−Me pregunto si las futuras generaciones sabrán
quiénes éramos.
−Me parece que no.
−Con el paso del tiempo todo se olvida.
Woody Allen, Días de radio
¡Alirón!,
¡alirón!, ¡pon pon!
LADO A
SURCO UNO
Gelindo
tenía la voz grave, musical y dulce; grave y musical como el sonido del viento
de nuestra ciudad, y dulce como el ají, aunque, como lo escribiera un cronista
de Indias de nombre Miro Popic, el dulzor del ají es una de nuestras más deliciosas
mentiras, no como la dulzura de Gelindo, que sí era real, tanto como él. Sí, Gelindo
era tan real que, como sucede con lo verdaderamente real, se convirtió en la
leyenda más relatada por todos y, con el tiempo, como sucede con toda leyenda, no hubo quien no dudara de que hubiese existido. Hasta yo, que lo conocí tanto.
Gelindo
olía a yerbabuena, eso decían; sin embargo, lo recuerdo más oliendo a
cilantro. Tal vez no era a ninguno de los dos olores sino a uno de esos
perfumes de moda para la época, conocidos aquí solo a través de las revistas, perfume
que él posiblemente había traído del Norte.
Yo
vi a Gelindo por primera vez un mediodía, el más luminoso de todos los que he
vivido, cuando ambos caminábamos por la avenida Manaure. Yo venía de mi
escuela, me había desviado de mi ruta habitual para complacer a mis compañeros,
y él caminaba en dirección contraria a la mía con su rostro abrillantado por el
sol al reflejarse en las diminutas gotas de sudor que nacían de sus poros. Supe
que era Gelindo desde que lo vi a distancia, era tal cual me lo había imaginado
con la ayuda de los cuentos y comentarios de mi primo y mi prima, ambos
adolescentes. Cuando pasó a mi lado sentí el olor a cilantro y no pude contener
un saludo: “¡Hola, Loco Lindo!”, le dije casi gritando. Él bajó su mirada hasta
mis ocho años y pude ver en ella todos los tonos de azul y verde de mis
lápices de color. “¡Qué hubo, chamín!”, me respondió, entonces yo lancé una
carcajada porque nunca nadie me había dicho “chamín” y la palabra me resultaba
graciosa, además estaba contento porque Lindo Petit me había saludado.
Seguí
a Gelindo con la mirada mientras caminábamos, lo vi atusarse su cabello
frondoso, que me recordaba a ratos el follaje de un árbol y a ratos esas
esponjas redondas que cubren los micrófonos; lo vi saludar, al tiempo que
jugueteaba con las llaves de su Camaro
rojo, lo recuerdo claramente, al doctor Marcos Jacobo, escritor de crónicas y mi
pediatra, quien tenía su consultorio cerca. También lo vi saludar a otros
transeúntes.
Al
tropezar con un poste desvié por unos segundos la mirada y cuando quise visualizar
nuevamente a Gelindo este había desaparecido, justo frente a la puerta de La
Mensajera.
*
Esa
tarde no pude ir a casa de mis primos como era mi costumbre. La maestra me
había asignado muchas tareas: caligrafías, sumas y restas, las cuales terminé
de realizar muy tarde; sin embargo, cuando lo hice, todavía estaba a tiempo de
escuchar, como era habitual, el capítulo de la novela que mi tío abuelo me leía
puntualmente cada tarde, cuando llegaba de su trabajo como telegrafista.
Tío
Abue, como me gustaba llamarlo, estaba jubilado desde hacía un par de años,
pero se negaba a dejar de asistir a las oficinas telegráficas, así que sus
compañeros, como lo apreciaban mucho, le permitían enviar o traducir del Morse
unos dos mensajes diarios, y eso lo mantenía medianamente conforme. Tío
Abue era hermano de mi abuela materna y,
debido a que él nunca se casó ni tuvo hijos, siempre vivió con ella y la ayudó
en la culminación de la crianza de mi mamá y de mis dos tíos desde que mi abuelo
salió al exilio en los tiempos de la dictadura militar de Marcos Pérez Jiménez.
Mi
abuelo no regresó al país al ser derrocado el dictador, como sí lo hicieron sus
compañeros. Mi abuela, quien ya hacía tiempo no recibía las cartas de Filotea
Ramones ―pseudónimo usado por mi abuelo
para burlar la persecución del gobierno―, hizo maletas y se fue a buscarlo a
Curazao, luego a Aruba y, finalmente, a Bonaire, donde lo consiguió sentado sobre
una vértebra de ballena, frente a una cabaña donde, como un perro guardián, esperaba
que la preciosa antillana, gigantesca y negra como el café cerrero, que
habitaba en ella, correspondiera a su amor, cosa que tal vez nunca ocurrió; un
amor que lo mantenía delirando, ajeno al mundo, con la mirada fija en la puerta
de la choza o en las redondeces de la mujer cuando esta salía de su humilde
hogar.
Al
volver, sola, mi abuela contó, abatida por la tristeza, lo sucedido, y a partir de entonces en casa se evitaba
hablar de Filotea Ramones, o de… qué sé yo como se llamaría mi abuelo materno. Yo
escuché su historia quizás una sola vez. Mi mamá y mis tíos siempre decían que
ellos tenían un solo padre y era Tío Abue. Claro, Tío Abue era el nombre que yo
le daba. Ellos le decían por su nombre de pila.
*
Tío
Abue llegaba a casa todas las tardes a las seis. A esa hora yo, que ya había realizado mis tareas y acababa
de regresar de visitar a mis primos, lo esperaba asomado en el postigo de la
ventana, subido en el poyo de la misma. Nada más hacía entrar a la casa, Tío
Abue dejaba el sombrero y el saco en el perchero y buscaba el libro que me estuviera
leyendo, luego se arrellanaba en su mecedora de madera de cardón, y yo me sentaba
a escucharlo y a balancearme en una mecedora más pequeña ubicada frente a él.
La
proximidad del final de una novela me generaba mucha ansiedad. Siempre era así.
Quería saber pronto el desenlace de la historia, pero Tío Abue parecía
disfrutar cuando cerraba el libro y me veía angustiado suplicándole que
continuara leyendo. Entonces me pedía:
―Ten
calma. ¿No sabes que lo bueno se hace esperar? ―Y luego agregaba, como si fuese
Scherezade: ―Si tienes calma verás que nada es comparable con lo que te leeré
mañana.
Yo
creo que Tío Abue pensaba que si finalizaba una historia o dejaba de leer se
moriría, por eso siempre que se acercaba a la última página de un libro ya tenía
a mano un título nuevo. Era fascinante cómo luego del final de un libro y antes
del comienzo del otro, Tío Abue inventaba un episodio que uniera las dos
historias. Él quería hacerme creer que aquel episodio estaba en la primera
página del libro que iniciaba, y simulaba leer, pero yo sabía que estaba
inventando todo porque su tono de voz era diferente. Yo no le decía nada no se
fuera a disgustar y me dejara con las ganas de escuchar sobre aquel mundo
mágico que estaba por comenzar.
Recuerdo
que ese día, cuando Tío Abue se sentó en su mecedora y yo en la mía, mi mamá nos
extendió el habitual vaso de Toddy ―mi
bebida achocolatada favorita―, espeso, como tanto me gustaba. Al contemplar el contenido
del vaso transparente que sudaba por el frío, recordé el color de la piel de Lindo
Petit, o de Gelindo, su nombre de pila, como preferí llamarlo desde aquel
momento solo para llevarle la contraria a quienes lo llamaban con el apodo de Loco
Lindo.
*
Al
día siguiente, mientras la maestra corregía nuestros dictados, dibujé a
Gelindo. Lo hice larguirucho, como era él, con su afro tupido de líneas curvas
trazadas con mi lápiz de color marrón; eran líneas que remedaban la letra “e” minúscula
del método Palmer, tal cual había visto hacerla a mi prima, que estudiaba con
las monjas. Líneas sobre líneas, “es” sobre “es”, habían ido convirtiendo el afro
de Gelindo en una selva castaña. Lo vestí como Jhon Travolta, porque así estaba
en mi imaginación, y le dibujé unos zapatos, de esos que llamaban “machotes”, los
cuales me quedaron como unos hipopótamos, igualitos a los que él usaba el día
anterior. Del lado izquierdo de Gelindo dibujé su Camaro rojo.
Les
mostré el dibujo a todos mis compañeros y les conté que un día antes había visto a
Gelindo en la calle. Todos me hicieron preguntas. Hasta la maestra me hizo
preguntas, y mientras las hacía le brillaban los ojos. Yo creo que ella también
estaba enamorada de Gelindo, como mi prima. Esta vez la maestra no me castigó
por estar dibujando en el salón en lugar de estar haciendo la copia de un texto
que nos había asignado. Más bien me dijo: “Qué bonito te quedó ese dibujo.
Lindo Petit quedó idéntico”. Y se rio.
Mis
compañeros, para no quedarse atrás, comenzaron a contar historias de Gelindo.
Que si Lindo Petit esto, que si el Loco Lindo lo otro. Algunas historias eran
muy graciosas, otras contenían tantas exageraciones que no dejaban ninguna duda
de que provenían de la imaginación. Yo no sé qué mentiroso inventó que los
niños siempre dicen la verdad. A no ser que para los niños lo único verdadero
es lo que surge de su imaginación.
Alguien
dijo, por ejemplo, que había visto a Gelindo manejando su Camaro, cosa habitual, pero que al carro le habían salido unas alas
en las puertas y se había elevado propulsado por columnas de fuego. Otro dijo
que había visto a Gelindo guardar un disco de la banda musical Los Terrícolas en
la espesura de su afro. Yo supe que eso era mentira porque cualquiera, menos
ese tonto, sabía que a Gelindo no le gustaban Los Terrícolas. Por algo era el
Loco Lindo. Si se hubiese guardado un disco en su afro habría sido uno de los Bee Gees.
Al
salir de clases, todo el salón se encaminó hacia la avenida Manaure para pasar
frente a La Mensajera, esperando ver a Gelindo por los alrededores, pero había
sido una casualidad que el día anterior estuviese por ahí a esa hora, seguramente
había ido a alguna reunión con su director, don Pepe López, quien solía
realizar las reuniones de trabajo, según contaban, a pleno mediodía.
A
quien vimos entrar a La Mensajera fue a Epifanio Colina, vestido con su traje
safari de siempre, y llevando su cabello lisito y abundante peinado, como de
costumbre, impecablemente de medio lado. Aquel cabello de Epifanio era
negrísimo como la montura de pasta de los anteojos que usaba, los cuales tenían
cristales tan gruesos como fondos de botellas, igualitos a los míos. Me imagino
que cuando él estaba en la escuela también le decían cuatro ojos. Epifanio caminaba
apuradito como huyendo de alguien. Siempre caminaba así. Lo sabía porque
Epifanio era mi vecino, vivía frente a mi casa con su esposa, Trina Payares, mi
madrina, mujer hermosa cuya imagen despertaba en mí una inconmensurable fascinación:
rasgos indígenas, cabello largo, enmarañado, teñido de rojo, y cuerpo delgado
envuelto en vaporosas mantas guajiras, algunas de ellas confeccionadas por mi
mamá. Cuando, en plena calle, Trina Payares abría los brazos para recibir a
alguna persona de sus afectos, todos pensábamos que se elevaría como un papagayo,
pero mi madrina era muy fuerte, a pesar de que no lo parecía, y los ventarrones
al pasar solo mecían su vestimenta y su cabello, no su cuerpo delgado que parecía
tener raíces aferradas al pavimento.
De
niño, era la imagen de Trina Payares el motivo de mi fascinación, pero en la
medida que fui creciendo y fui aprendiendo a descifrar los códigos que
empleaban en mi casa para contar las historias de esta mujer, los intríngulis
de su vida pasaron a ocupar uno de los primeros lugares en la lista de mis obsesiones.
*
Cuando
llegué a casa escuché la voz de Epifanio en la cocina, compitiendo con el chillido
que emitía la cebolla al transparentarse y dorarse en el aceite caliente, y con
el sonido producido por el cuchillo al golpear la tabla luego de cortar en pequeños
cuadros los tomates, pimentones y ajíes
que les darían sabor a las caraotas sobrantes del día anterior, y que ahora
serían refritas por la abuela.
Pero
la inconfundible voz de Epifanio se imponía y zumbaba por todos los rincones de
la casa. Me gustaba escuchar a Epifanio. Él era la única persona, conocida por
mí, que emitía un leve silbido al pronunciar la “ese” al final de las palabras.
Por eso, como lo hacía todos los días al llegar de la escuela, seguí hasta la
cocina la voz de Epifanio y me senté frente al radio de donde esta provenía.
A
la una del mediodía se iniciaba el programa de Epifanio en la estación de radio
La Mensajera, y se extendía hasta las tres de la tarde. Para mí era un gusto
escuchar a este locutor pronunciar el nombre y el lema de la emisora radial “La
Mensajera, el espíritu de la ciudad”. Pronunciaba “La Mensajera” alargando las
“es”, así: “La Meeensajeeera”. También me gustaba escucharlo pronunciar el
nombre de su programa Música para sentir,
esta vez prolongaba la “u”: “Múúúsica para sentir”, y enfatizaba la palabra
“sentir”, esto último lo hacía desde que muchos habían comenzado a llamar su
programa meridiano, el cual solo transmitía boleros y baladas, “Música para
dormir”.
Había
mucha gente que era cruel con Epifanio. No solo le cambiaban el nombre a su programa
diario, Música para sentir, sino también
a su programa de los domingos en la tarde, Música
de los vientos, en el cual transmitía música académica. Entre risas la
gente malvada decía cosas como: “Ya va a comenzar el programa de Epifanio,
Música de los muertos”. Aquello molestaba mucho al esposo de mi madrina, quien limpiando
sus anteojos afanosamente, como lo hacía siempre que lo atacaban los nervios
por la ira, soltaba:
―Por
eso es que esta ciudad no progresa, porque hay mucha gente mala.
Y
luego se despejaba, con su mano temblorosa, el cabello lisito que se había
precipitado sobre su frente por el movimiento hecho con su cabeza al pronunciar
con énfasis la penúltima “a” de la palabra “mala”.
Cada
vez que Epifanio sacaba el pañuelo de uno de los bolsillos de su safari para
limpiar los anteojos, el ambiente se llenaba de un penetrante olor a lavanda.
Aquel olor, entonces, pasaba a advertir a las personas que se le acercaban o
que estaban a su alrededor que debían andarse con cuidado porque aquel hombre
afilaba su lengua cuando lo atacaban los nervios. Y hasta el gobernador, el
maestro Teodosio Petit, decía que no había en la ciudad nada más peligroso que
Epifanio Colina con la lengua afilada.
*
Al terminar el programa de Epifanio, la casa
se llenaba de algarabía, pues a esa hora comenzaba La rumba del pueblo, con Pablito Barragán.
Aquel día la primera
canción que sonó al terminar el programa de Epifanio fue una muy graciosa que
decía:
“Clodomiro, Clodomiro,/ ¿para dónde vas tan
serio?/ Voy a ver un partidito/ allá por el cementerio./ Y en asunto de
mujeres,/ ¿cómo te trata la vida?/ Me defiendo, me defiendo/ como gato panza
arriba”.
Todos en la casa tararearon aquella canción, y la siguiente, y
la siguiente, todas de un cantante de nombre Mejía Godoy que estaba sonando sin
tregua en todo el país. La Mensajera había decidido no quedarse atrás y aquel
día le dedicó el programa La rumba del pueblo
a aquel artista.
Las canciones se repetían tanto, por
solicitud de los oyentes, que a mitad del programa el disco ya presentaba rayas.
En vez de escucharse: “Clodomiro, Clodomiro, ¿para dónde vas tan serio?”; se
escuchaba: “Clo-ro serio, Clo-ro serio”, y mi abuela, que tenía una obsesión
con la ropa limpia, dijo en una de esas:
―Ese cloro debe ser muy bueno, voy a
ir a la bodega de Rubén a ver si ya les llegó.
De todas esas canciones que sonaron
durante dos horas, la que a mí me gustaba era una que decía:
“Son tus perjúmenes, mujer,/ los que me
sulibeeeyan,/ los que me sulibeeeyan,/ son tus perjúmenes, mujer.// Tus ojos
son de colibrí,/ ay, cómo me aleteeeyaaan,/ ay, cómo me aleteeeyaaan,/ tus ojos
son de colibrí”.
Esa sí la canté, deseando que mis
primos no me escucharan porque se iban a reír de mí, pues para ellos escuchar,
cantar o bailar cualquier otro género musical que no fuese disco music era peor que ser fanático del equipo de béisbol
Navegantes del Magallanes.
―Ese pequeño pecado lo perdonamos.
Pero no el gusto por la salsa o Clodomiro, Clodomiro. Alguien con esos gustos
se merece el infierno ―solían decir por aquellos días. Y yo no quería cometer
ese pecado tan grande, si no ¿con qué cara iba a mirar al cura cuando me tocara
confesarme para recibir la primera comunión?
Por eso, cuando a las cinco de la
tarde mi mamá cambiaba de dial para escuchar en Ondas del Mar el programa de
música latina que conducía Juancito
Trucupey, yo saltaba el muro que separaba el patio de mi casa del patio de la
casa de mis primos y me instalaba con ellos a escuchar Disco y juventud, el mejor programa del mundo, al aire desde hacía
pocos meses, transmitido por La Mensajera y conducido por ese locutor tan
gracioso que al comenzar la transmisión decía gritando:
―¡Jelóuuuu, biúrifol pípol del desiertooo!
¡En el aire: Disco y juventud!
Aquellas palabras nos emocionaban a
los tres: a mi prima a mi primo y a mí. Y la emoción se volvía euforia cuando
el operador incrementaba el volumen de la cortina musical, que siempre era el intro de alguna canción de los Bee Gees o de Diana Ross.
Pero
la tarde aquella, al saltar el muro, vi en el rostro de mis primos que
algo andaba realmente mal. El radio estaba apagado y desde mi casa llegaba el
rumor de la voz de Juancito Trucupey prometiéndoles a los oyentes complacerlos
con la canción que solicitaran mediante una llamada telefónica, y ofreciendo de
regalo afiches de Celia Cruz a quienes estuvieran de cumpleaños ―“de pláceme”, decía
él― en esa fecha.
―Todo es culpa de tu malva-hada
madrina, de tu aloca-hada madrina ―me dijo mi prima, haciendo un juego de
palabras con la expresión que yo solía usar para referirme a Trina Payares: mi
hada madrina.
―Si fuera por Trina Payares todavía
estuviéramos haciendo dibujitos sobre las piedras ―expresó mi primo, indignado―,
ella está estancada en el pasado. Se viste como una guajira…
―Pero se pinta el pelo de rojo con
tinte de Igora Royal, no con onoto ―lo interrumpió ella.
―¡Ja, ja, ja, ja! ―celebraron los
dos el chiste.
Yo no podía defender a mi madrina
porque no sabía aún lo que estaba sucediendo, aunque no me gustaba para nada
que estuvieran hablando así de ella. Para mí ella era un ser mágico, y si bien
nunca me regaló juguetes de moda, ropa y cadenitas de oro, como las otras
madrinas a sus ahijados, ella me regalaba lotes de cuadernos para dibujar, además
de cajas de zapatos vacías, que a mí me gustaban mucho. Jamás se imaginó mi
madrina que en uno de aquellos cuadernos, que me regalaba en Navidad y en mi
cumpleaños, yo la dibujaría, esa noche, como una bruja malvada, con su pelo
batido por el viento, al alcanzar las alturas, montada sobre una escoba hecha
con chamizas.
*
En mi dibujo, Trina Payares tenía el
pelo más rojo que nunca, ahí gasté casi todo mi lápiz de color rojo toscano; y la mitad
del amarillo canario, porque dibujé parte de sus greñas como si se le estuvieran
quemando. Le dibujé un sombrero puntiagudo con una hebilla, de esos que usan
las brujas, las de los libros de cuentos, claro, no las reales como la señora
Fulgencia, la única bruja que yo conocía. La señora Fulgencia, quien iba
siempre a mi casa porque era muy amiga de mi abuela, usaba era una pañoleta, y
no veía la buenaventura en una bola de cristal sino en la borra del café.
Aunque
mi madrina Trina Payares no creía en supercherías, le habría encantado que la
dibujara parecida a la señora Fulgencia y no a una bruja nórdica con sombrero
puntiagudo y zapatitos de charol, de esas que aparecen en los libros de cuentos
infantiles “transculturizantes”. Así habría dicho mi madrina:
“transculturizante”, porque esa era una de sus palabras favoritas. Y esa fue,
precisamente, la palabra que escribí repetida, como una plana, en el periódico
que llevaba en la mano derecha la bruja de mi dibujo, y la repetí tanto porque
mi madrina también la repitió hasta la saciedad en el artículo de prensa que
había publicado el día anterior en El Pasquín, un periódico de distribución
semanal que ella misma imprimía en una extraña máquina llamada multígrafo cuya
función no sé exactamente cuál era, si cubrir el rostro y las manos de Trina
Payares de tinta o imprimir sus “ideas incendiarias”, como solía decir mi
abuela, repitiendo las palabras que le escuchara al maestro Teodosio Petit en
una reunión del partido en el que ella militaba con devoción.
Yo,
en aquel entonces, aún leía deletreando las palabras y tardaba mucho para
completar una oración, y más un párrafo, por lo que mi prima me arrebató El
Pasquín que me había dado minutos antes para que me enterara de “lo que es
capaz de hacer un ser tan perverso como tu querida madrina Trina Payares”.
Después
de reprocharme mi torpeza lectora, mi prima leyó con rimbombancia el título del
artículo: “Gelindo Petit, un agente transculturizante”. Para luego continuar: “En
los últimos meses las ondas hertzianas de la radio con mayor arraigo popular de
la ciudad se han visto permeadas por la manía esnobista, transculturizante y
antilatinoamericanista de un locutor que todos llaman el Loco Lindo”.
Yo
la verdad no entendí mucho, pero supuse que todos aquellos adjetivos eran muy
ofensivos, a juzgar por los gestos que hacía mi prima al pronunciarlos, su ceño
y nariz se fruncían después de cada palabra como si estuviera comiendo
urupagua, esa fruta amarga que las amigas de mi abuela le traían de la sierra.
―Disco y juventud no saldrá al aire hoy,
¿no lo sabías? No saldrá al aire nunca más. El de ayer fue el último programa.
Lindo Petit se reunió ayer al mediodía con Don Pepe López y le presentó su
renuncia. Dicen que el maestro Teodosio se lo exigió porque no quiere problemas
con nadie. Las elecciones están muy cerca ―me explicó mi primo.
―La
culpable es ella, la Trina Payares, por publicar ese artículo en El Pasquín de
ayer. El que anda muy feliz es Juancito Trucupey ―dijo mi prima, al tiempo que
colocaba en el tocadiscos un long play de The Jackson 5.
Dios te bendiga José, muchísimas gracias por compartir
ResponderEliminarEn verdad me ha entretenido muchísimo... Este capítulo me hizo sonreir... ¡pobre niño y pobre loco lindo!...
ResponderEliminarFelicitaciones José. Muy buen primer capítulo. Queda uno con ganas de leer el resto de la novela. Una narración impecable, con esa marca de "Crónicas de Narragonia". La parte donde la abuela se pasea por las islas en busca del abuelo me pareció excelente, mágico. Apuntado ya para la próxima entrega de este jueves.
ResponderEliminarMe parece muy atractivo y encantador el personaje de Gelindo, pero lo que más me llego al tuétano fue esa frase hermosísima "yo no se qué mentiroso inventó que los niños dicen la verdad. A no ser que para los niños lo único verdadero es lo que surge de su imaginación" simplemente hermoso.
ResponderEliminarProf, excelente. Espero leer pronto los siguientes.
ResponderEliminar