
Cuando volteé ya nadie cantaba.
Busqué rápidamente con la mirada algún indicio del cantante, pero no vi a nadie
a quien pudiera relacionar con aquella voz. No creí que el anciano en traje de
cuadros, ni el ejecutivo de mediana edad, ni el hombre de overol entonaran
aquella canción. Mucho menos pudo haber sido el indigente que caminaba sin
levantar la mirada de sus zapatos gastados.
Sí. La voz que entonaba la canción me parecía conocida, pero hasta este momento no logro ubicarla en mi memoria.
Por momentos, se me parece a la voz de Gelindo, pero luego se me parece a la
voz de Epifanio y hasta a la voz del mismísimo fantasma, príncipe de los
bisures.
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FUENTES DE IMÁGENES
Muchas felicitaciones por tu obra, José. Un verdadero viaje en el tiempo. Narración impecable. Lo disfruté mucho.
ResponderEliminarGracias, Ricardo, disfruté mucho escribiendo "Hola, Loco Lindo". Me alegra que sus lectores disfruten de todos los personajes y situaciones. Un abrazo.
ResponderEliminarDios mio José que relato tan hermoso. Y que final tan real. Son recuerdos de lo que pasó o de lo que el niño imaginaba qué pasó. Eso me confirma que el mundo es como somos nosotros porque así lo vemos.
ResponderEliminarMe quedé con las ganas de saber que Trina fue investigada por su presunta participación en el secuestro de Mckenzie, pero creo que eso obedece a las sensaciones que el personaje me produjo.
y wow, Justiniana de Andara, Jaaaaaaaaaaaaa.
Te felicito llevo a Gelindo, al niño, a su primo psicólogo, Palencia, a Eglee y a su creador en mi corazón.
Bravooooooooo.
Y gracias me has regalado la alegría de experimentar leer una obra preciosa conociendo al autor. Definitivamente le da otro sentido a la experiencia de leer un libro.
Gracias, querida Arianny Valles, leer tus palabras me hace muy feliz. Abracaribes.
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